Un plan para Latinoamérica
Hay tres planes para América Latina: el de Estados Unidos, el de China, y el de la Unión Europea.
El plan norteamericano pasa por ser uno de los enigmas geopolíticos del presente; pero quizá no es tal. Desde la doctrina Monroe en 1823 hasta el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) de Bill Clinton, EE UU ha perseguido dos objetivos en la zona: preservar la seguridad nacional y ganar mercados. Una rectificación estratégica brusca después de doscientos años no tendría mucho sentido. Es verdad que Washington carece de la visión política de un interlocutor sólido con el que compartir las grandes decisiones de la globalización. Pero sí tiene un plan, y cuenta con los medios para llevarlo a cabo. El fiasco de la invasión de Irak ha acelerado lo que podría llamarse el Gran Mercado: una combinación de bajo perfil político y de blindaje de seguridad (lucha contra el narcotráfico colombiano, o acuerdos bilaterales de inmunidad frente a la Corte Penal Internacional) que facilitan los tratados de liberalización comercial con los países centroamericanos y caribeños. De la Guerra Fría, Washington ha aprendido a ser paciente; las piezas irán cayendo como un dominó, hasta hacer factible un ALCA a la carta: vía libre con cada uno de los países de la región, mientras persisten las barreras entre éstos.
Desde luego, el Gran Mercado afronta al menos tres riesgos: la revuelta de los perdedores del librecambio y de la inmigración; la tentación neocon de intervenir en la tercera región del mundo en reservas de petróleo y de gas tras Oriente Medio y Asia Central; o la oposición de los lobbies agrícolas en el Congreso estadounidense. Sin embargo, a la postre el plan podría imponerse a todos. La razón fundamental es que, como bien sabe el Departamento de Estado, América Latina es una entelequia: lo llama Hemisferio Occidental, pero quiere decir Caleidoscopio Occidental. Si en un par de décadas EE UU pacifica Oriente Medio y, como pretende el Pentágono, se asegura una relativa autosuficiencia energética, el camino quedaría despejado al sur del Río Bravo. México y los centroamericanos serían los Estados-satélite de prosperidad limitada. Tal vez en La Habana post-Castro y algunas megalópolis de Suramérica subsistan focos de terrorismo urbano. Pero las derivas neopopulistas quedarán neutralizadas mediante una sutil estrategia de contaminación informativa. Los viejos proyectos de integración -la Comunidad Andina, el Mercosur- o los anillos energéticos, se habrán agotado por falta de impulso político. Fracturado el continente, será el momento para el hegemon benigno de lanzarse a vertebrar América Latina a su imagen y semejanza. Washington cumpliría el objetivo: mantenerse dentro, alejar a China, y someter a Europa (To keep the Americans in, the Chinese out, and the Europeans down).
Por su parte, el plan chino es estrictamente egoísta. Carente de contrapesos políticos internos, China practica el agnosticismo respecto a los derechos y libertades en Latinoamérica. Su apoyo a Brasil como miembro permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas no tiene otro objeto que contrarrestar a Washington y dividir la región con los celos de Argentina y México. Quiere a América Latina por el petróleo, el gas, el oro, o el cobre. En un par de décadas de rápida industrialización, reducirá notablemente su demanda de materias primas, y se situará en la región, pero no con ella. Para entonces, ¿habrá sido capaz Latinoamérica de aprovechar el tirón asiático para dar el salto tecnológico y diversificar sus exportaciones con productos de mayor valor añadido? Difícilmente, ya que la expectativa china es acaparar el grueso de la inversión extranjera. China se mostrará implacable con todos sus rivales emergentes: hacia 2040 el Imperio del Centro habría tomado definitivamente la cuenca del Pacífico. La diáspora de los negocios colonizará las finanzas, la energía y las telecomunicaciones, desplazando los capitales español y norteamericano, y reduciendo la comunidad iberoamericana a una mera efeméride cultural.
Finalmente, está el plan de la Unión Europea (o más bien, del Parlamento Europeo): la llamada Asociación Estratégica Birregional. Por experiencia histórica, Europa comprende que, incluso más que la apertura de los mercados o la cooperación en la lucha contra el crimen organizado, lo que necesita la región es sentar las bases para la reforma institucional y la cohesión social. Y sin embargo, la UE no tiene la voluntad política ni el dinero suficientes para acometer un proyecto de tal envergadura histórica. Su posición declinante con respecto a Asia y EE UU le impide erigirse en federador externo para la integración latinoamericana. Con un presupuesto de poco más del 1% del PIB comunitario hasta por lo menos después de 2013, un Estado del Bienestar averiado, y la atención puesta en las fronteras del Este y del Mediterráneo, la Asociación Estratégica puede quedarse en un mero voluntarismo. La creciente distancia entre un ambicioso discurso y la triste realidad de los subsidios agrícolas o la ralentización tecnológica, augura una pérdida progresiva de influencia política y de mercado en Latinoamérica en favor de EE UU. Hay poco margen de maniobra para que Europa aproveche el impasse momentáneo del ALCA.
¿Cuál de los tres planes prevalecerá? En la década crucial que va hasta 2015, el crecimiento del PIB latinoamericano podría no superar el 5%: una cifra insuficiente para reducir la pobreza, cohesionar la sociedad, avanzar en la integración regional, y dar el salto tecnológico. Desde el punto de vista español, el plan europeo supone la última oportunidad geopolítica para alcanzar un peso político y moral a gran escala; pero también para barajar las cartas en la partida con las empresas norteamericanas y chinas. Hay una ventaja política para España, y es que está mejor capacitada que EE UU para entender el fenómeno neopopulista y relacionarse con sus gobiernos. Sabemos que la desigualdad o el caudillismo tienen cura, que es posible salir de ahí si se construye bien desde la base, sin necesidad de gran violencia interna, sin acoso exterior. En este sentido, cabe pensar un cuarto plan, propiamente el de América Latina, a partir de un planteamiento muy distinto del problema. Tal vez, un excesivo énfasis en las recetas macroeconómicas, la deuda externa, el comercio, o la globalización, ha relegado en las últimas décadas la tarea política fundamental que está pendiente: instaurar un contrato social entre gobernantes y ciudadanos, entre las élites y los excluidos, que ponga fin a la inseguridad y vincule la democracia con la equidad. Una vez hecho esto, el siguiente paso sería identificar los programas para la integración regional y el aumento de la inversión, interior y externa. A partir de ahí, los avances sólo serán posibles si los líderes latinoamericanos fijan un horizonte de unidad política, por difuso que sea. España y Europa podrían ayudar; pero es todo un continente el que tiene que confiar en sus propias fuerzas.
Vicente Palacio de Oteyza es coordinador del Observatorio de Política Exterior Española (Opex) de la Fundación Alternativas.
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