Un poco de misericordia, por favor
Una vez, los alcaldes de Pisa y Venecia se pusieron de acuerdo para contrariar de repente a los visitantes de sus ciudades, que durante siglos se han sentido por igual encantados tanto de Pisa como de Venecia, haciendo trasladar y erigir, en secreto y de la noche a la mañana, la Torre de Pisa en Venecia y el Campanile de Venecia en Pisa. Por desgracia, no pudieron mantener en secreto su propósito y, la misma noche en que querían transportar la Torre de Pisa a Venecia y el Campanile de Venecia a Pisa, fueron internados en un manicomio: el alcalde de Pisa, en el manicomio de Pisa, y el alcalde de Venecia, en el manicomio de Venecia. Al parecer, las autoridades italianas supieron llevar el asunto con total discreción.
La historia anterior no ocurrió de verdad: la inventó Thomas Bernhard. ¿Podría ocurrir de verdad? No sé. Lo que sí sé es que no hay gremio más denostado que el de los políticos. Y no sólo en la España actual; no se engañen: eso ha ocurrido en casi cualquier época y casi cualquier país; denostar a los políticos no es un insustituible deporte nacional: es un insustituible deporte universal. Dirán ustedes que no es imposible que muchos de esos denuestos digan más de los denostadores que de los denostados, y es cierto, pero eso no hace más que reforzar mi idea. De hecho, sería muy fácil compilar una antología de vituperios contra los políticos. Improviso una. A mediados del siglo XVIII, Jonathan Swift los acusaba de insolentes, corruptos y mentirosos, y, más o menos por la misma época, Voltaire le escribía a Federico de Prusia: "La palabra político significaba, en su origen, ciudadano; y hoy, gracias a nuestra perversidad, ha llegado a significar el que engaña a los ciudadanos". A finales del siglo XIX, Ambrose Bierce definía así la palabra política: "Medio de ganarse la vida preferido por la parte más degradada de nuestras clases delictivas". A mediados del siglo XX, Josep Pla declaró: "La sociedad se compone de un rebaño de ciegos guiado por un puñado de locos". Chiflados, delincuentes, mentirosos, corruptos e insolentes: la lista de insultos podría prolongarse indefinidamente. No digo que carezcan del todo de fundamento; afirmo que a estas alturas resultan tan cargantes como el cliché más cargante, y que además ignoran un hecho esencial. Fue Enzensberger quien hace casi quince años pidió, con coraje de pionero, compasión para los políticos. Nadie atendió su petición; el propósito de estas líneas es sumarme a ella. Porque, ¿cómo no pedir misericordia para la clase más desfavorecida (o una de las más desfavorecidas) de las sociedades occidentales, la llamada clase política? Entre nosotros, los políticos llevan una vida triste, sucia, angustiada y amarga. La mayoría son gente sin oficio conocido, que tuvieron que desatender sus estudios para abrirse paso a codazos en la brutal carrera de político. No son más zoquetes que los demás, aunque es cierto que les cuesta más aprender de sus errores, quizá porque la mayoría no tiene conocimientos técnicos y porque su horizonte mental está limitado por las próximas elecciones. Carecen de vida personal: viven permanentemente sometidos al tormento infinito y al infinito aburrimiento de las reuniones, y cuando no están reunidos se infligen sin la menor consideración la lectura de infinitos informes escritos en prosa repugnante; carecen de libertad de expresión, pues la disciplina de partido excluye la manifestación de cualquier idea propia, aunque al mismo tiempo les obliga a instalarse en una vacía locuacidad; se someten a la humillación de vivir a todas horas en el escaparate, haciendo exhibición constante de sí mismos y obligándose a participar en todo tipo de fantochadas, incluidas ferias folclóricas y procesiones de Semana Santa; carecen de tiempo para follar, para leer, para ir al cine, acosados como están por la tiranía de la agenda y completamente alienados, ignorantes de todo cuanto ocurre en la calle -y cuanto más alto suben, más ignorantes- y de cualquier sincera relación humana, prisioneros de los despachos y los coches oficiales y el pánico a las encuestas y a los compañeros de partido -mucho más despiadados que los adversarios- y también a un paro que, puesto que en su mayoría carecen de oficio, sólo puede ser sórdido y degradante, instalados sin descanso en una depresión que, con perfecta lógica clínica, se manifiesta en forma de euforia permanente, de ansia enfermiza de salir en la foto y de dolorosísimos delirios de grandeza y de genialidad personal, sabiendo que su único camino posible es el camino del ascenso y que cuanto más suban por ese camino más dura será la caída. Y todo este tormento infernal por un sueldo muy inferior al de muchísimos ejecutivos de muchísimas empresas, y sólo para saciar la pasión cretina de notoriedad y la pasión del poder, que son insaciables
En fin, ya digo que todo esto lo explicó hace muchos años y mucho mejor Enzensberger, pero -ya digo- nadie le hizo caso. Es hora de dejar los insultos. Es hora de tener un poco de misericordia, si no por justicia o por bondad, al menos por motivos prácticos. Porque imagínense que un día nuestros políticos cobran conciencia de la vida espantosa que llevan y deciden mandarlo todo al diablo. Imagínenselo. Ya me dirán entonces quién es el valiente que los sustituye.
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