El ruido en la imaginación produce monstruos
Imagino que a estas alturas mis lectores habituales, cada vez que vean que escribo un nuevo artículo sobre los ruidos, se darán codazos, harán chistes y se dirán: "Este pobre hombre está trastornado". Yo mismo no lo descarto, y a veces quisiera ser más duro de oído, para no padecer tanto en este país, como saben, con una "contaminación acústica" sólo superada por la del Japón en el mundo. Así que, al fin y al cabo, algo de razón me asiste en mi desvarío. Vaya también en mi descargo que desde luego no soy el único por él atacado. Pero hoy no voy a hablar de esa clase de estruendos cuyos mayores culpables no son, sin embargo, los ciudadanos particulares por escandalosos que sean, sino los ayuntamientos, con el de Madrid al frente, perfecto y tradicional ejemplo de desconsideración hacia sus contribuyentes, votantes y representados. Sino de los extraños ruidos que al parecer hacen todos nuestros vecinos, sobre todo los de los pisos de arriba, al llegar la noche.
"A veces he creído que mis vecinos jugaban a las canicas"
No conozco a nadie, de hecho, que en algún momento de su vida, en alguna casa que haya ocupado, no haya estado convencido de que los vecinos del piso superior se ponían a arrastrar los muebles de madrugada, o a cambiarlos de sitio (incluidas las camas), y no una noche suelta, sino casi todas. Seguro que ustedes mismos tienen o han tenido esta sensación incomprensible. ¿Tan insatisfechos y dubitativos están respecto a la colocación de su mobiliario, que hacen pruebas incesantes, ahora el sofá aquí y los armarios allá, los sillones en aquel rincón y las mesas junto a la ventana? Aunque no es descartable que exista bastante gente en verdad indecisa sobre la disposición de sus alcobas y salones, es del todo imposible que sea tanta como para que a todos nos haya tocado sufrir a alguna. ¿Qué es lo que sucede, entonces? ¿A qué insondables actividades se dedican las personas a altas horas, sobre todo las que madrugan porque trabajan fuera o han de llevar a sus niños al colegio, y en modo alguno parecen bohemias?
Si uno tuviera que deducir sus vidas nocturnas a partir de los ruidos, se haría composiciones de lugar disparatadas. Ha habido casas en las que he creído que mis vecinos de arriba, llegada cierta hora tardía, se ponían a jugar a las canicas o quizá a la petanca, porque el sonido que me alcanzaba, inequívoco, era el de bolas rodando por el entarimado. Con otros me figuraba que, nada más volver de sus salidas, se les caían los botones al suelo o bien se les rompían unos cuantos collares de perlas, lo cual, dada la reiteración de ese ruido, me llevó a concluir que el marido y la mujer se los arrancaban mutua y respectivamente, quizá como prolegómeno. En un piso inglés (apropiadamente), durante un mes entero tuve la impresión de vivir debajo de las ancianitas de Arsénico por compasión, aquella comedia negra de Capra, sólo que en vez de matar, como ellas, mediante el silencioso veneno, los inquilinos se dedicaban durante la noche a descuartizar el cadáver de la jornada, tan semejante al de laboriosos serruchos era el ruido que armaban. En otra ocasión sentí que un hombre de edad, solitario y apocado, organizaba al anochecer grandes fiestas muy concurridas, por los numerosos pasos -incluso como pasos de baile- que desde abajo yo escuchaba; no era así, porque una vez cedí a la tentación de mi intriga y vigilé desde mis balcones la puerta de la calle, por la que no entró ni un desconocido, es decir, ni un solo posible invitado; lo cual no me impidió oírlos una vez más sobre mi cabeza, como si bailaran sin música y corretearan unos en pos de otros. Una amiga mía tuvo una vecina, durante años, a la que siempre veía entrar y salir con zapato bajo; una vez en su casa, sin embargo, y por el tipo de ruido que hacían sus pasos, estaba convencida de que se calzaba unas zapatillas con tacones y el talón al descubierto, a las que su imaginación no podía evitar añadir pompones para completar visualmente el cuadro: acabó persuadida de que aquella mujer, discreta y sobria, se resarcía por las noches poniéndose un negligé, esas zapatillas con tacón alto y borla y quizá ropa interior diabólica, aunque no fuera a recibir a nadie. Una vez pregunté, a unos jóvenes desde cuyo piso se oía un "papapam" sordo y continuado, como si manejaran una imprenta, y la respuesta fue más extravagante que lo imaginado: "Es que tenemos una destilería de whisky clandestina", dijeron.
A lo largo de los años algo más he averiguado: lo que tomamos por lunático arrastre de muebles se corresponde a veces con el extemporáneo paso de una aspiradora a tirones, o bien con un febril abrir y cerrar de cajones. Uno se pregunta, de todas formas, por qué nadie abrirá y cerrará los cajones de su cómoda a las tantas, no una ni dos, sino veinte veces, o por qué dará golpes sin cuento con una vieja aspiradora metálica. Por supuesto en España, donde casi nadie se acuerda de que existen los otros, no es raro oír martillazos en plena noche: es gente colgando cuadros o acometiendo reparaciones. Pero, acostumbrado a tantos ruidos inexplicables, uno tiene la sensación de que los vecinos de arriba están clavando ataúdes, y piensa: "Ojalá sean los suyos".
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