Madurez misteriosa
Tras su belleza serena, esculpida con el paso de los años, late el talento de una actriz, intérprete de algunas de las películas más inquietantes de los años ochenta. Musa de directores como David Lynch, acaba de protagonizar 'La fiesta del Chivo', basada en la obra de Vargas Llosa.
Nació de una unión explosiva. Lleva en los genes talento del norte y genialidad del sur; un batido vitamínico que contiene mucho de la belleza serena de su madre, la actriz sueca Ingrid Bergman, y bastante del compromiso callejero de su padre, el gran cineasta italiano Roberto Rossellini. Puede que todo ello, más algunos colegios de monjas, una infancia romana, un matrimonio temprano con Martin Scorsese, 20 años poniendo la cara para ser la marca de una línea cosmética, su residencia alterna entre París y Nueva York y alguna película de culto como Terciopelo azul, de David Lynch, en la que se transformó en icono sexual con morbo, convirtieran a Isabella Rossellini en una mujer que plasma como muy pocas la idea de la sofisticación y el misterio.
"La intención de Vargas Llosa era reflejar cómo la tiranía afecta a los aspectos más íntimos"
"Recuerdo que cada vez que mi padre iba a empezar una película vendíamos los muebles"
"La obra de mi padre representa un arte popular y es patrimonio de la humanidad"
Pero eso, que podía dar en esta actriz y modelo la sensación de personaje distante, agravado por su sonrisa entroncada con una especie de Mona Lisa contemporánea, lo rompe Isabella Rossellini en la distancia corta. Atrás ha quedado para la actriz esa época en la que tenía que esforzarse en forjar una imagen de musa moderna, mientras que ahora llama la atención la naturalidad con la que una mujer como ella ha aceptado el paso del tiempo, a contracorriente. Abomina de las operaciones estéticas, está en campaña constante por la dignidad de las arrugas y se alza contra aquellos que se empeñan en usar y tirar carreras por el mero hecho de que, para ellos, sea un impedimento esa terca ley de la madre naturaleza que obliga a cada uno de nosotros a envejecer.
Isabella Rossellini es de esas mujeres que adelantan su edad: "Ahora que voy a cumplir 54", dice, sin que nadie le pregunte por ello. Lo cuenta con la osadía y la seguridad de quien está convencida de que la inteligencia no se arruga, sino que se estira con el paso de los años, y muchas veces a costa de unas cuantas patas de gallo o de un cuello afectado por el tiempo. Lleva el pelo corto, moreno, y suele lucir últimamente trajes de chaqueta y pocas joyas encima en sus apariciones públicas. Parece austera, algo que remarca su camisa marrón de corte oriental y una cara con poco maquillaje que debe repeler la excesiva recarga de potingues después de haber sido durante 20 años la cara de Lancôme.
Pero eso, que ya pasó, en vez de hacerle jirones en el rostro y haber sufrido la tentación de pasar por el quirófano a rejuvenecerse para conservar los contratos, le hizo buscar su propio lugar en la madurez. "La gente cree que es una tragedia envejecer y a mí no me parece una experiencia traumática. Está bien, siento que mi cuerpo no es el que era; pero jamás escucho por ahí las ventajas de hacerse mayor: te encuentras más libre que cuando eras joven porque en la edad anterior estás demasiado obsesionada con el éxito, el dinero y la búsqueda de la independencia", asegura Rossellini.
Se ha sorprendido a sí misma, a partir de los 50, inmersa en una especie de serenidad desconocida que le da felicidad: "Una serenidad que te hace interesarte por la cultura, por entender lo que haces. Cambian las prioridades, hay una necesidad por aprender, la obsesión por la belleza se transforma en una búsqueda de la sabiduría". Y más cosas: "Ahora, en ciertas empresas buscan mujeres maduras por eso, con hijos mayores, porque rinden más y no piden bajas por maternidad".
Le molesta que le lancen ciertos piropos: "Por ejemplo, cuando alguien viene y me dice: ¡qué bien te veo!, ¡no aparentas la edad que tienes! Es como decirle a un negro que parece blanco". Ese deseo de la industria cosmética de no aunar espacio y tiempo, es decir, de crear imágenes de mujeres más jóvenes, de aparentar, es lo que le escamó y le llevó a romper con ellos. Había trabajado 20 años para la marca y las ventas habían aumentado con sus campañas, pero al cumplir 42 le dijeron que hasta luego. "No es justo. En cualquier empresa, cuando alguien consigue resultados le ascienden. Aquí, no. Me dolió. Lo haces bien, suben las ventas y te echan. Además era una contradicción. Su objetivo son mujeres de 40 años, pero tienen ese prejuicio y esa manía de hacerlas parecer más jóvenes, y para convencer a ese segmento utilizan a mujeres 10 años menores. Absurdo", afirma la actriz.
Esa certeza de la edad no le importa, como se ve en el último papel que ha hecho para el cine. En la versión cinematográfica de La fiesta del Chivo, la impresionante novela de Mario Vargas Llosa -adaptada por su primo Luis Llosa-, Rossellini se adentra en la piel de Urania Cabral, la mujer que contrajo odio y frigidez directamente del sátrapa Trujillo, cáncer de la República Dominicana durante 30 años, entre 1930 y 1961. Ella no esconde nunca su rostro duro y las arrugas en el cuello a causa de varios traumas y un déficit de caricias. Viaja a Santo Domingo para sacarse de dentro las barbaridades que le han marcado toda su vida, truncada, depredada por los efectos de la dictadura que ejercía un personaje repulsivo, violento y patético.
Así era Trujillo, y así aparece en esta versión de cine, muy fiel a la novela de Vargas Llosa, en la piel del actor Tomas Milian, impactante en la recreación de un personaje que a la escala reducida de un país pequeño, en el que nadie se fija, es capaz de representar la villanía y la repulsión de lo tiránico en proporciones universales. "Creo que ésa era la intención fundamental de Vargas Llosa al escribir la novela: reflejar en el mundo de una corte reducida cómo la tiranía puede afectar los espacios más privados de tu vida", comenta Isabella Rossellini, que ha pasado unos días en Madrid promocionando La fiesta del Chivo y presentando un documental que conmemora el centenario de su padre, autor de películas como Stromboli o Roma, ciudad abierta.
La actriz conocía la obra de Vargas Llosa. "De hecho, la había comprado y la tenía en casa cuando me propusieron hacer el papel, aunque todavía no la había leído", asegura. La oferta le hizo adentrarse rápidamente en esa trama de personajes cruzados que se debaten entre la fidelidad a ciertos principios estériles y la necesidad de combatir a un monstruo, que miden su ambición muchas veces a costa del daño a sus seres más queridos, que malgastan el resto de sus días y se juegan en la ruleta sus afectos por un favor que ni siquiera tiene recompensa, que tratan de encontrar respuestas donde la vergüenza ha ahogado todas las preguntas posibles
Urania Cabral guarda dentro muchas de esas sensaciones, y viaja desde el Manhattan donde ejerce la abogacía hacia un Santo Domingo gris y sombrío, de ventanas cerradas y vidas paralizadas por la sombra de Trujillo. Allí se reencuentra con su padre, Agustín Cabral, que fue el cerebro político del régimen y que años después de haber desaparecido físicamente Trujillo se encuentra condenado a una silla de ruedas por un ataque.
A Isabella Rossellini le gustaría responder en español y así adherir una nueva lengua a su catálogo de italiano, francés, inglés y algo de sueco; pero no se siente preparada, pese a que lo ha intentado. "Como sabía que iba a hacer esta promoción, he estudiado español a fondo durante todo el año. Una señora venía todas las mañanas a mi casa y practicábamos, pero no me siento suficientemente segura todavía como para responder, aunque entiendo y leo en español perfectamente; no hasta el límite de disfrutar a Vargas Llosa o García Márquez en su idioma original, pero sí para leer periódicos y revistas sin problemas", asegura.
Ahora prefiere hablar en inglés con su fuerte acento británico, nada endulzado por la vida cotidiana en la Gran Manzana de alguien que se define como "neoyorquina". Es el mismo tono que ha utilizado para la versión original de la película, algo que ha recibido varias críticas de medios hispanos, que no entienden cómo la versión de una novela escrita en español y dirigida por un peruano ha sido rodada en inglés. "Creo que se decidió eso por una mera cuestión de distribución, porque así, en inglés, cabe la posibilidad de que sea vendida a un mayor número de países. No veo, además, que la versión original en inglés sea un problema incluso para España, porque aquí se suelen ver las películas dobladas, según me han contado, así que la mayor parte del público la verá en español en el cine", asegura la actriz.
Cree que la experiencia ha salido bien y se alegra de no ser culpable de romper el clan. "Si hubiese fracasado esta película, habría sido un lío en la familia Vargas porque estaban todos trabajando para ello. Me recordaban mucho a mi familia. Gracias a Dios no ha habido divorcios", dice Rossellini. De La fiesta del Chivo le convencieron muchas cosas cuando leyó la novela: "Hay una parte del libro, como de la película, que me gusta particularmente. Es el análisis político, de poder, de cómo funciona una dictadura; pero con esa dimensión añadida del punto de vista de Urania, que para mí la convierte en una obra muy especial. Única, de hecho, porque ofrece a la historia una visión femenina muy sensible, que nos hace ver cómo la política afecta a los terrenos más íntimos de nuestras vidas. A mí me recordaba un eslogan feminista italiano que defendía también lo personal como parte de la política cuando el movimiento luchaba por el divorcio".
El compromiso político es algo que Isabella Rossellini lleva a gala según en qué casos: se comprometió y se manifestó contra la guerra de Irak; acepta papeles como los de La fiesta del Chivo, una película sin miramientos contra las dictaduras. Pero sufre de la misma parálisis que la mayoría de los artistas italianos o relacionados de alguna forma con Italia cuando escuchan la palabra Berlusconi: el famoso síndrome "a mí no me mires". Enseguida echan mano de una respuesta evasiva. "No creo que los actores debamos responder a cuestiones políticas, a mí me da un poco de vergüenza hacerlo; somos intérpretes, y nuestras opiniones no son expertas, son normales. Por supuesto, voto y ejerzo en democracia, tengo una opinión", dice.
Se encuentra un poco más alejada de Italia de lo que muchos puedan creer. Nació en Roma y pasó su infancia en la Ciudad Eterna junto a sus hermanos, Renzo y su gemela Isotta; pero desde hace años se limita a visitar el país ocasionalmente. Ésa es otra de las razones por las que no quiere juzgar a las figuras políticas italianas. "Voy bastante, sí, y me gusta volver siempre, pero no lo suficiente como para saber bien qué pasa allí. De todas maneras, mi contacto primordial y más constante con Europa es París; allí tengo una casa y voy más a menudo". Hubo un tiempo en el que se sentía más latina que del norte, pero ahora cree que ha encontrado su lugar en Nueva York, aquel sitio que acoge a quien llega en la misma situación que todo el mundo, con una maleta y sin un sitio fijo donde dormir. "Nueva York es mi hogar desde hace ya tiempo; cada vez que regreso allí tengo la misma sensación, y me digo: estoy en casa".
Roma fue su refugio durante la infancia, eso es seguro. Una infancia que muchos confunden con una imagen de algodones, ideal, rodeada de glamour, con una actriz que fue musa de Hitchcock y rostro eterno por haber protagonizado, entre otros clásicos, Casablanca junto a Humphrey Bogart. Pero la madre estrella y el padre genial para muchos tenían que lidiar con cantidad de problemas para sacar adelante sus películas. No fueron años boyantes, que digamos, para la familia.
Al contrario. La relación de sus padres comenzó como un escándalo que casi arruina sus carreras. "Mi madre admiraba las películas de Rossellini y le envió una carta en la que le decía que era una actriz sueca con conocimientos de inglés que se prestaba a trabajar con él. Fue a Roma, se conocieron y se enamoraron. Hicieron juntos cinco películas y tres hijos. Hubo divorcios, separaciones y una repulsa contra ella; estaba casada y no podía volver. Fue el objeto de todos los cotilleos". Bergman lo dejó todo y se fue a vivir a Italia con un cineasta que era experimental a la fuerza. "Las películas de mi padre llamaban la atención por su aspecto. A él no le gustaba precisamente eso porque habría preferido hacerlas con dinero suficiente para decorados, vestuarios y más cosas. Creó una corriente casi sin quererlo, empujado por la necesidad".
Pero precisamente ese estilo que mostraba la desolación de la posguerra, con calles mojadas, barro, cacharrería y casas derruidas por donde pululaban supervivientes en mitad de un apocalipsis superado, es lo que le convirtió en un referente que sigue creando adeptos en cineastas jóvenes de hoy. "Además, en los años cuarenta y cincuenta no las veía casi nadie. Fue en los sesenta cuando le reivindicó la nouvelle vague y se convirtió en lo que es hoy", afirma la actriz. "La gente olvida eso, pero yo recuerdo cómo cada vez que mi padre iba a empezar una película vendíamos los muebles de casa, y que mi madre tuvo que trabajar de nuevo en el teatro para ganar dinero". Aun así rodaron Stromboli, Te querré siempre, Ya no creo en el amor, Giovanna d'Arco al rogo
Películas que cuesta conservar, como muchas de las obras maestras de su padre, desde El general de la Rovere hasta Paisà, Roma, ciudad abierta o Alemania, año cero, porque tienen menos demanda que los clásicos hollywoodienses de su madre, que constantemente se están exhibiendo. Títulos como Casablanca, Encadenados o Recuerda, que se ven cada semana en televisión. Es algo que preocupa a Isabella Rossellini: la conservación del patrimonio cinematográfico de su padre en el año que se cumple el centenario de su nacimiento (Roma, 1906-1977). "Mi madre era muy organizada, lo conservaba todo apuntado, clasificado, y ha sido muy fácil hacer el archivo que existe de ella en Weslyan University, en Connecticut, el único que existe de una actriz así, además del de Bette Davis", asegura. "En cambio, mi padre era un desastre, no guardaba nada, con lo cual es muy complicado reordenar sus cosas. Si a eso le añadimos que sus películas tienen poca demanda y por eso no se restauran las copias -lo contrario al caso de mi madre-, pues encontramos trabas mayores".
El aniversario de Rossellini lo va a aprovechar su hija para recuperar el mayor número de obras posibles. Ha rodado un documental sobre él, Mi papá cumple 100 años, con el que piensa dar la vuelta al mundo para que siga viva su aportación a la historia del arte universal. "Su obra es la representación de un auténtico arte popular y es patrimonio de la humanidad. Son piezas claves para la educación y la cultura, con un profundo y auténtico sentido de testimonio histórico", afirma Isabella.
El recuerdo de su padre la enternece. Era la niña de sus ojos, como demuestran muchas fotografías de su infancia y su testimonio de hoy; pero también afianza en ella el aspecto combativo de un cierto fanatismo artístico. Isabella Rossellini ha buscado muchas veces el riesgo en su carrera cinematográfica y en teatro, con trabajos junto a Bob Wilson en escena (The days before death, destruction and Detroit III) o experimentos en las pantallas con David Lynch que han resultado iconos posteriores de cierto cine moderno, como Terciopelo azul o Corazón salvaje, además de compromisos con otros directores independientes como Abel Ferrara. Sin dejar de mencionar su matrimonio con Martin Scorsese -aparte del de Jon Wiedemann, con quien tuvo a su única hija, Elettra-, que juntaba dos caracteres italianos con personalidades fuertes y que no duró más de cuatro años, entre 1979 y 1983. Esa belleza misteriosa que lucía Isabella Rossellini en los ochenta la convirtió en musa y amante de alguno de los directores con los que trabajó, como David Lynch, lo mismo que de actores como Gary Oldman, con quien rodó Amor inmortal, basada en un romance de Beethoven con Anna Marie Erdody.
Suele hablar bien de los hombres de su vida. Ha recordado con aprecio hasta el mal genio de Scorsese: "Creo que eso es lo que le mantenía tan creativo", ha dicho alguna vez, con una elegancia proverbial. O cuando comenta la resurrección de David Lynch con Terciopelo azul gracias a la generosidad de Dino de Laurentiis. "David había fracasado con Dune, una película que le produjo De Laurentiis. Pero éste, en vez de no querer saber nada de él, decidió dejarle dinero para rodar Terciopelo azul. Lo hizo para que se animara y no se viniera abajo. ¿No es maravilloso? Le dijo: 'Anda, toma tres millones de dólares y haz algo para consolarte".
Con Terciopelo azul, David Lynch comenzó su carrera como director de culto, e Isabella Rossellini bordó su papel de Dorothy Vallens, mujer hermosísima y desvalida, auténtico objeto de deseo, que ahondaba en la piedad y el misterio de quienes la rodeaban además de producir cierta atracción hacia ese abismo que está presente en casi todas las películas de Lynch. "Van a cumplirse 20 años ya. Es increíble. Para mí fue duro. Era una película fuerte que fue un escándalo en algunos lugares. Muchos dijeron que David había consumado una especie de venganza de una hija frente a sus padres, pero que en realidad lo que había conseguido era destruirme. Incluso las monjas de mi colegio me escribieron para decirme que rezaban por mí y ofrecían misas para mi salvación después de lo que habían oído de la película. Parte de mi familia dejó de hablarme, además. Fue una experiencia muy desagradable para mí, aunque me alegro de que a partir de ella se reconociera a David Lynch como un director con mundo propio".
Además de las reacciones, Rossellini afrontaba un papel en el que tuvo que dar mucho de sí en escenas como la de su violación, un tema que la obsesiona hasta al punto de haber interpretado ya tres veces a una mujer violada. "Atacadas en diferentes formas y con reacciones distintas. No es igual lo que pasa por el corazón de Dorothy Vallens que lo que le ocurre a Clara Tempio en El funeral, donde es poseída por su marido, pese a que ella no quiere, como una manera de desahogar en él tensión, o lo que le pasa a Urania Cabral, que arruina su vida".
La violación es algo recurrente en Isabella Rossellini por una cuestión personal. Ella confesó en sus memorias que había sido violada de joven en Italia y es un tema que afronta sin complejos. "No es que me amenazaran con un cuchillo y me forzaran en la calle unos desconocidos. Mi caso ocurre mucho en países donde un no como respuesta es interpretado en realidad como un sí. Cuando a un hombre le dices no en Italia y es de verdad, como yo hacía, porque para mí esa palabra representa muchas veces toda una frase, no acaban de creérselo". Cree que es necesario comentar el caso porque todavía persisten esos comportamientos: "Hay países donde eso les ocurre a muchas mujeres a menudo, y no se habla de ello, no se le da importancia".
'La fiesta del Chivo', basada en la novela de Mario Vargas Llosa, puede verse en cines de toda España.
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