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COLUMNISTAS
Columna
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El placer minimalista

Por fin los españoles hemos aportado algo nuevo a la teoría (global) del café. El 2 de mayo, en la revista Circulation, que es la biblia en la guerra preventiva contra el terrorismo cardiovascular, nuestra Esther López-García, de la Facultad de Medicina de la Autónoma, publica un estudio en el que demuestra que el consumo de café, al menos hasta seis tazas diarias y no filtradas por cafeteras de émbolo, ni eleva ni modifica el riesgo coronario.

Otro mito preventivo que se ha ido al carajo. Desde el 2 de mayo, el café ha dejado de ser una de aquellas armas de destrucción masiva que nos amenazaba de muerte, y era lo primero que nos prohibían los médicos de cabecera nada más pisar su consulta. Gracias al trabajo de campo de los inspectores españoles de la Autónoma, tan impecable como el de aquellos científicos de la ONU que peinaron Irak y no encontraron rastro de las armas satánicas de Sadam, los humanos en general y los bebedores de café en particular, todo quisque, podemos ser un poco más felices que antes. La cafeína, como ocurrió con el gas serín, el ántrax, el uranio enriquecido, los misiles nucleares y otros camelos de Bush, Cheney y Powell, ya no puede servir de justificación para que las fuerzas invasoras del orden médico nos priven del único placer minimalista y de raza muy íntima que nos quedaba.

Mi reacción al estudio de Esther sobre la inocencia del café fue doble. Envié por e-mail a todos mis amigos infartados, o sólo cardiopáticos imaginarios y acojonados, copia del artículo de Circulation (http://circ.ahajournals.org); y dos: me dispuse a preparar de mejor humor que nunca mi primer café de la mañana, sabiendo esta vez que no sería el primero ni el último, que todavía me quedaban ¡otros cinco!

Por culpa de la absurda y anticientífica guerra preventiva a la cafeína (arábica, latinoamericana, africana o mezclada) había elevado el primer café de la mañana a todo un rito del placer minimalista y que yo, siguiendo instrucciones del movimiento internacional Slow Food, que propone la vida lenta en las ciudades lentas y sin comidas rápidas, intentaba alargar hasta el límite. Porque no es fácil ni barato preparar un café como Dios manda, y nunca hay dos expresos iguales. Ésta es la gracia del café, y mi escuela favorita es la italiana, maestros indiscutibles en los placeres minimalistas.

Partamos de la base de la que parte Esther: la cafetera no puede ser de émbolo. En el mercado hay dos grandes métodos caseros: la popular Moka, inventada en 1816, pero con infinitas versiones, algunas debidas a los más famosos diseñadores y arquitectos (Rossi, Sotsass, Venturi), y las cafeteras domésticas y eléctricas, que intentan plagiar los grandes expresos matinales de cafetería, también de importación italiana.

Habiendo optando por la Moka, el segundo problema consiste en elegir el tipo de café. Si arábico, si suramericano, si africano o si mezclados a la italiana. También opto por esta última propuesta mientras desenrosco la cafetera, la relleno de agua fresca y ligera hasta la mitad del recipiente, le añado siete gramos de mezcla, unos cincuenta granos recién molidos (y sin presionar el polvo, por favor) procedentes de las misceláneas de Illy, Lavazza o Segrafedo. Dejo calentar el agua a 88 grados, presión 9 bar, hasta que la Moka eyacule gracias al flujo del agua caliente durante un tiempo que irá entre 22 y 25 segundos. El resultado final no tiene que ser superior a 25 mililitros, crema incluida, a una temperatura de 67 grados y en una tazzina de porcelana sin decoración interior, aunque mejor si es de diseño. Al mismo tiempo, en el quemador vecino, instalo una tartera-batidora comprada en el Corte Inglés (8 euros) que relleno con leche hasta la mitad, que jamás debe hervir y, luego, al cabo de 19,5 batidos manuales, el líquido blanco se transformará en crema espumante.

Voilá (15 minutos), mi primer capuccino de la mañana, el que me dispara la adrenalina cerebral o qué sé yo. Producto de estricta fabricación casera pero que es toda una utopía en las cafeterías de este país.

Lo que es intolerable es que los españoles, a pesar de nuestro contumaz colonialismo en los países productores del grano elemental, incluidos los siglos de colonización arábica, no hayamos aportado absolutamente nada a la cultura universal del café. Resulta que los italianos, que jamás tuvieron colonias con esa materia prima, se convirtieron en los actuales reyes globales del café sencillamente por minimalismo. Por saber mezclar el grano, inventar cafeteras, distinguir sabores, acuñar marcas globales, diseñar tacitas y echarle finezza y espuma al arte de saborear ese primer café que puede ser trascendental en tu jornada.

Eso es justamente lo que nos falta aquí: minimalismo a la italiana. Que cuando pides un café en las grasientas, ruidosas y generalistas cafeterías del reino nadie te pregunte la marca, el molido, los detalles de la cafeína, el tiempo de cocción o la procedencia. Todo se resuelve con la muy obscena dicotomía entre un solo quemado y un cortado con leche (¡hervida!) sin especificar más. Estoy seguro de que desde la revolución de Esther, seis cafés al día exigen la finezza italiana y no ese maniqueísmo y maximalismo cafetero al que estamos tan acostumbrados, te amarga el día y luego, claro, se traduce en lo que todos sabemos.

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