_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Viaje a ninguna parte

Vivir es pasar de un espacio a otro haciendo lo posible para no golpearse. Lo escribió Georges Pérec, el autor de La vida, instrucciones de uso. Lo principal, por tanto, es evitar los golpes mientras nos desplazamos. A Gaudí lo atropelló un tranvía en Barcelona mientras iba pensando en torres esotéricas y arquitecturas místicas. Creyeron que era un pobre. A Roland Barthes se lo llevó por delante un camión de la leche (mejor dicho, el pequeño camión del lechero) cuando salía del Colegio de Francia de dar un seminario. En un segundo, con un poco de suerte (mala suerte) es posible alcanzar el grado cero de la existencia, fundirse en negro o, lo que es lo mismo, quedarse en blanco para siempre jamás por culpa de un camión de reparto de leche, un tranvía inoportuno, un avión que se cae, un barco que se hunde o un coche que se estrella en una carretera nacional a la vuelta de un puente festivo.

¿Conviene a los discretos quedarse en casa? La respuesta a la vieja cuestión nos la darán, inevitablemente, después de la publicidad, pero no hay más que anuncios de coches cada día más rápidos y de agencias de viajes cada vez más baratas. Es difícil hacer oídos sordos a tanta oferta tentadora que nos invita, por unos pocos euros que nos puede fiar cualquier banco o cualquier prestamista, a cambiar de paisaje y de aire y de piel. Es difícil quedarse, renunciar a moverse, no cambiar tu lugar en el mundo durante por lo menos 15 días. Si fuera cierto que el viajar enseña, decía Rusiñol, los revisores de billetes serían los hombres más sabios del planeta. Y Kant no hubiera sido más que un pobre palurdo provinciano. Nuestros políticos, sin ir más lejos, no paran de viajar (su trabajo es, en cierta manera, el de viajantes o representantes o visitadores de ciudades y foros lejanos) y no por ello son más sabios y más justos o cabales.

Viajas, luego existes. Puedes pasarte un día o una vida pensando, y seguirás sin ser porque el axioma es otro. Descartes ha prescrito. De manera que hay que comprarse un mapa y una guía del mundo (ni siquiera nos sirve La vida, instrucciones de uso de Pérec). Hay que estar en el mundo, es decir, viajando por el mundo o, mejor dicho, por los cuatro lugares que importan en el mundo. Por eso los cocineros vizcaínos se desplazaron la semana pasada a Nueva York. Siete talentos de la cocina vasca presentaron en la ONU una de las facetas más notables (quizás la más notable) de nuestro territorio. Dijo el embajador de España en Estados Unidos una mañana del mes de mayo del año 2006: " La cocina pone a Bilbao en el mapa". Alguien esculpirá la frase. Los ingleses del siglo XVI, sin embargo, conocían muy bien a Bilbao y Bilbao figuraba en sus mapas y llamaban bilboes (bilbaos) a una clase excelente de grilletes y espadas. Da lo mismo, de acuerdo, hasta aquí hemos llegado. Ha terminado la era del hierro y parece que, al fin, van a acabarse los años del plomo. El siglo de las luces apenas nos rozó. Sólo algunos amigos del país recuerdan a Peñaflorida. Nuestro fútbol es sólo una leyenda.

Queda, por tanto, inaugurada la edad de la gastronomía y el turismo. La delegación vizcaína en Manhattan, cuentan las crónicas, ha hecho un papel magnífico y ha aprobado con muy buena nota los exámenes de los críticos gastronómicos yanquis. Uno decía que lo mejor de todo fueron los espárragos. Otro que los espárragos, precisamente, fueron lo menos bueno entre lo bueno. El asunto del condumio es así. En todo caso, está claro que hay gente dispuesta a tomar un avión y volar 14 horas para comer en un buen restaurante. Eso es precisamente lo que se pretende: dar de comer a los americanos ricos. Lo primero, por tanto, es poner en el mapa de los americanos ricos nuestro pequeño país de grandes cocineros, mediocres futbolistas y encantadores valles. Del turismo de calidad depende, al parecer, nuestro futuro. Nuestra prosperidad depende de que muevan el culo esos americanos. ¿Y en qué consiste nuestra prosperidad? Seguramente en hacer como ellos, pero en sentido inverso: comer en Nueva York y volvernos a casa tan contentos. Vivir es pasar de un espacio a otro, ya lo decía Pérec, pero un buen día se cruza en tu camino el camión de la leche, o mejor: al camión de la leche se le acaba la gasolina y se termina el viaje hacia ninguna parte y descubres que en casa, al fin y al cabo, no se estaba tan mal.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_