Todos con Picasso
Se cumplen 125 años del nacimiento de Pablo Picasso. Un cuarto de siglo de la llegada del 'Guernica' a España, el mural encargado por el Gobierno de la II República para la Exposición del 37 en París, convertido en emblema, un icono contra la guerra. Y 70 años del nombramiento del artista como director del Museo del Prado. Motivos más que suficientes para que escritores y pintores ofrezcan en estas páginas de EPS un personal homenaje al pintor malagueño que murió en Francia en 1973 sin renegar jamás de su ciudadanía española
El artista incandescente
Por Mario Vargas Llosa
Hay grandes artistas, creadores, músicos, pero algunos entre ellos no son sólo creadores sino grandes fecundadores, seres seminales porque lo que hacen fecunda a todo su entorno, crean un género, se multiplican en el futuro Es el caso de Shakespeare en su época, un extraordinario creador que impregna de su genio su tiempo y las épocas posteriores. Y en ese caso está también Goya, un creador que fecunda su tiempo, y no sólo su tiempo, porque múltiples creadores posteriores viven la proyección que efectúa sobre el arte el gran pintor aragonés.
Y este es también el caso de Pablo Picasso, el pintor que marca de manera indeleble el tiempo en que vive, representa en sí mismo la vanguardia y está en el inicio de las transformaciones de las formas, de la sensibilidad en el arte de su época y de las que le van a seguir. Él cubre con su arte el siglo XX; su potencia es tal que cuando cumple 90 años todavía sorprende con su inventiva, con su audacia, y con una libertad que le lleva a arriesgarse, a esa edad, a acometer una serie en la que muestra que la potencia sexual no disminuye A ese periodo corresponden cuadros suyos de gran vigor sexual, en los que hace elogio y exaltación de lo que representan el placer y el deseo para un señor que ya pasa de los 90 años.
Como un Goya, como un Rubens, Picasso abre tal cantidad de puertas que no hay una escuela moderna de pintura que lo iguale ni que esté ausente de la influencia del artista malagueño Y, aún más, representa la revolución en las formas, la ruptura con todo lo preexistente, pero también tiende un puente con la tradición. Es un gran conocedor de los clásicos, pero se convierte en el símbolo mayor de lo que es el arte de nuestro tiempo.
Es un caso curioso de genialidad, pero no era un intelectual que lo explique de manera brillante. Al contrario, sus textos son confusos y primarios. Él no era un gran pensador, llegaba a sus conclusiones a partir de la intuición y de la sensibilidad. Pero su intuición era genial y su destreza era prodigiosa. Lo sientes ante Cervantes o ante Góngora: ¿cómo pueden llegar a dominar un lenguaje para el que no tienen preparación, cómo actúa sobre ellos la intuición? Y esa intuición es la misma que siente Picasso.
De la gran revolución que protagoniza queda una gran pregunta: ¿qué va a quedar del arte, en qué va a convertirse? Picasso lanzó al arte moderno hacia la desintegración. ¿Quedará como el más genial artista de su tiempo? ¿Será el gran sepulturero del arte o será su gran inseminador? El arte del futuro ha llegado a una gran trampa, y sólo un gran adivino sabrá cuál es su porvenir.
Para terminar, quisiera evocar un aspecto de Picasso. A principios de los 70 vi en el Palacio de los Papas de Aviñón una gran exposición de lo que el artista hizo en un año concreto de su vida. Era prodigioso. Parecía que había trabajado las veinticuatro horas de los 365 días de ese año en particular Ahí venían las fechas: había pintado varios cuadros el mismo día, retocaba, rehacía, fabricaba cerámicas, esculturas, pero también elaboraba cuadros extraordinarios. Era maravilloso asistir a la actividad incandescente de este hombre. Extracto de una conversación sobre Picasso.
Estuche de leyendas
Por Juan Cruz
Por donde lo abras, el estuche de las leyendas de Picasso siempre te devolverá una imagen nueva del pintor del siglo XX. Dicen que una vez le preguntaron a Jacqueline, su última mujer: "¿Es verdad que era un hombre tan fogoso, que dejaba el trabajo por acariciarte?". Y ella, que le sirvió de cancerbera, hizo un mohín nostálgico, se acercó al oído de su interlocutor, y desde la viudez que redime todos los recuerdos explicó: "Poco tiempo antes de morir, enfrascado como siempre en sus pinturas, después de cenar, a veces escuchaba su voz llamándome, como si me requiriera no sólo para que le alcanzara agua. ¡Y no era él, era el loro, que imitaba perfectamente su voz en esos trances!". Así que ella volvía a su cama, con su camisón insinuante, mientras Picasso gritaba desde el cuarto de sus dibujos: "¡Déjame en paz, debo pintar!". Pintaba obsesivamente, como para tachar el tiempo que se le echaba encima. Los últimos años los pasó en un castillo oscuro, recluido y melancólico; se decía que pintaba tanto para ganarle la partida al tiempo, y que no era en absoluto aquel espectáculo de alegría que tanto se divulga de él. Era genial, eso ya se sabe, y lo era también en la condición doméstica; el fotógrafo Roberto Otero (que murió en Mallorca hace dos años), que fue marido de Aitana Alberti y llegó a Picasso por el poeta, lo retrató en mil posturas privadas, en fotografías de coleccionista, y supo muy bien cómo era la relación con Jacqueline. Esta mujer que no resistió luego la soledad opresiva que le dejó artista tan poderoso, se quejaba siempre de las camas donde dormía, y una vez Picasso deshizo la obra de un día, o de un año, y con aquellos bastidores que ya tenía pintados fabricó una cama con sus propias manos. "Toma, duerme ahí, ésta es tu cama para siempre". Una cama firmada por Picasso. Se hacía pasar por otro para ahuyentar a los curiosos, y se dice, también está en el estuche de las leyendas, que devolvió a un escritor a la calle porque quiso que le firmara una botella de vino. También está en ese estuche legendario su relación con las palomas: nació en Málaga, entre ellas, y sabía que eran malolientes, sanguinarias, insolidarias y tontas, y acaso por eso las pintó tanto y tan obsesivamente, como si así las conjurara. Se dice que un día llegó a su estudio Louis Aragon, el poeta comunista que estaba preparando un congreso antifascista; le dijo a Picasso: "¿Me das una paloma de éstas que pintas? Podría ser el emblema del congreso". Picasso entonces le puso a la paloma una rama en el pico y ya para siempre todos creímos que él amaba las palomas. Es posible que todo sea mentira, pero era un genio tan grande como el mundo, y cualquier cosa que se diga de su legado suena a leyenda. También lo que es verdad, que quizá sea todo.
Un último tributo
Por John Berger
La mayor parte de los cuadros pintados por Picasso ya viejo, entre los setenta y los noventa años, sólo fueron exhibidos públicamente después de su muerte. La mayor parte de ellos representan mujeres o parejas observadas o imaginadas como seres sexuales. Ya he señalado cierto paralelismo con los poemas tardíos de W. B. Yeats:
"Piensas que es horrible que lujuria y odio / atraigan la atención en estos mis viejos años; / no eran plaga alguna en mi juventud: / ¿qué más me queda que me incite al canto? / ¿Por qué se adecua tan bien al medio de la pintura esa obsesión? ¿Por qué la pintura la hace tan elocuente?".
¿Por qué se adecua tan bien al medio de la pintura esa obsesión? ¿Por qué la pintura la hace tan elocuente?
Antes de intentar dar una respuesta a la pregunta, hemos de desbrozar un poco el terreno. El análisis freudiano, por mucho que ofrezca en otras circunstancias, no nos presta aquí gran ayuda, porque se refiere primariamente al simbolismo y al inconsciente, mientras que mi pregunta se dirige a lo inmediatamente físico y a lo evidentemente consciente.
Tampoco nos sirven de mucho, creo yo, los filósofos de lo obsceno -como el eminente Bataille- porque de nuevo, pero de forma diferente, tienden a ser demasiado literarios y filosóficos para poder responder a la pregunta. Hemos de pensar sencillamente en el pigmento y el aspecto de los cuerpos. ( )
Una vez más, Picasso nos obliga a reflexionar sobre la naturaleza del arte, y por esto una vez más hemos de estar agradecidos con ese viejo indomable, violento y resuelto.
Tal vez ahora podemos comprender un poco mejor lo que hizo Picasso durante los últimos veinte años de su vida, lo que se vio impulsado a hacer y lo que, como se podría esperar, nadie había hecho antes igual.
Estaba envejeciendo, era más orgulloso que nunca, amaba a las mujeres tanto como lo había hecho siempre y se enfrentaba al absurdo de su propia impotencia relativa. Una de las bromas más antiguas del mundo pasó a convertirse en su dolor y su obsesión e, igualmente, en un reto para su inmenso orgullo.
Al mismo tiempo, vivía en un extraño aislamiento del mundo: un aislamiento que no había escogido él mismo, sino que era una consecuencia de su monstruosa fama. La soledad de este aislamiento no aliviaba en modo alguno su obsesión; por el contrario, le alejaba cada vez más de toda preocupación o interés alternativo. Estaba condenado, sin posibilidad de escape, a un solo objetivo, a una suerte de manía, que tomó la forma de un monólogo. Un monólogo que se dirigía a la práctica de la pintura y a aquellos pintores del pasado que admiraba o amaba o envidiaba. El monólogo trataba del sexo. Su humor cambiaba de una obra a otra, pero el tema era siempre el mismo.
Las últimas pinturas de Rembrandt, en particular los autorretratos, son proverbiales por el modo en que ponen en tela de juicio todo lo que el artista había hecho o pintado antes. Todo se ve bajo otra luz. Tiziano, que murió casi tan viejo como Picasso, pintó hacia el final de su vida El desollamiento de Marsias y La Piedad, en Venecia: dos extraordinarias obras últimas en las que la pintura, en cuanto que carne, se enfría. En el caso de Rembrandt y Tiziano, el contraste entre las primeras obras y las últimas es muy marcado. Pero también hay una continuidad en el lenguaje pictórico, de la referencia cultural, de la religión y del papel del arte en la vida social. Esta continuidad calificaba y reconciliaba, hasta cierto punto, la desesperación de los dos pintores en su vejez; la desolación que sentían se convirtió en una triste sabiduría o en un triste ruego.
Con Picasso no sucedió lo mismo, tal vez porque, debido a múltiples razones, no se dio esa continuidad. En lo que al arte se refiere, él mismo había hecho mucho por destruirlo. No porque fuera un iconoclasta, ni porque fuera impaciente con el pasado, sino porque odiaba las medias verdades heredadas de las clases cultas. El suyo fue un rompimiento en nombre de la verdad. Pero este rompimiento no tuvo tiempo de reintegrarse en la tradición antes de la muerte del pintor. Sus copias, durante el último periodo de su vida, de los antiguos maestros, como Velázquez, Poussin o Delacroix, eran un intento de encontrar compañía, de restablecer una tradición rota. Y le permitían unirse a ellos. Pero ellos no podían unirse a él.
Y así, se quedó solo: como siempre se quedan los viejos. Pero su soledad era irremediable porque, como persona histórica, se separó del mundo de su tiempo y, como pintor, de una tradición pictórica que se había continuado hasta él. Nada podía responderle, nada le forzaba, y por ello su obsesión se convirtió en un delirio: lo opuesto a la cordura.
El delirio de un viejo con respecto a la belleza de algo que él ya no puede hacer. Una farsa. Una furia. ¿Y cómo se expresa el delirio? (si no hubiera sido capaz de seguir pintando cada día, se habría vuelto loco o habría muerto: necesitaba el gesto de pintar para demostrarse a sí mismo que estaba vivo). El delirio se expresa volviendo directamente a aquel vínculo misterioso que existe entre el pigmento y la carne y los signos que comparten.
Es el delirio de ver la pintura como una zona erógena ilimitada. Pero los signos compartidos, en lugar de indicar un deseo mutuo, ahora sólo exhiben el mecanismo sexual. Toscamente. Con ira. Con una blasfemia. Es esta una pintura que echa pestes contra su propio poder, contra su madre. Una pintura que insulta a lo que antes celebró como sagrado. Nadie antes había imaginado hasta qué punto la pintura podía ser obscena con sus propios orígenes, como algo diferente de la ilustración de obscenidades. Picasso lo descubrió.
¿Cómo se pueden juzgar estas obras tardías? Es demasiado pronto para hacerlo. Quienes pretenden que son la cumbre del arte del pintor se muestran tan absurdos como siempre lo han sido los hagiógrafos de Picasso. Quienes las rechazan diciendo que no son sino las ampulosas repeticiones de un viejo saben muy poco del amor o de las crisis humanas.
Los españoles se sienten orgullosos de su proverbial manera de soltar tacos. Admiran la ingenuidad de sus palabrotas y saben que el decirlas puede ser un atributo, incluso una prueba de dignidad.
Nadie antes había sido un mal hablado en términos pictóricos. Extracto de un capítulo del libro 'Éxito y fracaso de Picasso' (Debate)
En tela de Picasso
Por Luis García Montero
Lo primero que me cayó simpático de Pablo Picasso fue el Ruiz. Cualquier español de más de cuarenta años ha oído con facilidad algunas disparatadas insolencias delante de las obras maestras de la pintura contemporánea. Con la sabiduría suficiente de la mesa de camilla y del café con galletas, no era extraño que un robusto paseante dejase sonar su voz en el aire compungido de las exposiciones. No dudaba en afirmar su desprecio por unas tomaduras de pelo dignas de cualquier divertimento infantil. "Mira, Antonia, pero ¿eso qué es?, no se sabe si un perro o unos zapatos, y aquello se parece a lo que pinta la niña". Mi acomplejada rebeldía adolescente, partidaria de todas las rupturas y de todas las hazañas vanguardistas, se afirmaba al recordar que debajo de Picasso estaba Ruiz, porque el apellido que olía a París, a la vida bohemia y al furor estético descansaba en otro apellido mucho más español, con aire de buena pintura decimonónica y de dibujo detallista.
No fue poca cosa en mi educación sentimental poder escudarme en que Picasso descomponía los rostros y los violines porque le daba la gana, ya que desde muy joven había vivido con él un Ruiz que captaba a las mil maravillas las escenas realistas de los vivos, de los enfermos y de los muertos. El autor de El violín colgado o de Las señoritas de Aviñón, era el mismo maestro del lirismo y la suavidad que podía engatusar a las miradas provincianas más exigentes con sus organilleros y sus viejos guitarristas. Conocer la tradición y la técnica, resulta imprescindible para alcanzar la libertad. Esa certeza de muchacho rebelde admirador de Picasso, que necesita primero comportarse bien para alcanzar después el derecho a hacer lo que le venga en gana, sigue escondida en el fondo de mi corazón. Ahora que he aprendido a desconfiar de la moral de la ruptura, compuesta de los más variados humos intranscendentes, me acuerdo también de Picasso para respetar el oficio, conservando el mismo despego de siempre ante cualquier debilidad tradicionalista. Las discusiones sobre el arte del siglo XXI no deben plantearse sobre la reivindicación del tradicionalismo, sino sobre el desenmascaramiento de los oportunistas que aprovechan el prestigio de la novedad para adornar su falta de talento. Y Picasso también es en este sentido una buena coartada, un aliado del gustador maduro de la belleza.
Rafael Alberti admiraba mucho a Picasso. El pintor representaba para él la historia viva del arte y un modelo de genio definido por el vitalismo, por los hallazgos, por el ir y venir de las transformaciones. Conmueve comprobar en las prosas de Canciones del Alto Valle del Aniene, cómo Rafael, un mito ya de la cultura hispánica y del exilio en los años setenta, estaba dispuesto a hacer cola en los alrededores de Notre Dame de Vie en espera de que el pintor quisiese recibirlo. Al escribir Los ocho nombres de Picasso, Rafael Alberti trazó su propio retrato de autor vital, que va de la vanguardia a la tradición y de un estilo a otro, como una bola de fuego que rueda por la pendiente de las fechas con el propósito único de no detenerse. No detenerse era acertar.
Picasso protagoniza el momento feliz en el que la pintura que se atrevió a ser ella misma. Si el lema de la Ilustración fue "atrévete a saber", las vanguardias pictóricas enunciaron de forma radical el lema de la pintura que se atrevía a ser ella misma, un espacio independiente, con su lógica y sus jerarquías particulares. No se trataba de desvincularse de la realidad y la sociedad, sino de vivir los vínculos y el compromiso a través del protagonismo de las elaboraciones estéticas, orgullosas de sus delimitaciones espaciales, como un soneto se siente orgulloso de sus rimas y de sus sílabas bien medidas. Una traducción del caos real a la verdad estética. Claro que una verdad, por independiente que quiera ser, se funda en la búsqueda de sentido, y esa búsqueda humana de sentido, que brillaba en los ojos de Picasso y Alberti, iba a faltar después en muchas urgencias del arte contemporáneo. La vanguardia pierde su sentido original cuando deja de ser una reivindicación del oficio, o cuando la pintura deja de autoconcebirse como historia viva de la pintura.
Alberti guardaba algunos dibujos y libros con dedicatorias que le había regalado Picasso. De tarde en tarde los sacaba de su escondite para enseñarlos a los amigos. Recordaba los tiempos de la vanguardia, los viajes a París, la ayuda de Picasso durante los primeros meses del exilio y las dificilísimas e inolvidables visitas a Antibes. El poeta evocaba situaciones, paisajes, nombres y sentimientos que se habían ido distanciando en el tiempo, del mismo modo que se habían apagado algunas líneas de color en los dibujos de Picasso. Pero no importa, no importa -comentaba Rafael con una sonrisa gaditana en los ojos-, yo tengo muy buen pulso y ahora verás cómo subrayo las líneas y coloreo de nuevo lo que se está perdiendo. Así lo hacía.
No viene mal un poco de humor al revisar nuestro pasado artístico. La mitología vanguardista del siglo XX ha subrayado muchas líneas que tenían poca consistencia. De tanto consumir su propia leña, la hoguera ha llenado de humo una realidad estética con frecuencia irrespirable. Resulta curioso que una dinámica iniciada para defender la autonomía del espacio estético haya concluido en la falta de autoridad absoluta de ese mismo espacio, hasta el punto de que muchas propuesta sólo llegan a justificarse, más allá del objeto artístico, por los documentos teóricos que las analizan y las argumentan ante el público. El descrédito de las vanguardias fue inevitable desde el momento de resaca en el que la sociedad contemporánea comprendió que los márgenes formaban también parte del poder, es decir, formaban parte del centro, y que la nueva tarea no estaba tanto en sacralizar la marginalidad como en encontrar un nuevo sentido para los vínculos. Era inevitable entonces poner en tela de juicio al arte contemporáneo. Pero ahí estaba Picasso, o ahí está la lógica más profunda de la pintura y la belleza como búsqueda de sentido para poner el arte en tela de Picasso y reivindicar el oficio como una ética, como un vínculo con la realidad y con la mirada del otro. Pasados los años de la ignorancia provinciana y del fetichismo vanguardista, la lección de Picasso contagia un respeto no tradicionalista por la buena pintura que se sabe historia.
Dueño del infierno
Por Manuel Vicent
De Picasso se ha escrito más que de Napoleón, se han publicado más libros que de la II Guerra Mundial. Hubo un tiempo en que la cartulina con la reproducción del Guernica sustituyó a la Santa Cena en todos los hogares progresistas y se constituyó en un símbolo, del cual se han servido varias generaciones para interpretar una parte de la historia del siglo XX. La figura de Picasso trasciende a la propia la pintura. Su actitud ante la vida, su carácter e incluso su indumentaria, son inseparables de su propia fama, gloria o popularidad en cuya llama se abrasó su persona. Sin estas variables biográficas y políticas no sería posible situar el lugar exacto de este artista en el campo de la estética.
El pintor y cartelista valenciano Josep Renau, que desempeñó el cargo de director de Bellas Artes durante la Guerra Civil, fue designado para encargarle un cuadro a Picasso en nombre de la República para la Exposición Internacional, que se celebró en París en 1937, en cuyo pabellón español, diseñado por el arquitecto Josep Lluís Sert, montó la Fuente de Mercurio el escultor Calder, se exhibió el Cactus del panadero Alberto Sánchez y se expuso el cuadro de La Masía, de Joan Miró, adquirido después por Hemingway. Para cumplir esta misión, según me contó un día el propio protagonista, Josep Renau llegó a París, vestido con traje oscuro, corbata de plastrón y zapatos de charol, imbuido por el respeto sagrado que le merecía un artista tan famoso. Acudió a la Rue de la Bôetie donde Picasso le había citado. Buscó el número a lo largo en los portales y en lugar de hallar el estudio del pintor, como suponía, Renau se encontró con que la dirección correspondía a un bistró. Se acercó a una de sus ventanas y a través de los cristales vio al artista con gorra, jersey de apache y pantalones de pana jugando a las cartas con unos tipos rudimentarios en una partida de sobremesa. Renau se sintió ridículo al verse vestido de político en viaje oficial con unas prendas que estaban muy alejadas de su carácter formado en el Ateneo Libertario de Valencia. Se arrancó el plastrón y lo arrojó al basurero de unas obras, se abrió la camisa y se presentó ante el pintor de forma algo más apropiada.
En el estudio de la Rue des Grands Agustins se formalizó el contrato del cuadro para la Exposición, que en principio iba a ser una Tauromaquia. Picasso sólo quiso cobrar los materiales, el lienzo y las pinturas, que, por cierto, fueron de una evidente mala calidad, como demuestra el deterioro en que se encuentra la obra. Picasso unió la idea de la Tauromaquia con los desastres de la guerra y el resultado fue esa hecatombe en la que el toro ibérico muge y la Muerte relincha su triunfo en forma de caballo. El día 26 de abril de 1937, cuando el cuadro ya estaba terminado, sucedió el espantoso bombardeo de Gernika por la Legión Cóndor. En homenaje a esa villa bilbaína, donde se conservaban los símbolos de un pueblo vasco, Picasso tituló el cuadro con su nombre. A partir de ese momento el Guernica se convirtió en un cartel universal contra la barbarie.
Mientras España ardía en medio de la Guerra Civil, en el café Flore de París se reunían todas las noches algunos exiliados ilustres, entre los que estaban Buñuel, Bergamín y otros intelectuales que aprovecharon un cargo que les concedió la República para alejarse de la lluvia de hierros que caía en el solar de la patria. Allí acudían también el dadaísta Tristán Tzara, Josep Lluís Sert y los poetas franceses amigos de Picasso. Sert me contó un día que en el café Flore todos celebraban el éxito internacional que el Guernica había conseguido desde el primer momento, como un icono antifascista, y añadía:
-Si en aquel momento nos hubieran dicho que el Guernica sería devuelto a España, como así fue, con un Calvo Sotelo de presidente del Gobierno, con Dolores Ibarruri en el Parlamento, con un Borbón en el trono, con un cura, el padre Sopeña, director del Museo del Prado y custodiado desde el aeropuerto por la Guardia Civil, habríamos pensado que se trataba de una broma que sobrepasaba la imaginación surrealista de Dalí.
Se cumplen ahora 25 años de la llegada del Guernica a España y al principio se mostró al público dentro de una urna a prueba de balas perpetuando así aún más su leyenda. No obstante, a mí siempre me pareció que el Guernica que llegó a España era falso, porque el auténtico era la cartulina de pequeño formato que todos teníamos clavada con cuatro chinchetas en una pared del estudio.
Picasso es el demonio de la pintura. Sabía que los impresionistas habían llevado el realismo a la cima y que él no lograría alcanzarla. El propio artista lo confesó: "Como no podía llegar al último peldaño de la escalera, decidí romperla". Picasso se limitó a poner patas arriba la historia de la pintura. Inventó nuevas formas de ver la realidad bajando hacia el fondo de la materia por el camino que le había trazado Cézanne. Esa escalera conducía al infierno y allí Picasso se hizo rey.
La alcoba del sultán
Por Gustavo Martín Garzo
"¿Has cumplido tu tarea en el mundo?", nos pregunta uno de los personajes de Shakespeare. Pero ¿es esto cierto?, ¿tenemos una misiòn que cumplir? No está nada claro, y sin embargo algunos hombres viven así, como si hubieran venido al mundo a cumplir una tarea que nada puede convencerles de abandonar. Pablo Picasso fue uno de ellos, y esa tarea fue pintar sin descanso. Empezó cuando apenas era un niño, deslumbrando a todos con sus portentosas facultades, y siguió haciéndolo sin desfallecimiento hasta el momento de su muerte, con noventa y dos años de edad. Nunca dio sensación de esfuerzo o cansancio, pues pintura y vida siempre se confundieron en él. La pintura era una manifestación de su ser. No tanto una forma de conocer el mundo como de habitarle, de descubrir un medio nuevo que como el aire, el agua, el mundo de las ciénagas o los desiertos, poseyera sus propias formas de vida, criaturas que se movieran por él con la naturalidad con que los peces lo hacen en su mundo subacuático o los pájaros en su patria celeste. Puede que haya habido pocos artistas dueños de una vocación tan sostenida y de unas energías tan inagotables. Sus cuadros son diversos e innumerables, como lo son los estilos e influencias que hizo suyas a lo largo de su fecunda vida. Su obra resume la pintura del siglo XX, con sus búsquedas y sus contradicciones. Se vuelve contra la pintura tradicional, pero nunca abandona el campo de la figuración. Rompe con la tradición del humanismo clásico, y abre las puertas a una realidad más plural, donde caben desde las máscaras africanas hasta las figuras fenicias y de la Grecia arcaica, pero en sus cuadros late intacto el culto a la forma y la fascinación por la belleza. Se rebela contra los arquetipos de Occidente y fragmenta y desmembra hasta el delirio el cuerpo humano, pero en sus cuadros nunca desaparece el culto a la frágil imagen de los hombres. Su obra, llena de extravagancias y caprichos formales, nunca deja de ser una celebración del mundo exterior y de la realidad visible, y en sus figuras, aun en las más disparatadas y monstruosas, hay una resurrección de la hermosura clásica. Nada le es ajeno y en sus cuadros se dan cita la vida cotidiana y los mitos, el paisaje y los sueños, el mundo objetivo y el mundo interior. Todo le interesa: las criaturas que pueblan el mundo de la razón y las que vienen del mundo del mito. La vida era un festín inagotable, y él nunca se cansaba de acudir a la mesa del banquete. Una mesa que, como la mesa de los amantes, siempre estaba dispuesta, pues era el deseo quien la abastecía. Su obra está llena de arlequines, minotauros, gentes del circo y del teatro, toreros, niños y amantes, criaturas que necesitan relacionarse con lo que se esconde, con lo que no conocemos. Sus cuadros representan lo que no hemos vivido, el lugar donde algo se perdió, o donde no pudimos penetrar nunca. No parecen hechos sólo para ser contemplados, sino también olidos y palpados, y, sobre todo, saboreados. Son cuadros en los que dan ganas de meter los dedos y llevarse a la boca, como se hacía por las noches con las mermeladas y compotas que guardaban las viejas despensas. Toda su obra se sitúa en esa zona intermedia que hay entre la realidad y los sueños. Es decir, en la zona del juego. Eso era la pintura para Picasso, una forma de hacer de la vida el lugar de la posibilidad. No pintaba para dar cuenta de lo creado, sino para participar en esa creación constante con sus gestos, colores y fabulaciones. Su obra remite al mundo siempre cambiante y contradictorio de la naturaleza y la magia. Probaba mutaciones nuevas, ensayaba mezclas, combinaba azares y leyes. Sin fatigarse jamás, sin renunciar a nada, jugando con el mundo como pudo hacerlo Dios en el momento del génesis. Y su pintura, como esa creación inicial, lo contenía todo: la ferocidad y la dulzura, el momento del éxtasis y el de la quietud, los pormenores delicados de la maternidad y las cuentas perversas del sacamantecas.
Era el mundo de la gloriosa inmadurez. El bosque de Titania y Oberón, en El sueño de una noche de verano; el bosque del duende Puck, provisor de los hechizos. El pintor para él era el guardián de la metamorfosis. Chesterton dijo que los cuentos de hadas contenían el verdadero realismo, ya que daban cuenta no sólo de nuestra existencia fáctica y trivial, sino también del mundo de nuestros deseos y sueños, y Picasso no fue sino el gran pintor de la realidad. Heredero de la gran tradición realista de nuestra pintura, heredero de Velázquez y Goya, nunca se cansó de vincular el mundo interior con el exterior. Puede que haya sido el más grande pintor del cuerpo humano que haya existido jamás. No sólo del cuerpo visible, sino, sobre todo, del más escondido y secreto, el cuerpo con que habitamos los sueños, el cuerpo del amor y de los deseos más insensatos. Pintaba los distintos avatares de ese cuerpo como el niño que se pierde en sus juegos. Porque ¿cómo somos en esos juegos? ¿Tenemos realmente diez dedos, dos ojos, la cabeza está sobre nuestros hombros? La imagen que nos devuelven los espejos no coincide con la de ese cuerpo loco y desconocido. Cuando dormimos somos una colina de algas, una corriente de agua cuando visitamos a un familiar enfermo, una bandada de pájaros cuando jugamos con nuestro hijo. En el acto sexual caminamos sobre las manos, nuestra cabeza rueda entre las sábanas como un enjambre, nuestros ojos zumban como las abejas, el sexo de la mujer es una flor carnívora, el del hombre un tallo rezumante de savia.
La pintura de Picasso es la cuba de Barba Azul, y en ella flotan los fragmentos vivos de las mujeres que amó. No hay concesión sentimental. La raíz de su arte es pasional, pero siempre hay un triunfo de la forma. Lo que es lo mismo que decir que la anima una vocación de sentido. Se vuelve hacia el cuerpo que desea y le pide que le revele lo que está abajo: el sexo, las pasiones, los sueños. Su gran obsesión fue la figura femenina, con cuyos fragmentos no dejó nunca de ensayar combinaciones nuevas. Pero como el niño que arranca las plumas a un pájaro vivo, cuando trocea el cuerpo de la mujer no piensa en su muerte. Ensaya, quiere lograr formas nuevas, nuevas maneras de consumar su amor. Su perversidad, al contrario que la de Barba Azul, está llena de candor. No quiere la muerte de lo que ama, sino su vida más secreta. Su pintura es a la vez el acto del descuartizamiento y el de la resurrección. Trocea para lograr más, otro tipo de vida, otros sueños, el sueño de una sexualidad imprevisible e inagotable.
Tal vez lo único que le faltó para ser el más grande fue la humildad. Pero ¿necesitaba ser humilde? No, porque no le atraía el espectáculo de lo ajeno, sino el de su propia pasión. Como el sultán de Las mil y una noches, quiere escuchar la historia de la muchacha que le visita; pero sobre todo trocearla, combinar sus fragmentos hasta inventarse un cuerpo nuevo, hecho a la medida de su propio deseo. Es la gran diferencia con un pintor como Morandi. La pintura de Picasso es lo que sucede en esa alcoba nupcial cuando el sultán está despierto, la de Morandi cuando duerme. Entre ambos está Sherezade, que es la imagen del alma. Y es verdad que necesitamos el sueño del sultán para que nuestra alma pueda aparecer, pero también su apetito desaforado y su locura, pues de otra forma ¿qué la obligaría a contarnos su historia?, ¿cómo podríamos saber lo que quiere?
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