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Reportaje:75 AÑOS DEL 14 DE ABRIL

De fiesta popular a rebelión militar

No hay mejor manera de adentrarse en el vasto campo de la República española que la de sentir el aire de los tiempos, la sensación de lo entonces vivido, la fiesta popular que fue su origen, con todas las expectativas a flor de piel. Henry Buckley, un católico liberal -británico, naturalmente-, es una estupenda compañía para el comienzo de este viaje. Llegó a España con apenas 21 años, a tiempo de ver todavía a Primo de Rivera sujetando el trono; la abandonó con los exiliados que salieron por Cataluña huyendo del avance franquista. Vino pensando encontrar el país romántico, con los jóvenes pelando la pava al son de guitarras sobre un fondo de naranjos o limoneros; se encontró un erial ante la vista y a dos frailes sebosos y malolientes de compañeros de viaje. Al emprender camino a la frontera, una amarga pregunta le ronda la cabeza: ¿qué partido habría tomado Cristo en aquella contienda? Buen creyente, no se podía imaginar a Cristo del lado del poder y del dinero.

La explosión de expectativas alumbrada por la República venía preñada de potenciales conflictos
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LA HUELLA REPUBLICANA

Pero no estamos todavía al final: Buckley acaba de entrar en España y asiste desde el mes de enero de 1930 al "ataque final contra el feudalismo". Hubiera podido asistir además a otras cosas. Por ejemplo, a lo que Enric Satué llama años del diseño, cuando las creaciones de la vanguardia artística española se hacen de dominio público y de uso cotidiano, como muestra la espléndida colección de anuncios, envases, logotipos y toda clase de objetos recogidos en este volumen. Años también de vísperas a los que José-Carlos Mainer dedica un austral que revela su maestría en la reconstrucción de procesos culturales y en el manejo del detalle. Las ciudades -Madrid y Barcelona, pero también Valencia, Zaragoza, Tenerife, Málaga...- atraviesan un momento de densidad cultural en el que suenan fuertes las voces jóvenes que exploran nuevos caminos tras la pérdida de la inocencia vanguardista: un nuevo tipo de intelectual irrumpe en escena, que somete su libertad individual a la necesidad histórica en una singular mezcla, dice Mainer, de masoquismo y jactancia, de certidumbre y renunciaciones.

En ese mundo que alumbra, las

mujeres rompen las barreras que les impiden acceder a los derechos políticos. En las elecciones a Constituyentes sólo dispusieron de voto pasivo: podían ser elegidas pero no electoras. Para conquistar esta posición en un espacio político ancestralmente masculino, Clara Campoamor -recuerda Ana Aguado en su contribución a República y republicanas- respondió con un argumento inapelable a las reticencias de no pocos socialistas y republicanos de izquierda que temían el poder de los clérigos sobre la voluntad de las mujeres: la única manera de madurar en el ejercicio de la libertad es caminar dentro de ella, argumento por cierto compartido por Azaña cuando escribió: tiene razón la Campoamor: es una atrocidad negar el voto a las mujeres. No deja de ser también un signo de los tiempos que, como estudia Régine Illion, fueran asociaciones católicas de mujeres las más activas a la hora de montar campañas de movilización electoral.

Tiempos también de extraordinaria vitalidad periodística, aunque no aparezca ninguna mujer en la amplia antología de piezas de periodismo literario sobre cuestiones políticas compiladas por Javier Gutiérrez Palacio. Ausencia llamativa que no puede atribuirse del todo a unos criterios de selección que excluyen incomprensiblemente a periódicos, llamados de provincias, de tanta solera como La Vanguardia, Faro de Vigo o El Norte de Castilla. Es lástima porque el interés de la propuesta, y la calidad y variedad de los artículos seleccionados, se habría incrementado si otros periódicos y otras gentes -como Josep Pla, Gaziel, Josefina Carabias, Federica Montseny o Manuel Chaves Nogales- hubieran encontrado un hueco por el que asomar su pluma. La República era, en los años treinta, mucho más que Madrid y quienes escribían en periódicos y revistas no eran sólo hombres.

En todo caso, la lectura de lo que se escribía en los periódicos revela enseguida que aquella explosión de expectativas alumbrada por la República venía preñada de potenciales conflictos. "¿Y Madrid? ¿Qué hace Madrid?", fue la inquietante pregunta que se hicieron muchos socialistas en los días de octubre de 1934 porque, como Sandra Souto demuestra, si la convocatoria a la huelga general tuvo un seguimiento masivo, la acción insurreccional puso de manifiesto la debilidad de las milicias. Demasiado encorsetado en la teoría de la acción colectiva, el libro de Souto, formidable por la riqueza de la documentación y por su logrado intento de abarcar todo Madrid, campo y ciudad, llega sin embargo a la discutible conclusión de definir los sucesos de octubre como una acción colectiva insurreccional que intentaba seguir el modelo revolucionario bolchevique. Huelga general, milicias urbanas y soldados fuera de los cuarteles evocan más la tradición insurreccional española que la conquista del poder por una vanguardia revolucionaria, aunque en el discurso se marxistizara -como luego dirá Araquistáin- un poco. La huelga fue general pero la revolución -o lo que fuera aquella irresponsable llamada de "atención al disco rojo"- fue aplastada sin mayor dificultad que la surgida en tierras asturianas, donde una alianza sindical obrera ofreció mayor resistencia al ejército que los líderes sindicales encerrados en sus casas de Madrid o los pequeños burgueses asomados al balcón de la Generalitat. Pero los hechos de octubre demostraron que, desde fuera, la República no sería fácilmente destruida: ni fascistas ni bolcheviques estaban en condiciones de intentarlo. Lo que vino año y medio después ¿fue el colapso o más bien la derrota de una República asaltada desde dentro por generales que traicionaron su juramento de fidelidad al régimen?

El argumento resucitado por

Stanley Payne es que la República colapsó y que de ahí vino el golpe. Pero tan colapsada no debía de estar cuando resistió casi tres años la embestida de unos generales rebeldes masivamente apoyados por Alemania e Italia. Un colapso -dice Payne- que se habría gestado en la concepción patrimonial de la República por los republicanos, en la flagrante violación por éstos de los procedimientos democráticos y en la violencia desatada en la primavera de 1936 ante su pasividad, cuando no su complicidad, puesto que, según afirma, las autoridades republicanas renunciaron a reprimir a los revolucionarios con los que habían formado la coalición que les llevó al poder. Los datos de asesinatos, quemas de iglesias, incautaciones de propiedades y demás que ya entonces se esgrimieron en los debates parlamentarios vuelven ahora con la explícita intención de cargar sobre los mismos republicanos la culpa por el colapso de la República que habría hecho inevitable la intervención militar.

Muy diferente es el acercamiento de Rafael Cruz a los meses que siguieron a las elecciones de 1936. Un análisis detallado de las muertes violentas revela, entre otras cosas, que el 43% fueron causadas por las fuerzas de orden público y que el 56% de los muertos eran jornaleros agrícolas, obreros industriales, izquierdistas, mientras el 19% eran derechistas, propietarios o patronos. Lo más original de su trabajo radica, con todo, en atribuir a la construcción discursiva como "gran miedo" que de estos hechos realizaron los estrategas de la derecha, el papel determinante de la intervención militar. En las últimas corrientes historiográficas, la representación ha pasado a ser la razón última de los hechos; más aún, los hechos no son hasta que se representan. La guerra en España, concluye Rafael Cruz, fue "una lucha de identidades colectivas enfrentadas por obtener la condición de ciudadanía en exclusiva". Si se toma con un grano de sal esta tendencia a definir procesos sociales por la representación que de ellos se construye discursivamente, el libro de Cruz constituye el trabajo de mayor fuste de los publicados en fechas recientes sobre la rebelión militar de 1936 y la violencia política que le sirvió de antesala y que luego desbordaría todas las barreras.

Henry Buckley. Vida y muerte de la República española. Espasa Calpe. Madrid, 2004. 363 páginas. 25,90 euros. Enric Satué. Los años del diseño. La década republicana, 1931-1939. Turner. Madrid, 2003. 263 páginas. 19,90 euros. José-Carlos Mainer. Años de vísperas. La vida de la cultura en España (1931-1939). Espasa. Madrid, 2006. 232 páginas. 8,90 euros. María Dolores Ramos (editora). 'República y republicanas en España. Ayer'. Revista de Historia Contemporánea. Número 60. Javier Gutiérrez Palacio (compilador). República, periodismo y literatura. Tecnos. Madrid, 2005. 991 páginas. 48 euros. Sandra Souto Kustrín. "Y ¿Madrid? ¿Qué hace Madrid?" Movimiento revolucionario y acción colectiva (1933-1936). Siglo XXI. Madrid, 2004. 456 páginas. 22 euros. Stanley G. Payne. El colapso de la República. Los orígenes de la Guerra Civil (1933-1936). La Esfera de los Libros. Madrid, 2005. 613 páginas. 30 euros. Rafael Cruz. En el nombre del pueblo. República, rebelión y guerra en la España de 1936. Siglo XXI. Madrid, 2006, 403 páginas. 19 euros.

Proclamación de la II República en Madrid el 14 de abril de 1931.
Proclamación de la II República en Madrid el 14 de abril de 1931.ALFONSO / VEGAP 2006

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