Itinerarios literarios
Un nuevo Día del Libro, o semana, o lo que sea: cuanto más dure, mejor, a pesar de que el frenesí que envuelve estas fechas de estimulación a la lectura resulte menos placentero que los paseos entre libros de antaño. Pero la mejor forma de pasear, en literatura, es recorrer las páginas, penetrar los mundos, dejarse fascinar por las geografías que ofrecen y ocultan. Lo otro, pasar entre tenderetes, detenerse, comprar, pedir firmas, oler a rosas que ya no huelen -pero la evocación olfativa añade el perfume, faltaría más-, disfrutar de los encuentros, del furor de la masa consumista ¡de libros, aleluya!, en las calles, las terrazas de librerías, los grandes almacenes, la Rambla: eso es el aperitivo. Apenas la preparación del viaje.
Me gusta mucho recomendar libros, en estos días y siempre, pero hoy tengo lo que en información llamamos percha. Día del Libro, Fira de Sant Jordi, palabras cercanas, de mercado, de vecindad, de comunidad. Y, en lo que a mí respecta, cuatro paseos; o no, digamos mejor cuatro experiencias, cuatro aventuras a su vez múltiples, cuatro países que proponerles, de entre lo mejor que he leído muy últimamente. Cuatro autores, cuatro mentes, cuatro mundos.
Para empezar, el mundo siempre enriquecedor, tan único, de Cristina Fernández Cubas: Parientes pobres del diablo. África, México, la Vejez. No voy a contarles más, sólo que por ahí se metan para encontrarse con algo que va más allá de los territorios enunciados, va hacia adentro de nosotros mismos, que es donde mueven sus ramas los árboles bien enraizados. Una prosa tan exacta y tersa que potencia lo oscuro; y esa alegría interior, esa alegría distinta, original, tan de Cristina.
Para seguir, el Tango. Una danza de piernas bellas y fuertes y de historias entrecruzadas bailada apretadamente con el Tiempo por la escritora argentina Elsa Osorio, que ya deslumbraba con su anterior novela, A veinte años, Luz, y que es una mujer menuda de cuerpo, valiente de espíritu y con mucha literatura que ofrecer. Saga de dos familias, epopeya porteña, amilongada. Toda una inmersión en un mundo que amamos, o deberíamos.
Francisco González Ledesma, con su autobiografía (úsese escépticamente el término: el propio autor le quita pomposidad) titulada Historia de mis calles, entrega una memoria que no por personal resulta menos colectiva. Aunque el veterano escritor -periodista hasta la médula, hoy jubilado: pero de ese mal uno no se jubila nunca-, ganador del Planeta y uno de los reyes de la novela negra asfaltada en la vieja Barcelona; aunque González Ledesma, decía, tiene una vida tan larga y ancha y rica que le hace muy especial, el mundo que refleja, mientras recorre sus recuerdos y describe a las personas que los pueblan, es nuestro y bien nuestro. Nos lo devuelve, nos lo recuerda, y contado por su voz adquiere caracteres de historia, con h chica y con H grande, historia del pueblo y de las personas que lo formaron y que sufrieron. Y de sus calles, que son en gran parte las mías, pero cuyos secretos él me descubre para que las contemple con ojos nuevos. Garboso e impecable, Paco González Ledesma. A la vez que implacable.
Acabo con Moira, país imaginario que nos pertenece también, sobre todo a quienes ahora tenemos entre 50 y 65 años: el país de nuestra juventud, en donde todo pudo ocurrir y que se acabó yendo a este carajo, y que, sin embargo, mereció la pena vivir. Moira está en Detrás del hielo, la nueva novela que Marcos Ordóñez ha escrito impulsado por un romanticismo conmovedor y una fe infinita en la necesidad de los sueños. Es también una historia de amor a tres, de amistad; una historia que palpita bajo esa luz irrepetible que cuaja en los jóvenes cuando se lanzan a vivir creyendo que el futuro será mejor, será posible. Todos, o al menos todos aquellos que me acompañaron o estuvieron más o menos presentes en los sesenta y setenta de la historia europea, forman parte de Moira, amarán en Moira y llorarán por Moira. Sin ranciedades de filmotequeros casposos, con luminosidad, con amable y herida melancolía.
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