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Columna
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La sordera de Rumsfeld

Cuenta Roy Jenkins en su magnífica biografía sobre Winston Churchill, maltratada en su traducción española, una ilustrativa anécdota sobre el carácter del líder británico que, trasladada al Washington actual, bien podía haber sido protagonizada por el secretario de Defensa americano, Donald Rumsfeld. Debatía el gabinete de guerra, presidido por David Lloyd-George, la apertura de un segundo frente en Turquía durante la I Guerra Mundial, operación defendida ardientemente por Churchill, entonces primer lord del Almirantazgo. La idea, impecable desde el punto de vista teórico, terminó en lo que se conoce como el desastre de Gallípoli. En un momento del debate, Churchill dijo no comprender el punto de vista de los demás asistentes a la reunión. Con su tradicional ironía galesa, Lloyd-George replicó: "Lo entendería si admitiese que una discusión es algo más que un monólogo".

Las críticas realizadas en los últimos días por varios generales, ahora en la reserva, pero anteriormente con mando directo de tropas en Irak, contra la estrategia diseñada por Rumsfeld en la posinvasión de Irak evidencian un paralelismo con la actitud de Churchill en Gallípoli. Como Churchill con sus compañeros de Gobierno, Rumsfeld oye a sus generales, pero no les escucha. Simplemente, los ignora. De nada sirven las defensas interesadas que han hecho del secretario de Defensa el ex presidente de la junta de jefes de Estado Mayor, general Richard Myers, o el segundo jefe del Mando Central, responsable de las operaciones militares estadounidenses en Oriente Próximo, teniente general Michael DeLong, ambos en situación de retiro en la actualidad. Sus panegíricos de Rumsfeld suenan a autojustificación de sus propias posiciones. Y, sin duda, tienen menos peso en la opinión pública que las denuncias sobre la conducción de la guerra hechas por los ex comandantes de dos de las unidades de élite desplegadas en Irak, la Primera División de Infantería y la 82ª División Aerotransportada, generales John Batiste y Charles Swannack, o la de los generales Wesley Clark, antiguo jefe supremo de la OTAN, y William Eaton, responsable del adiestramiento de las nuevas fuerzas de seguridad iraquíes.

Tanto Myers como DeLong pretenden que, en todo momento, Rumsfeld atendió a las peticiones que, canalizadas a través del CentCom (el Mando Central), le fueron dirigidas por los mandos que operaban sobre el terreno. Pero lo que los generales citados critican es la imprevisión del Pentágono en la planificación de la ocupación de Irak tras el derrocamiento de Sadam Husein. Y esa falta de planificación fue un colosal error político del trío Rumsfeld-Cheney-Bush, y no militar. El propio general DeLong lo reconoce al admitir ingenuamente, en The New York Times, que "el resultado y las ramificaciones de una guerra son imposibles de predecir". En efecto, el mando político, con la aquiescencia de los colaboradores directos del secretario de Defensa, especialmente el jefe del CentCom y gurú militar de George Bush, general Tommy Franks, cometió algunos "pequeños errores", entre los que destacan (cito a DeLong) la prohibición del Partido Baaz, y no sólo de sus altos dirigentes, con lo que se creó un vacío administrativo absoluto; la disolución del ejército iraquí, en lugar de mantener en activo a sus cuadros no politizados, que eran muchos; y, en tercer lugar, la aceptación, sin un contraste previo, de las opiniones de exiliados, como Ahmed Chalabi, que ilusoriamente pronosticaban, tras el derrocamiento de Sadam, "una armoniosa alianza entre suníes, chiíes y kurdos". DeLong tiene razón en una cosa. Sería injusto hacer responsable del caos actual de Irak sólo a Rumsfeld. La Fase IV de la operación iraquí, en la que ahora estamos, fue presentada por el general Franks, y obtuvo la aprobación no sólo del Pentágono, sino también de los Departamentos de Estado y del Tesoro, del Consejo de Seguridad Nacional y de los miembros individuales del gabinete. La lástima es que Rumsfeld es uno de los secretarios de Defensa mejor equipados intelectualmente en la historia del Pentágono. Pero, como ha dicho un comentarista, su capacidad de remodelación de las fuerzas armadas le convertiría en un magnífico secretario de Defensa en tiempos de paz. Pero, ahora, EE UU está en guerra.

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