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Columna
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Consejo al Consejo

Andrés Ortega

La Comisión de Derechos Humanos de la ONU, que degeneró a lo largo de los años, se hizo el haraquiri en Ginebra la semana pasada a los 60 años de edad, tras una última e insustancial sesión, cortando en seco lo que debían ser seis semanas de sesiones. Tuvo su época de esplendor. De ella nacieron la Declaración (que no tratado) Universal de los Derechos Humanos de 1948, dos grandes convenios sobre derechos políticos y civiles y económicos y sociales y varios otros de protección de mujeres y niños, o contra tortura y la discriminación racial. Pero pocos la echarán de menos, pues en ella acabaron sentándose países de tan bajo credencial democrático como, en su última composición, Libia, Zimbabue o Sudán. O en el pasado China, la Unión Soviética o Cuba. A La Habana la Comisión le daba una cierta vidilla diplomática, pues año tras año se planteaba la Resolución contra el castrismo. Al menos se han evitado en esta última y breve sesión los penosos cambalaches en los que uno se abstenía sobre Guantánamo a cambio de otro sobre la crítica a Castro, o se veía a Estados Unidos, o a otro, alinearse con alguna dictadura en contra de otra.

En su lugar, arrancará el nuevo Consejo de Derechos Humanos creado el pasado 15 de marzo por la Asamblea General de la ONU. Era una de las tres cuestiones en que quedó la gran transformación de la Organización planteada por su secretario general saliente a la cumbre onusiana de diciembre, es decir, lejos de las pretensiones iniciales de Kofi Annan, pero no por ello sin importancia.

Un consejo al nuevo Consejo: sea veraz. La primera prueba del algodón del nuevo Consejo vendrá con la elección de sus miembros: si entran flagrantes violadores de estos derechos, como en la Comisión, será un fracaso. El método de selección aprobado por la Asamblea General es novedoso: frente a listas cerradas de los grupos regionales que se daba en la Comisión, sus 47 (en vez de 53) miembros serán elegidos, el 9 de mayo, individualmente (aunque con cupos regionales), en voto secreto por dos tercios de los 191 Estados de la Asamblea, y tras la presentación de unas candidaturas, el 7 de abril, en las que los aspirantes han de demostrar "los más altos niveles de promoción y protección de los derechos humanos". Claro que no se han fijado criterios al respecto. Será curioso ver quiénes se presentan y cómo se les examina. ¿Podría ser la tortura un criterio básico para suspender? ¿O el grado de respeto a los convenios internacionales?

La segunda prueba consistirá en que, en caso de violaciones repetidas de derechos humanos en un país, y a petición del nuevo Consejo, la Asamblea General, de nuevo por sus dos terceras partes, realmente suspenda de membresía de la ONU al Estado en cuestión. Y la tercera medida del éxito vendrá de la mano de la universalidad e imparcialidad que ha de tener este Consejo que no será, por su composición, un tribunal del Norte frente al Sur, pues tendrá que denunciar también las eventuales violaciones de estos derechos en países occidentales. Viene a la mente el caso de Guantánamo, que se le ha escapado a la Comisión saliente, con lo que la suerte del informe que habían completado unos expertos sobre las torturas en ese campo de internamiento ha quedado en el aire.

EE UU, pese a su voto contrario, ha anunciado que apoyará financieramente a este Consejo, y muchos quieren que entre en la primera tanda de miembros. La oposición americana al órgano se debe en parte a la prevención general de la Administración Bush frente a la ONU, y aún más frente a la Asamblea General, en la que no tiene poder de veto. Pero también, en esto con razón, por el excesivo número de miembros y sus dudas sobre la efectividad de la nueva institución, que se reunirá tres veces al año. Ahora bien, que nazca una nueva institución, subordinada a la Asamblea General, es una demostración de que la ONU puede avanzar, incluso contra la voluntad de la hiperpotencia, aunque lo haga a paso de tortuga y le pueda adelantar la liebre de la realidad. aortega@elpais.es

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