_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Sueños de una nación bilingüe

Ariel Dorfman

El alma nacional de los Estados Unidos, manifestó hace unos días George W. Bush en una conferencia de prensa, está en peligro de perderse.

El presidente norteamericano no se estaba refiriendo, por cierto, al menoscabo que ha sufrido la democracia en su patria a partir de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, ni tampoco al uso y justificación de la tortura por parte de sus agencias de inteligencia, ni menos estaba preocupado de lo que puede ocurrirle a un país que invade naciones lejanas esgrimiendo razones fraudulentas. Más bien, aquella amenaza al alma nacional proviene, según Bush, de... una canción.

¿Una canción?

En efecto, una versión en castellano del himno nacional norteamericano creada por un grupo de intérpretes latinos y transmitida por radios hispanas con gran desplante bajo el título de Nuestro Himno; eso es lo que provocó la inquietud de Bush. Y de tantos otros, como los senadores Lamar Alexander (republicano derechista) y Edward Kennedy (liberal de izquierda), que advirtieron que también creían que The Star Spangled Banner debía entonarse exclusivamente en inglés. Comentaristas y académicos fueron más tajantes, acusando a la tonadilla culpable (nada más y nada menos) de profanar un icono de la identidad nacional.

A primera vista parece una insensatez tamaño enfurecimiento por una mera transcripción de un himno nativo. Mal que mal, en un momento de tanto desprestigio internacional de los United States of America, los anglo-americanos deberían estar felices de que artistas provenientes del extranjero tengan ganas de realizar un homenaje, en cualquier idioma, a la bandera norteamericana, precisamente esa star spangled banner que tan asiduamente se quema a lo largo y ancho del planeta. El problema, reconozcámoslo, es que tal homenaje se está llevando a cabo en castellano. Es improbable que los patriotas estadounidenses montasen en cólera si hubieran aparecido, pongamos, versiones en navajo o inuit o albanés, o si alguna banda musical delirante quisiera resucitar y grabar hoy las traducciones al yiddish o al latín del himno que se realizaron, según se rumorea, en Nueva York en el año 1860.

La razón por la que Nuestro Himno suscita tanta indignación es evidente. Las calles de los Estados Unidos no están atiborradas de esquimales o albaneses protestando una ley que los discrimina, ni menos colmadas por una caterva de estudiosos de la lengua de Virgilio exigiendo que no se los deporte. Lo que sí ha resonado recientemente en las calles de Los Ángeles y Atlanta, Chicago y Nueva York fueron las voces de centenares de miles de hombres y mujeres que reivindicaban una amnistía para los doce millones de trabajadores indocumentados que viven ilegalmente en los Estados Unidos. Y la lengua en que vociferaban sus demandas era el mismo castellano sacrílego de Nuestro Himno.

No es extraño, entonces, que esta versión de The Star Spangled Banner haya engendrado tanta alarma. Hace patente que, adentro de sus cuerpos morenos y sudorosos, aquellos mojados han traído de contrabando a El Norte el vocabulario vivaz y la gramática iluminada de Octavio Paz y Miguel de Cervantes. No habían cruzado la frontera tan sólo para trabajar, colocar ladrillos, cambiar pañales, lavar platos, cosechar tomates, producir el pan de cada día, trabajar, trabajar, trabajar. ¡My God, también estaban haciendo uso de la palabra!

En inglés, claro que sí. Es lo que desean para sus hijos los padres y las madres que emigran a este país. Lo que diferencia a estos recién llegados a las orillas norteamericanas de generaciones anteriores es que no están dispuestos a renunciar a su lengua materna. El castellano no va a desvanecerse como el noruego o el italiano o el alemán lo hicieron durante olas asimilatorias anteriores. No únicamente se susurra entre los miembros de la minoría más grande de los Estados Unidos, sino que encuentra expresión simultánea en la boca y en los sueños multitudinarios de muchos millones de latinoamericanos que habitan ese inmenso Sur tan angustiosamente vecino. El castellano, la primera lengua europea en escucharse, después de todo, en estos territorios de nuestra América, ha llevado a cabo su retorno triunfal y esta vez tiene la intención de quedarse para siempre.

Creo que son estas circunstancias las que explican por qué se ha recibido con tanta aprehensión a Nuestro Himno. Al infiltrar a uno de los símbolos más pertinaces de la identidad norteamericana con sílabas nerudianas, esta adaptación de The Star Spangled Banner ha cometido una transgresión imperdonable, pregonando algo que han temido muchos anglo-americanos durante décadas, sin querer reconocerlo: el hecho de que su país se encuentra en vías de transformarse en una nación bilingüe.

Si tengo razón, y dentro de poco los Estados Unidos van a ir articulando su identidad en dos idiomas inevitables, surge la pregunta igualmente inevitable: ¿cómo habrán de reaccionar a un desafío tan monumental los ciudadanos del país de Washington y Lincoln?

Una posibilidad, por supuesto, es que haya una virulenta réplica chovinista: más hombres que se unen a las milicias paramilitares que vigilan la frontera con México, más llamadas a construir un muro impenetrable en esa frontera, más presión para deportar a los "ilegales", más oposición a la educación bilingüe en las escuelas.

Pero otros afirmarán que los Estados Unidos se han construido, a lo largo de su historia, en torno a los valores de la diversidad y la tolerancia, y que en un momento en que de veras se está poniendo a prueba el alma nacional, en un momento en que se encuentran en peligro de ser sacrificados en el altar de una falsa seguridad los ideales democráticos que constituyen el corazón mismo de la identidad nacional, la actitud más valiente y también más lúcida sería acoger en forma jubilosa al castellano, con todas sus maravillas, a ese debate y a esa lucha.

Mal que mal, en estos tiempos de crisis, ¿quiénes pueden aportar más a la búsqueda de una solución creativa que aquellos inmigrantes empobrecidos que lo han arriesgado todo, cruzando desiertos y pantanos, para vivir el american dream? ¿Acaso no están siguiendo las huellas de los fundadores de esta república, sonando como ellos, en su idioma nativo, en el idioma que sea, una patria más abierta y compasiva?

Ariel Dorfman es escritor chileno. Su último libro es Memorias del desierto.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_