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Reportaje:SALUD

El niño tiene estrés

Los más pequeños también padecen estrés, y las últimas generaciones, aún más. Los cambios en el modelo social y familiar, el exceso de exigencia o permisividad y la incomunicación son algunas de las causas. Nunca es tarde para detectarlo y pedir ayuda.

"Achúchales mucho", le respondió el catedrático de psiquiatría infantil Jaime Rodríguez-Sacristán a una joven madre primeriza que acababa de tener gemelos cuando ésta le preguntó cómo educar a sus pequeños para que crezcan sanos de cuerpo y mente.

Y añadió: "El amor y el cariño hay que expresarlos en sus múltiples manifestaciones: besos, abrazos, gestos de ternura, comprensión, alegría, generosidad, perdón y, cuando es necesario, disciplina razonada, no impuesta porque sí. Nunca hay que dar por hecho que nuestros hijos saben que les queremos. Es fundamental demostrárselo de mil y una formas".

La ansiedad y el miedo son, según los expertos, experiencias humanas universales desde el nacimiento y constituyen unos de los rasgos más relevantes de la personalidad. Aparecen en el normal aprender a vivir del niño, así como en las crisis vitales y en los momentos de dificultad, y brotan en situaciones de estrés que exigen procesos adaptativos a los continuos cambios a que estamos sometidos.

Generalmente, en las niñas son más comunes la ansiedad y la depresión, y en los niños, los trastornos comportamentales
Los nuevos modelos sociales están generando situaciones estresantes más sutiles, pero que provocan el mismo sufrimiento
Un estresado típico es el niño que se exige mucho porque así lo percibe de la educación recibida en la familia
El estrés encuentra un buen caldo de cultivo en familias con un elevado nivel de aspiración respecto a los hijos

El estrés no patológico es la respuesta del organismo que activa unos mecanismos de adaptación al entorno cambiante y cuya expresión varía en función de la personalidad, las experiencias vividas y las que están por venir.

María tenía que ser la niña perfecta: buenas notas, buenas amigas, una actitud intachable en cuanto a obediencia. Hasta el punto de que para ella todo estaba bien, sea lo que fuere, sólo si sus padres lo aprobaban. Su madre admite que no han sabido amarla: "Le exigíamos demasiado sin darnos cuenta, pero ella acusaba todas nuestras demandas y expectativas como una ineludible obligación moral. María era la mayor de cinco hermanos y siempre tenía que dar ejemplo. Todo estalló cuando tuvimos que cambiar de ciudad de residencia y en el instituto empezó a sacar malas notas. Fueron los profesores quienes nos pusieron en guardia y descubrimos que nuestra hija, siempre angustiada, se comportaba como nosotros esperábamos que lo hiciese y renunciaba muchas veces a ser ella misma".

Dos estudios, realizados sobre una muestra de más de 50.000 niños y adolescentes y publicados en diciembre de 2000 en The Journal of Personality and Social Psychology, se revelan en consonancia con otros análisis epidemiológicos al evidenciar que la ansiedad generada por estrés cotidiano está aumentando significativamente en las últimas décadas por los bajos niveles de adaptación social de muy diferente índole, el aumento en las tasas de divorcio, la soledad y la tendencia, a edades cada vez más tempranas, al consumo de alcohol y otras drogas.

Diana, colombiana de seis años, en apariencia es la niña más feliz del mundo. Ante los demás siempre está sonriendo, se muestra bondadosa y es sumamente receptiva a las muestras de cariño. Lleva desde octubre viviendo en Madrid con sus padres adoptivos, que la adoran y que sufren en los momentos en los que la pequeña se resiste a adoptar algunas de las nuevas normas de conducta.

"Según nuestras informaciones", cuenta el padre, un ingeniero de 38 años, "ha vivido en la calle en su país de origen y ha mendigado con su madre biológica, drogadicta. Además ha pasado por varias casas de acogida. Ahora, con nosotros, siempre se está debatiendo entre el amor por la libertad y la aventura y el temor a cualquier situación de provisionalidad y de abandono. Cuando planeamos los fines de semana, su eterna pregunta es: '¿Y después qué hacemos o adónde vamos?'. Cuando la dejamos en el colegio, nos implora: '¿Me prometéis que venís a buscarme?".

Su madre, de 35 años y profesora universitaria de literatura, relata que generalmente Diana se manifiesta como una niña agradecida: "¡Qué buenos sois! ¡Sois el mejor papá y la mejor mamá que he tenido! Os quiero mucho, porque todos los días me dais de comer y me lleváis al parque a jugar", les dice. "Pero si se enfada", añade la madre, "porque la contrariamos o la reprendemos cariñosamente por algo que no está bien, se enrabieta y dice que somos malos, que no la queremos y que quiere volver a su país, donde hacía lo que quería".

Esto último le ocurre a menudo a Mario, un niño polaco adoptado de 11 años. Vive desde hace un año en Sevilla con una madre soltera, médica de profesión, y la abuela. Aunque las quiere, siempre que se enfada con ellas añora su país y la vida de antes, según les manifiesta, y en estas ocasiones que no le agradan se muestra hostil ante cualquier modo de adaptación a su nueva vida.

Para María Jesús Mardomingo, jefe de psiquiatría infantil del hospital Gregorio Marañón de Madrid, estas reacciones son "totalmente normales durante un tiempo en que los niños se están adaptando a su nuevo mundo, a veces con dificultades, a pesar de que para los adultos la nueva situación sea mucho más favorable".

En realidad, el estrés se manifiesta siempre con ansiedad, a veces con depresión o incluso con trastornos del comportamiento, en relación con la personalidad de base y la situación que precipita el estrés. Generalmente, en las niñas son más comunes la ansiedad y la depresión, y en los niños, los trastornos comportamentales (reacciones agresivas, hostilidad, dificultad en las relaciones).

Aunque el estrés siempre ha afectado al ser humano desde el nacimiento, es en 1936 cuando Hans Selye, fisiólogo canadiense de origen austriaco, acuñó el término para describir el síndrome general de adaptación. En 1950 publicó su obra Stress, que ha tenido una gran trascendencia en la medicina moderna.

El organismo humano posee unos mecanismos propios que le permiten adaptarse continuamente a las distintas situaciones del entorno cambiante. En esos mecanismos adaptativos intervienen diferentes factores, uno de los más importantes es el eje hipotálamo-hipófisis-adrenal, que regula un gran número de reacciones neuroquímicas y hormonales y que tienen su expresión en síntomas y signos tanto físicos como psíquicos, según Jesús Fernández-Tresguerres, catedrático de Fisiología de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid.

Al activarse ese eje, el hipotálamo (una glándula neuroendocrina que se sitúa en la base del cerebro) libera endorfinas, hormonas que producen un efecto analgésico para paliar el dolor y proporcionar sensación de bienestar. La hipófisis (alojada debajo del hipotálamo) controla las glándulas suprarrenales (situadas sobre los riñones), que segregan dos hormonas, adrenalina y cortisol. La adrenalina acelera el ritmo cardiaco, regula la tensión arterial, genera energía y produce agresividad. El cortisol es la hormona que, además de modular el sistema inmunológico o defensivo del organismo, produce energía para la lucha o dispara los mecanismos para la huida.

Si tradicionalmente los factores más desencadenantes de estrés en los niños y adolescentes han sido las catástrofes humanas (guerra, terrorismo), las catástrofes naturales (terremotos, inundaciones), los secuestros, la violencia en el medio familiar y los accidentes y enfermedades en seres queridos o en sí mismos, los nuevos modelos de sociedad de las últimas décadas están generando en el día a día otras situaciones estresantes, tal vez mucho más sutiles e inadvertidas, pero que provocan la misma carga de sufrimiento.

Las nuevas formas de estrés obedecen al aumento en el número de divorcios y de familias monoparentales, la inmigración, los pequeños sin hogar, las adopciones, las hospitalizaciones de larga estancia o recurrentes, los frecuentes cambios de residencia o del entorno en donde el niño se siente arraigado o el poseer un cociente intelectual superior a 130 puntos (niños superdotados). Todo este conglomerado crea situaciones de confusión, inadaptación, desarraigo y desasosiego para unos seres inmaduros, especialmente vulnerables y en pleno proceso de desarrollo y crecimiento.

Mardomingo advierte del estrés solapado que pueden estar viviendo los niños en la más completa ignorancia de los padres. Tal vez el más común de estos casos es el del pequeño que se exige mucho a sí mismo, tanto en el colegio como fuera, porque así lo percibe desde la educación recibida en la familia.

El caso de Marta García-Sancho, abogada y directora de un gabinete de orientación familiar, también refleja un problema de adaptación. Sus dos pequeños (Pelayo, de nueve años, y Rodrigo, de ocho) están diagnosticados en el hospital de La Paz de Madrid como niños con altas capacidades o superdotados. Éstos se caracterizan, básicamente, por poseer un vocabulario y un uso óptimo del mismo para su edad; tienen una gran capacidad para el pensamiento y el razonamiento complejos; son inusitadamente hábiles para el pensamiento simbólico (habilidades matemáticas) y poseen una gran capacidad de análisis y de síntesis para establecer relaciones entre cosas y situaciones diferentes.

"Son niños muy… todo", resume gráficamente Marta. "No encajan en el molde de su entorno ordinario, que se les queda pequeño, por eso se aburren en el colegio e incluso fracasan escolarmente. Se perciben a sí mismos como distintos y se ven solos e incomprendidos. Recuerdo que, con tres años y medio, el mayor se levantó una noche de la cama y me dijo: 'Mamá, no puedo dormir. Es que mi cabeza no para de pensar'. Y a los seis me pidió que le llevara al médico porque se estaba volviendo turulato".

Marta es además una madre con una rica experiencia en sufrir el estrés de uno de sus hijos desde que nació y ayudarle a superarlo. Pelayo vino al mundo con una grave cardiopatía congénita y a los cinco días tuvo que soportar seis horas de quirófano, seguidas de dos meses de ingreso hospitalario en La Paz. "Yo no paraba de llorar", cuenta, "pero nunca cuando estaba con él en la UVI. Entre tubos, cables y demás aparatos, tenía que mantener el tipo, porque Pelayo me miraba fijamente a los ojos como con fiereza. A pesar de verle tan desvalido, mi niño me estaba dando una lección de saber luchar ante la adversidad y adaptarse".

Se calcula que en España hay unas 60.000 personas con una cardiopatía congénita que han sobrevivido gracias a los modernos avances de la cirugía cardiaca infantil. Bajo la apariencia de normalidad, la enfermedad ha sembrado en ellas una vulnerabilidad impuesta por los sufrimientos y limitaciones de haber nacido con un corazón roto.

"Baja autoestima, inseguridad y mucha ansiedad es la huella que esta enfermedad ha impreso en la personalidad de muchos de estos pequeños", afirma Marta. El año pasado dirigió en el madrileño hospital de La Paz un taller de resiliencia dirigido a padres de niños cardiópatas.

El término resiliencia tiene su etimología en el inglés resilience, que significa elasticidad y resistencia, y que procede a su vez del verbo latino resilire: saltar hacia arriba. Se define como la capacidad del ser humano para hacer frente a las adversidades de la vida, superarlas y ser transformado positivamente por ellas. Para los expertos, es parte del proceso evolutivo y educativo y debe ser promovido desde la niñez para ayudar a superar cualquier situación de adversidad.

El psiquiatra Francisco Alonso-Fernández, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid y presidente honorario de la Sociedad Europea de Psiquiatría Social, considera que esta habilidad, que puede adquirirse a través de los procesos de aprendizaje y socialización, permite un sano desarrollo y una proyección al futuro, a pesar de acontecimientos desestabilizadores, de condiciones de vida difíciles y de traumas infantiles graves.

"La teoría educativa de la resiliencia", explica el psiquiatra, "pretende sacar a flote lo mejor de uno mismo en cualquier proceso hostil y reforzarlo, es decir, poner los cimientos de una personalidad sana, segura y capaz de superar y salir fortalecida de las dificultades de la vida. Hay que forjar un lenguaje basado en: yo soy, yo tengo, yo estoy, yo puedo. En estas verbalizaciones se dan los distintos factores de resiliencia, como la autoestima, la seguridad en sí mismo, la convicción de que se es digno de ser amado y la confianza en que todo saldrá del mejor modo posible".

En su libro El talento creador, Alonso-Fernández estudia la personalidad resiliente de grandes hombres de la historia, como Platón, Carlos V, Ramón y Cajal, Kafka, Voltaire, Rousseau, Dickens, Víctor Hugo…

"Estas personas, que tal vez nacen y se hacen resilientes, con o sin la ayuda de otras, mantienen la capacidad para defenderse frente al estrés sin caer en la fatiga y además salir airosas y triunfantes de un proceso que podría haberlas hundido. Por tanto, si en una infancia infeliz se refuerzan los mecanismos de resiliencia, se garantizará un adulto más fuerte y seguro de sí mismo", añade el especialista.

Los niños hospitalizados de largas o frecuentes estancias son una presa fácil ante el estrés. En 1998, la Fundación La Caixa empezó a colaborar con las consejerías de Educación de todas las comunidades autónomas del Estado español, que por ley deben atender escolarmente a estos pequeños. En 2000, esta entidad sin ánimo de lucro firmó otro acuerdo para dotar de todo tipo de recursos y de avances informáticos a las llamadas ciberaulas. Por el momento hay pactadas 71 ciberaulas en 15 comunidades, y 30 ya están en funcionamiento. El hospital pone el espacio, y todo lo demás -material, recursos, personal voluntario, monitores- corre a cargo de la Fundación La Caixa. El proyecto ha sido diseñado por el catedrático de Pedagogía Pere Amorós y la subdirectora del área de investigación social de la Fundación La Caixa, Montserrat Buisán.

"Queríamos conocer", explica Buisán, "la realidad del niño enfermo ingresado y estudiar la forma de minimizar el posible impacto psicológico. Las ciberaulas están definidas para desviar la mirada del dolor y centrarla en el juego y lo lúdico". En estos espacios se reúnen hijos y padres "para hacer más llevaderos esos momentos difíciles", según los adultos. La mayoría de los niños tienen edades entre siete y 11 años, y bastantes de ellos son pacientes oncológicos. El personal sanitario del hospital también ha acogido con gran entusiasmo la iniciativa.

María Ángeles Barrieto, mamá de Carla, de tres años, conoce muy bien las ciberaulas del hospital Germans Trias i Pujol de Badalona (Barcelona) desde que a la niña le diagnosticaron una leucemia. "Allí hemos jugado mucho", dice, "y Noelia, la hermana mayor, de nueve años, soñaba con ir por las tardes a jugar con Carla y con otros pequeños. Para nosotros, las ciberaulas han sido en el ingreso de casi cinco meses un oasis en pleno desierto".

Como refleja la psiquiatra María Jesús Mardomingo en su libro Tiempos cortos, que recopila experiencias clínicas reales, las carencias que sufrimos en la infancia pueden dejar un vacío y una huella indelebles, que se expresan en miedo y ansiedad ante las nuevas situaciones difíciles que resultan ansiógenas y estresantes. Además, si no se atajan adecuadamente, se corre el riesgo de cronificación y de poseer de adulto una personalidad ansiosa y muy vulnerable al estrés.

Las tasas de prevalencia de estrés en la población infantil son tan variables que, según los autores y los parámetros de referencia, oscilan del 9% al 21%. Este amplio margen se justifica al considerar el problema desde una triple vertiente: la ansiedad como respuesta adaptativa fisiológica y normal; la ansiedad como síntoma de diferentes enfermedades orgánicas y mentales, y la ansiedad como una entidad psiquiátrica específica.

Las expresiones más comunes de esta última forma son las fobias (escolar, en la infancia, y social, en la adolescencia), el miedo a la separación y el abandono, los trastornos de ansiedad generalizada, el estrés postraumático (por un acontecimiento demasiado estresante: muerte de un ser muy querido, maltrato, falta de cariño) y el trastorno obsesivo-compulsivo.

"En los niños, los síntomas tienden a minimizarse", explica la doctora Mardomingo, "porque no suelen ser muy claros. Los padres no saben interpretar qué le pasa al pequeño, y sigue habiendo muchos prejuicios para llevar el niño al psiquiatra. Además es muy frecuente que los síntomas se somaticen mediante dolor abdominal, náuseas, vómitos, cefaleas, palpitaciones, sudoración, temblor, mareos y llanto sin explicación aparente. Sin embargo, los padres y educadores deben tener muy claro que el sufrimiento que genera en los pequeños es equiparable al que puede producir un problema serio en los adultos".

En la patogénesis del estrés existen componentes genéticos y hereditarios de personalidad, sobre todo cuando se dan determinados rasgos en el temperamento, como las conductas de inhibición y la timidez exagerada. También inciden directamente factores ambientales, como el alcoholismo o la depresión de uno de los progenitores, una educación demasiado permisiva o, por el contrario, demasiado rígida.

El estrés encuentra un mejor caldo de cultivo en familias con un elevado nivel de aspiración respecto a los hijos. Las expectativas puestas en el niño para que alcance objetivos que, en ocasiones, ellos mismos no pudieron lograr, son un factor de riesgo determinante. Igualmente aumenta la vulnerabilidad del pequeño cuando es sometido a una educación demasiado protectora, que intenta salvar al niño de todas las cosas desagradables de la vida, y ante una educación permisiva y contemporizadora, que accede sistemáticamente a las demandas del hijo y que suple los esfuerzos que sólo a él corresponde realizar.

En este sentido, los expertos alertan sobre las cada vez mayores exigencias a los niños en el rendimiento académico y en el número de actividades extraescolares (idiomas, informática, piano, ballet, deportes), en detrimento de algo tan fundamental para el desarrollo y el equilibrio emocional del pequeño como es el juego. Reivindican además las actividades lúdicas tradicionales, preferiblemente al aire libre, y que favorecen el contacto con otros niños y la práctica de ejercicio físico.

El susto que se llevaron los padres de Fidel cuando éste contaba con 15 años fue una buena lección para ellos. Le exigían demasiado a un hijo único en un hogar en el que el padre y la madre hacían lo que les daba la gana. "Tal vez esperábamos de él lo que nosotros no podíamos hacer. Y, entre otras cosas, teníamos puesta la esperanza en que sería un gran concertista de piano", confiesa su padre. Además Fidel se sentía acosado en el colegio por el mote de narizotas.

Ahora, con 17 años, relata: "Yo estaba preso, acomplejado. Mis padres no paraban de soltarme sermones y en el instituto las chicas ni me miraban y los chicos se reían de mí. Pasé mucho miedo, pero al final decidí desaparecer de casa una semana". Con la ayuda de un vecino de 25 años, permaneció encerrado en una buhardilla del mismo edificio donde vivía, a sabiendas de que sus padres, la policía y todo el mundo le buscaban.

"Cuando mi amigo Enrique me contó que mis padres estaban dispuestos a cualquier cosa con tal de encontrarme vivo, salí y confesé todo, sin miedo, porque ellos tenían mucho más miedo que yo. Incluso, en vez de regañarme, me pidieron perdón por no saber quererme", dice Fidel.

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