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COLUMNISTAS
Columna
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Fe de erratas

A las siete de la mañana del domingo, mientras trato en vano de escapar de una pesadilla en la que soy víctima de una salvaje crisis de orgullo debida a la consciencia espantosa de la insignificante fugacidad de mi ser y de la infinita eternidad del universo, suena el teléfono. Es mi madre. Durante un segundo de beatitud pienso que su instinto de madre le ha dicho que su hijo la necesitaba, pienso que ella nunca me ha fallado, pienso que últimamente la tengo muy abandonada, pienso que mañana mismo me haré tatuar en el brazo: "Amor de madre". "Acabo de leer tu artículo de hoy", dice y, porque sé que le va a costar un esfuerzo hercúleo levantarme la autoestima, la gratitud está a punto de hacer que se me salten las lágrimas. "Menuda mierda: has confundido a José Calvo Sotelo con Joaquín Calvo Sotelo, a un político mediocre con un dramaturgo mediocre, aunque éste por lo menos escribió La ciudad sin Dios, que no está mal. A eso lo llamo yo una chapuza". Preguntándome si no debería colgar en el acto y dejar de hablarle para siempre, comprendo que si no reacciono de inmediato no conseguiré sobrevivir al interminable domingo que se avecina, así que me incorporo en la cama y, haciendo un esfuerzo sobrehumano, trato de quitarle hierro al asunto: le digo que se trata de un error sin importancia, que escribí el artículo deprisa y lo envié deprisa al periódico, que un desliz lo comete cualquiera, le hablo del libro de una ilustre erudita donde se mencionaba la novela de Apuleyo El ano de oro y de aquel otro ilustre erudito que hablaba de que los protagonistas de un relato estaban "devanándose los sexos", y hasta de aquella errata celebérrima con la que nos reíamos nerviosísimos en clase y que consistió en cambiar por una "o" la penúltima vocal de la frase siguiente: "La marquesa frunció el ceño". "Quandoque bonus dormitat Homerus", remato y, para que no haya dudas, traduzco el verso al castellano. "¿Se puede saber para qué me traduces el topicazo de Horacio?", replica mi madre. "Aquí la que sabe latín soy yo; tú sólo sabes latinajos: pues anda que no me habré yo chupado misas en latín. Además, a mí Homero me la sopla: pero, hombre, si ni siquiera se sabe si existió".

Entonces, furioso y dispuesto a vender muy caro mi pellejo, le pregunto a mi madre si no sabe que, por bueno que sea, no hay libro que no contenga algún error, le pregunto si también se la soplan Kafka y Cervantes y, sin esperar respuesta, le digo que al principio de la primera novela de Kafka, América, a la entrada de Nueva York la Estatua de la Libertad enarbola en el brazo una espada, y no una antorcha, y que, en algún momento de la primera parte del Quijote, se dice que Sancho ha perdido su asno y luego aparece sin él, pero no se narra cómo y cuándo desapareció el animal, y que algunas páginas más tarde el escudero vuelve a andar sobre el asno sin que Cervantes cuente cómo y en qué momento lo recobró. Al otro lado de la línea se hace el silencio; luego oigo un suspiro; luego, el chasquido de un encendedor, y me pregunto si mi madre habrá prendido el primer porro del día. "Qué cruz, Señor", dice por fin. "No dices más que tonterías. Para empezar, América no se titula América, sino El malogrado: lo de América se lo puso Max Brod, que hacía lo que le daba la gana. Pero si hubieras leído el Génesis sabrías que lo de la espada no es un error. La espada es la del ángel del Edén, el que expulsa de allí a Adán y Eva por probar la manzana, igual que los padres de Karl Rossman expulsan a su hijo de Europa por haberse dejado seducir por una criada y haber tenido un hijo con ella. O sea, que la Estatua de la Libertad es en realidad un ángel justiciero: es natural que lleve una espada, ¿no? En cuanto a Cervantes, no te consiento que te metas con él. Sí, claro, mucha gente se ha burlado de lo del asno de Sancho, incluido el chulo de Lope, que podía haber reparado en la viga que llevaba en el ojo, así que el pobre Cervantes, que atribuyó el error a un descuido del impresor, tiene que explicar en la segunda parte del Quijote, burlándose de sus detractores, quién fue el ladrón del asno. Pero si en vez de reírte de las tonterías de Paco Rico lo leyeras en serio, sabrías que lo que dice Cervantes del impresor no es una excusa sino la pura realidad: lo más probable es que a última hora, justo antes de publicarse el libro, Cervantes quisiera suprimir el robo del asno, pero el impresor no eliminó del todo las referencias a ese episodio, de forma que acabó apareciendo el pegote. Así que ya ves", concluye mi madre, "De errores, nada. Y cuando uno es tan necio o tan incompetente como para cometerlos, se pide de inmediato perdón. O sea, que ya estás escribiendo un artículo disculpándote como Dios manda. Es lo menos que puedes hacer". En ese momento comprendo la realidad: mi madre no me ha despertado; sigo dormido y he cambiado una pesadilla espantosa por otra pesadilla más espantosa todavía: mi madre acaba de convertirse en un filólogo puntilloso y un crítico literario sediento de sangre. "Bueno, ¿vas a escribirlo o no?", me urge mi madre. Agonizando, sintiéndome una ínfima partícula de polvo en el silencio de los espacios infinitos, me digo que en cuanto lo diga despertaré, así que digo: "Sí, mamá". Pero no me despierto.

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