Rusos y alemanes
Todos los europeos han de desear por propio interés que Rusia y Alemania, las dos grandes potencias históricas de Europa central y oriental, tengan buenas relaciones bilaterales. Los conflictos entre estos dos gigantes siempre derivaron en catástrofe para todos, grandes y pequeños, en el concierto europeo e incluso mundial. Pero tampoco puede extrañar a nadie que sean muchos los atemorizados cuando estos dos países se llevan excesivamente bien, porque demasiadas veces, y algunas muy recientes, sus acuerdos se han basado en ignorar o atropellar los intereses de los vecinos.
El encuentro entre la canciller alemana, Angela Merkel, y el presidente ruso, Vladímir Putin, en la siberiana ciudad de Tomsk no debiera levantar suspicacias de nadie. Lo que no quiere decir que esta cita sea un asunto meramente bilateral, porque obviamente no lo es. La Rusia de Putin no es ya un Estado en crisis que busca ayudas para reformarse hacia una democracia homologable a las europeas, sino más bien un poder consciente de la fuerza que le confieren sus enormes reservas energéticas y el inmenso precio actual de las mismas. Un precio que sólo es susceptible de aumentar y que confiere una insuperable carta estratégica a una Rusia poco escrupulosa con muchos valores que Europa considera innegociables.
La Alemania de Merkel es mucho más consciente que la de Gerhard Schröder de los riesgos que la deriva autoritaria de Moscú supone para Europa, con la ingente capacidad de presión política y económica que obtiene de su monopolio en el suministro de petróleo y gas a amplias regiones del continente, como bien se ha visto en Ucrania y Bielorrusia. Antes de la visita de la canciller alemana, Putin deslizó una advertencia que sonaba a amenaza: si Europa dificulta las operaciones del gigante gasístico Gazprom, Rusia podría encaminar su potencial gasístico hacia dos de sus enormes vecinos, India y China, convertidos hoy en los mayores demandantes de productos energéticos.
El Gobierno de la gran coalición alemana bajo Merkel es más solidario y comprensivo con aquellos países que, por razones históricas, consideran que todos los pactos de Alemania con Rusia, si no son de alguna forma compartidos, suponen un riesgo para la seguridad propia. Muchos de estos temores son tan infundados como comprensibles.
BASF y Gazprom tienen muchos intereses en común y un gran potencial de cooperación. Pero los intereses del capital privado alemán debieran encontrar en el Gobierno de Merkel un factor corrector en sus relaciones con el capitalismo de Estado refundado por Putin. Moscú tiene buenas razones para bailar en solitario con Berlín en cuestiones estratégicas. Pero Alemania debe saber que las seducciones de tan poderoso compañero han de ser muy bien explicadas a sus socios en la UE para evitar suspicacias que resultarían dañinas.
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