Ruidos y olores
Con una multa de 255.000 euros o unas vacaciones entre rejas de hasta seis meses ha amenazado un juzgado de lo administrativo a una joven pareja por alterar la tranquilidad nocturna y el sueño de su vecindario. La sentencia la dictó un juez de Rendsburg, allá en el norte de Europa en tierras acariciadas por la brisa del Báltico, hace unas pocas semanas, y la dieron a conocer varias agencias de prensa, debido a las razones en que se fundamentaba: los vecinos se habían querellado por el exceso de ruidos que la mencionada pareja emitía durante el combate amoroso. El vecindario desconocía seguramente aquellos versos de Pedro Salinas que indican que "los besos son de noche", y, sin misericordia alguna se querelló porque los ayes acampanados y los gemidos vehementes de los apasionados amantes les despertaban en la noche. El magistrado indicó en la sentencia que los ardores sexuales ruidosos no tienen que aguantarlos el resto de habitantes de la finca, y que la relación sexual no puede considerarse sin más un derecho de alquiler. Algo que, como es natural, hizo saber a la oportuna Asociación de Inquilinos.
Una sentencia de esa índole sería casi inconcebible en el País Valenciano, aunque tiene su lógica en nuestro entorno europeo, donde la tranquilidad nocturna es preceptiva, y donde a la permisividad de los excesos le ponen límites hasta los togados. Aquí la preceptiva sobre los ruidos y malos olores se altera a diario y no pasa nada. Según el Instituto Nacional de la Estadística, las viviendas valencianas encabezan la lista de las que soportan entre un treinta y un cuarenta por ciento más de la contaminación acústica permitida en territorio hispano, y no pasa nada o casi nada. La permisividad es la norma, aunque de vez en cuando nos llegue la buena nueva y escasa de que el Consell valenciano ha impuesto una sanción de 6.000 euros a un establecimiento de la calle Bad Salzdetfurth de Benicàssim por la demasiada música y alboroto nocturnos. Lo normal, aquí, es que los ayuntamientos miren hacia otro lado, y los munícipes encargados de respetar y hacer respetar las normativas sobre ruidos y malos olores encojan los hombros. Aquí no hay Rita Barberá que se sonroje leyendo el contenido de la carta que el vecino de la capital de los valencianos y de todas las modernidades, Vicente Gomar, publicaba el Domingo de Resurrección en páginas de este mismo periódico: un calvario de ruidos y un via crucis de desatinos permisivos municipales que alteran la vida de pacíficos ciudadanos. Como, al parecer, tampoco hay Alberto Fabra en la pujante capital de La Plana -donde las glosas laudarias propias a su labor de los conservadores gobernantes son más numerosas que los nombres en las letanías de los santos de la vigilia pascual- , tampoco hay, digo, alcalde Fabra que se entere en Semana Santa del rumor de las aguas fecales y poco saludables que se vierten sin controlar en el maltratado lecho del Riu Sec, a muy pocos metros de zonas habitadas. Desidia y permisividad -y nada tiene que ver esta última con la tolerancia que es una virtud y un valor cívico- en la región que marcha hacia el progreso y el desarrollismo con paso triunfal.
Quizás los 255.000 euros o seis meses de cárcel a los amantes de Rendsburg sean una amenaza judicial un pelín estricta a causa de unos jadeos sexuales más altos de lo que el amor normalmente requiere. Por estos pagos mediterráneos, los ayes acampanados del apareamiento carnal y los ruidos del fornicio darían pie entre el vecindario antes al humor que a una querella en los juzgados. Pero en otros ámbitos de la vida pública donde ruidos y olores dificultan la convivencia y la existencia entre el vecindario, las querellas o las sentencias judiciales se echan a faltar estos días; unos días de carreteras, motores, accidentes y retenciones para una mitad de la ciudadanía, y unos días que son o intentan serlo de descanso, recogimiento y silencio para el resto.
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