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Reportaje:

'Andereños' bajo el franquismo

Las maestras que enseñaron euskera en la clandestinidad recibirán su pensión completa

"Lo volvería a hacer". "Me siento muy orgullosa". "Mereció la pena". "Sienta muy bien este reconocimiento". Así se expresaba el jueves pasado un grupo de andereños en una jornada en Sabin Etxea, la sede del PNV en Bilbao, tras hacerse público que casi un centenar de ellas verán cubierto por la Seguridad Social el quebranto económico que les supuso no haber podido cotizar los años que trabajaron en la clandestinidad durante el franquismo. Su labor docente en euskera va a ser ahora reconocida para la pensión de jubilación. Serán precisos unos seis millones de euros para esta reparación.

Itziar Arzelus (San Sebastián, 1928) es la más veterana. "Dejé todo, el trabajo, la seguridad, para montar la ikastola", recuerda. "Todo por Euskadi, por la patria, por el euskera", exclama con pasión. Asegura que no se hubiese enamorado de un chico que no hablase euskera, aunque por suerte quien se convirtió en su marido era euskaldun. A sus cinco hijos "jamás" les habló una palabra en castellano, se enorgullece. Montó la ikastola en una habitación de su casa. Sus alumnos tenían tres y cuatro años.

"Sólo fue posible hacer esto porque somos mujeres. No bastaba con la parte racional"

Cobraban un pequeña mensualidad a cada uno, pero de ello no quedaba constancia, recuerda Eulali Aranburu (Hernani, 1932). "Cobraba 25 pesetas por alumno, y el material corría de nuestra cuenta", dice Arzelus. "Íbamos a Francia a por material escolar, mucho mejor que el que se publicaba en España, y lo traducíamos al euskera", explica Belén Karrera (Amezketa, 1946).

Fueron mujeres valerosas. Se arriesgaban a ser detenidas y trabajaban a espaldas de vecinos y conocidos para mantener vivo el euskera. "A mí me detuvieron tres veces, pero nunca fui a la cárcel", apunta Karrera. Ella instruía a niños de tres a seis años, que vivían la escuela clandestina "como un juego".

"La primera vez que vino la policía a mi ikastola, una habitación que alquilaba en una casa, vieron a los niños en el suelo, como jugando", recuerda Karmele Esnal (Orio, 1932). No tenían pupitres ni mesas, ni sillas, ni material. "Me preguntaron por mi título de maestra, que les enseñé, y por los apellidos de mis alumnos. Dio la casualidad de que tenía uno que se apellidaba Gutiérrez; otro, Pallín, y les decía esos y no los que ellos querían", comenta divertida.

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Lo que estas andereños querían era inculcarles a los niños el amor por el euskera. "La sementera es el parvulario", afirma Esnal. Sabían que lo que sembraban esos años no se perdería. Lo mismo pretendían los padres que enviaban a sus hijos. "Tuvieron mucho mérito porque había que hacer luego mucho trabajo en casa. Y se vivía una situación de mucha tensión", dice Arzelus.

"Hubo inspectores de Educación que nos ayudaron, que hicieron la vista gorda", reconoce Esnal. Ella enseñó en la clandestinidad 13 años; Itziar Arzelus, 22; Belén Karrera, 12; Eulali Aranburu, 17. Nadie cotizó por ellas a la Seguridad Social todos esos años. Ahora, podrán recalcular su pensión en función de ese tiempo sin computar.

Estas cuatro andereños, como representantes del colectivo, no dudan en afirmar que "el euskera se ha mantenido gracias a las mujeres". En ese grupo clandestino no había "ni un hombre". "Sólo fue posible hacer esto porque somos mujeres. Para sacar adelante este trabajo no bastaba con la parte racional, hacía falta la connotación de los sentimientos, y eso lo tenemos las mujeres", indica Karrera, quien dio clases a la soprano Ainhoa Arteta. "Y yo a Miren Azkarate [actual portavoz del Gobierno y consejera de Cultura] y a Iñigo Lamarca [Ararteko]", salta Esnal. Las demás asienten, pues todas han enseñado a personas que hoy tienen una relevancia cultural, social o política.

Las cuatro se ríen ahora con los recuerdos, pero entonces pasaron mucho miedo. "Yo soñaba con la policía continuamente", dice Esnal. Quizá lo conseguido supera con creces el mal tiempo vivido. "Salían las escuelas como setas, en las casas, en los pueblos, y hubo un momento en que las ikastolas ya no se podían mantener en secreto. Fue entonces cuando la Iglesia nos cobijó". En esos recuerdos, lo que queda como más valioso son los alumnos: "Sacaban unas notas fantásticas cuando pasaban a la escuela en castellano. Nos matábamos porque así fuera. En ello nos iba nuestro prestigio".

Con canicas y palillos

Los pequeños alumnos de aquellas escuelas de euskera clandestinas acudían a clase sin libros y sin cuadernos, por temor a que en la calle alguién les viese y les delatara. "Les decíamos que vinieran sin nada. Sólo que trajeran una caja de palillos planos en el bolsillo", recuerda Karmele Esnal. Con ellos, los niños aprendían a escribir las letras en mayúsculas, juntando palillos. "Ahora los modernos métodos de enseñanza dicen que los niños tienen que aprender a escribir empezando con las mayúsculas. ¡Pero si eso ya lo hacíamos nosotras!", reivindica Esnal.

Para los números y las cuentas, las ikastolas del franquismo usaban canicas, para las unidades, y "canicones" para las decenas. "La matemática moderna en España se creó en Euskadi", sostiene Esnal.

Además, un día a la semana tocaba paseo. "Éramos muy ecológicas", dicen al unísono. "Vivíamos las cuatro estaciones en el monte. Lo que hacen ahora en los colegios ya lo hacíamos nosotras hace medio siglo, y se creen que han descubierto la pólvora".

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