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Crónica:BARCELONA MUSEO SECRETO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Árboles altos

"¿Le gusta este jardín, que es suyo? No deje que sus hijos lo destruyan". Esta famosa frase, que el cónsul Firmin lee una y otra vez hacia el final de Bajo el volcán, poco antes de ser asesinado a la puerta de una cantina asquerosa, la tengo grabada en la memoria como si la hubiera pronunciado una muy alta autoridad, aunque la verdad es que para hacerme leer otra vez a Lowry tendrían que atarme; con el patético, desconsolado cónsul, que esconde botellas entre los cactus de su jardín, no quiero saber nada.

Constatar cosas en negativo -Firmin repitiendo que "no es posible vivir sin amor"; o yo mismo observando el lomo de esa novela en la estantería, mientras pienso que no la releeré- es un ejercicio ocioso pero lleno de sorpresas, a veces incluso dilata el mundo. Si es cierto que "leer es releer", entonces yo no he leído todavía Bajo el volcán, que sigue siendo o ha vuelto a ser un objeto misterioso, otro continente ignoto en un mundo que se expande. Lo cual muy bien puede ser motivo de optimismo.

La frase de Lowry volvió ayer a mis labios al entrar en el antiguo jardín botánico, que se abre a la espalda del Palau Nacional de Barcelona y al pie de una escalera mecánica que transporta a los turistas hacia el área de los museos como si los llevara al cielo, contra el que se recortan sus siluetas ascendentes y optimistas, con sus camisetas de alegres colores y sus sandalias con calcetines, mientras que el jardín desciende, en empinada cuesta, por el hueco dejado por una antigua cantera, una de aquellas canteras gracias a las cuales Barcelona tuvo antaño una apariencia imponente de ciudad de piedra. Esa hoya profunda y espaciosa disfruta de un microclima húmedo que la ha convertido en el punto de encuentro de todos los pájaros de Montjuïc. Esparcidos por los bancos de la rotonda a la entrada había ayer un montón de adolescentes franceses haciendo pic-nic, mientras intercambiaban a voz en grito chorradas, que supongo es lo que apetece decir cuando uno es bachiller y le hacen estudiar la comediografía de Cornelio y demás pelmas del Grand Siècle.

Qué bien os comprendí, muchachos; tampoco yo trago con los alejandrinos. Sé que entre los adolescentes bárbaros y dañinos que nos visitan en hordas disfrazadas de grupos escolares, los franceses os lleváis la palma, pero respetad este jardín, que es vuestro. ¡Considera, Jean-Pierre, que esa mata de gruesas hojas, de color verde oscuro, con una flor naciente como un pan redondo en medio del cogollo, a la que acabas de tirar el envoltorio grasiento de tu bocadillo de gomoso jambon, es una cyca, planta elemental, prácticamente un fósil vivo que ya existía cuando los dinosaurios señoreaban la tierra! Olivos como estos, creciendo libres y no podados para el aprovechamiento de sus frutos o decoración de jardines, no los encontraréis en cualquier parte. Y es posible que no volváis a ver en ningún otro lugar del mundo esa planta pequeña a ras de tierra que tan desapercibida pasa, esa que tiene las hojas en forma de corazón y flores de cuatro pétalos blancos, que se llama Viola catalonica, o sea violeta catalana, pues al ilustre botánico Becker le parecía, al descubrirla, que aquella nueva especie que se encuentra por toda la región pero especialmente en la provincia de Barcelona, y más aún en los alrededores de la ciudad, era endémica, o sea exclusiva, de Cataluña. Planta acaulis, stolonifera, foliis rotundatis cum petiolis breviter pubescentibus... petala alba (¿semper?); petala oblongo-obovata, 12 mm. Longa et 4-5 mm. lata... Flor. In frebruario. Es posible, sin embargo, que esta violeta insólitamente blanca se encuentre también en Centroeuropa, pues hace unas semanas anduvo por el antiguo jardín botánico una delegación de sabios de la Universidad de Bratislava y les pareció que en Eslovaquia tienen ejemplares de la misma especie. Aquí la viola catalonica se encuentra en una parcela al pie del joven avellano que brota en haz y al que estos días le están saliendo las primeras hojas; a su alrededor crece una mala hierba mallorquina de flores intensamente amarillas y muy vistosas, que se llama fel i vinagre por el gusto ácido de los tallos, y cerca discurre un pie masculino de liana africana, como un tubo peludo y semicircular que serpentea durante más de treinta metros y se agarra a lo que pilla; ya ha estrangulado tres pinos con su abrazo letal, y ahora se dirige sin prisa pero sin pausa hacia una encina...

En fin, el lugar está lleno de pequeñas rarezas, que a mí me mostró el señor Montserrat, que dirigió muchos años el jardín; rarezas que sólo valora el que las conoce, y es en sitios así donde se entiende aquella sentencia del botánico aficionado Nabokov, que describía a uno de sus personajes en estos términos: "Como todas las personas poco observadoras, era un pesimista". Él estaba convencido de que no es posible ser un buen escritor sin conocer la naturaleza. Por eso yo esperaba encontrarme, abajo, en las profundidades de la hoya, allí donde brotan del suelo fértil y húmedo los árboles más altos de Barcelona -un ginkgo biloba, el árbol sagrado de los templos budistas; espléndidas encinas; una pterocarya híbrida, ya con los amentos florecidos; y unos fresnos de 40 metros de altura- a unos cuantos novelistas. Pues estos primeros días primaverales son los mejores para visitar este jardín secreto. Pero estaban todos en sus respectivas casas, escribiendo como fieras literatura urbana. A quien encontré, sentado en un banco como en un trono, fue al clásico desocupado de todos los jardines, el hombre solitario y sin suerte, con el diario Sport en el regazo, rumiando con leve angustia sus fracasos y con la mirada perdida en las copas frondosas de los árboles altos.

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