El Detector de Ficciones
Cuesta mucho creer que a estas alturas los diarios, las revistas, las radios y las televisiones no cuenten, junto con la ya conocida figura del Defensor del Lector, o del Oyente, o del Espectador, con otra que parece aún más imprescindible y que también podría dar explicaciones de vez en cuando o bien no darlas en absoluto y que cada cual dedujese y entendiese. Esa figura sería la del Detector de Fraudes Informativos, o, por abreviar, la del Detector de Ficciones. Y tanto cuesta creer que no exista que cabe preguntarse si no interesa que la haya, y cumpla con lo que para alguna gente anticuada -yo incluido- sería una fundamental tarea.
Si no me equivoco en exceso, el periodismo empezó por ocuparse de lo que ocurría y era merecedor de atención por su importancia, excelencia, gravedad, anomalía, infamia, trascendencia o escándalo. Pero de lo que ocurría de veras, natural y espontáneamente, por el propio interés, diversión, altruismo, provecho o maldad de las personas. Bastante pronto, sin embargo, hubo ya periodistas que fabricaron noticias o se las inventaron, o las propiciaron, o las estiraron con artificio para que la curiosidad de los lectores se hiciera insaciable y explotar al máximo el filón que diera réditos y ayudara a vender ejemplares. Es decir, el fraude desde dentro de la prensa es seguramente tan antiguo como la prensa misma. Pero esto, al fin y al cabo, no sólo era fácilmente comprensible, sino que por lo menos estaba manejado por los profesionales del asunto, tenía sus límites y entrañaba sólo un relativo peligro, pues no se tardaba en ver a cada periódico su respectivo plumero. Por hacer una comparación no sé si buena, no es lo mismo que adultere droga alguien acostumbrado a ella, con nociones de química y sabedor de con qué no se puede mezclar una sustancia si uno no quiere provocar defunciones masivas, que si lo hace cualquier niñato que sin querer puede meterle algo mortal para los consumidores. Una cosa es el fraude cometido por el estafador resabiado que vende la mercancía, y otra muy distinta la ficción creada por el primer aficionado con acceso a los cargamentos.
"Si yo poseyera un periódico, mi Detector sería feroz"
Así, la función de ese Detector sería la de prevenir intromisiones e impedir que a los medios se les diera gato por liebre desde fuera (desde dentro es otra historia). Si yo poseyera un periódico, mi Detector sería feroz y no dejaría pasar ni una. Cada episodio o acontecimiento que él detectara como ficticio -esto es, organizado y llevado a cabo no por necesidad, gusto o codicia de sus autores, sino con el exclusivo fin de que apareciera en la prensa y las televisiones-, recibiría como castigo el más absoluto silencio, o a lo sumo una referencia breve en la que se explicaría por qué mi periódico no se hacía eco de ello. Hay millares de ejemplos de estas "noticias urdidas", pero baste con uno reciente: un buen número de jóvenes más o menos prehumanos -no hay más que ver cómo semihablan y lo que semidicen- decidió convocar macrobotellones hace unos viernes en las ciudades de toda España. En ningún momento han ocultado sus artificiales y aun fraudulentos propósitos. Sólo algunos particularmente miméticos y pardillos han soltado frases del tipo: "Joé, tío, tenemos derecho a pasarlo cojonudo", o "El mogollón nos mola". Pero la mayoría ha confesado sin ambages que se trataba no sólo de batir la marca de otros prehumanos pioneros de Sevilla, que fueron los iniciadores de la "tendencia" y reunieron a cinco mil cabezas bebedoras, que no cerebros, sino sobre todo de salir en la televisión por la magnitud del "fenómeno". "¿Vamos a permitir que los sevillanos salgan en el telediario y nosotros no?", clamaban al parecer los prehumanos granadinos, y a ellos los siguieron como ganado sus congéneres de todas partes. Y lo que no se entiende es que, estando tan claro el verdadero objetivo de algo que entraña grandes riesgos para los participantes e increíbles molestias y destrozos para el resto de los ciudadanos, los medios de comunicación, lejos de desactivar las ficticias intenciones no haciéndoles ni puto caso a esos jóvenes y obsequiándolos con un monumental silencio, se pasaran semanas, por el contrario, dándoles cancha en sus páginas y pantallas, caja de resonancia perfecta del festorro artificioso.
Lo mismo ocurre con los prehumanos adultos que se gastan dinerales en organizar chuminadas con el único objeto de que las recoja el nefasto Libro de las Imbecilidades conocido como Guía Guinness de los Récords. Si yo dirigiera esa Guía (Dios lo prohíba), nunca daría cabida en ella a nada de lo concebido y realizado con el solo afán de ser incluido. Y otro tanto sucede, por desgracia, con cosas mucho más graves: no son pocos los asesinatos gratuitos que se cometen tan sólo para "ser noticia", ni los atentados terroristas que nada más buscan el "eco mediático", y no hacer verdadero daño a los verdaderos enemigos. Hace ya mucho tiempo que las noticias están, en gran medida, no en manos de los directores y dueños de los diarios y las cadenas, sino de niñatos, espontáneos y megalómanos, que son quienes en verdad deciden, demencialmente, lo que ha de salir en la prensa, para entonces llevarlo a cabo.
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