Adiós al 'Levante feliz'
En el día de San José de 2006, el protagonismo no fue sólo de las fallas. El dossier que publicaba EL PAÍS, el pasado domingo, sobre corrupción y tráfico de influencias en España era bastante claro, la Comunidad Valenciana se lleva la palma en el mapa de la corrupción. En Castellón, el presidente provincial del PP y de la Diputación, Carlos Fabra, está acusado de tráfico de influencias, cohecho, negociaciones prohibidas a los funcionarios públicos y fraude fiscal. En Alicante, el alcalde de la ciudad, Luis Díaz Alperi, también del PP, está acusado de un desfalco en la empresa pública Mercalicante. En Torrevieja, el alcalde y presidente del PP local, Pedro Hernández Mateo, está imputado por un supuesto delito de tráfico de influencias. Y en Orihuela, su alcalde, José Manuel Medina, también del PP, está acusado por el fiscal de prevaricación, falsedad, tráfico de influencias y malversación. El triste liderazgo valenciano era abrumador, a pesar de que el informe no recogía otros asuntos judiciales protagonizados por dirigentes locales del PP como el del Ivex / Julio Iglesias; el caso de las facturas falsas de Terra Mítica; la denuncia contra el ex director del Instituto Valenciano de Finanzas (IVF) José Manuel Uncio, por uso indebido de la tarjeta de crédito oficial; o la investigación sobre la empresa pública Ciegsa por los sobrecostes en la construcción de los colegios y el misterioso incendio de su sede.
A estos casos habría que añadir el penoso panorama de la especulación urbanística y la degradación medioambiental que ha colocado a la geografía valenciana en primer plano de la actualidad nacional. Juntos conforman un todo que puede acabar de una vez para siempre con el viejo tópico del Levante feliz que durante décadas ha definido al territorio valenciano y sus gentes. De seguir así las cosas, el lugar común del Levante feliz va a ser sustituido por una nueva foto fija, el Levante corrupto. La nueva imagen tópica vendría además reforzada por algunos toques auténticamente berlanguianos: los cien coches del actual alcalde de Orihuela; la compra de charcutería ibérica con la tarjeta del IVF; la imagen caciquil de Carlos Fabra; o el dinero de las monjas que se llevó el ex consejero Luis Fernando Cartagena, cuando era alcalde de Orihuela.
Ninguno de estos asuntos ha merecido que saltaran las alarmas internas en el PP valenciano. Los mecanismos previstos en el llamado código ético han permanecido impolutos, no los han usado. No ha habido ni una sola dimisión, ni una suspensión de militancia, ni una comisión de investigación interna. Ante tanta complacencia, no es de extrañar que el secretario de organización del PSOE, José Blanco, haya arremetido contra el presidente del PP valenciano y de la Generalitat, Francisco Camps, a quien ha acusado si no de complicidad -el matiz es importante- sí de "tener una actitud cómplice" con Fabra, Medina y Hernández Mateo. El presidente del PP de Castellón y los dos alcaldes han sido tres puntales de Camps en su enfrentamiento con Eduardo Zaplana. Y Blanco pretende debilitar las alianzas internas de Camps o que, finalmente, el lodazal de corrupción que rodea al PP acabe por salpicarle. Es de suponer que el secretario general de los socialistas valencianos, Joan Ignasi Pla, seguirá la hoja de ruta marcada por Blanco y no tardará en exigir la creación de una comisión de investigación en las Cortes Valencianas en la que se depuren las responsabilidades políticas de la corrupción. No es lógico que la cortesía institucional que rodea la aprobación del Estatut bloquee la beligerancia crítica que le corresponde como jefe de la oposición.
En cualquier caso, tanto para Camps como para Pla, el momento clave será la confección de las listas electorales. Para Camps, porque se enfrenta al encaje de bolillos de desembarazarse de los acusados de corrupción sin perder el pulso interno con los zaplanistas. Para Pla, porque necesita una renovación a fondo del cartel para el Ayuntamiento de Valencia y para el de Alicante, con el objetivo de hacer creíble la alternativa.
Mientras tanto, y a la espera de hacer sus respectivos deberes de gobierno y de oposición, ambos confían en los apoyos externos. El uno se encomienda al Papa y el otro, a Zapatero.
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