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Columna
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Tres mujeres

Lluís Bassets

Es más rotunda que su marido, como sucede con frecuencia en las parejas. Siempre más a la izquierda, en su caso bien fácil. Prudente, para no comprometerle, pero contundente y diáfana: la tortura es terrorismo de Estado, y como tal inadmisible. Cherie Booth, esposa del primer ministro Tony Blair, lo dijo en Chatham House, un caserón del viejo Londres, con motivo de la presentación a principios de marzo de un libro notable: Torture. Does it Make Us safe? (Tortura. ¿Nos da más seguridad?), promovido por el observatorio de derechos humanos Human Rights Watch (HRW). El argumento es exacto: la sitúa en el mismo plano que el terror que pretende combatir. Se practica "por las mismas razones por las que los terroristas utilizan la violencia: para romper la voluntad de quienes no pueden ser persuadidos por medios legales".

La verdad es que Blair ha evitado este charco tanto como le ha sido posible. Suficientes problemas le ha proporcionado la guerra de Irak y sus mentiras sinceras, todo por preservar la relación privilegiada entre Londres y Washington. Entre sus méritos se incluye la respuesta a una pregunta parlamentaria sobre Guantánamo: "Una anomalía a la que más pronto o más tarde hay que poner fin". Y el resto, generalidades sobre los derechos humanos y la ilegitimidad de la tortura. El libro que presentó Cherie, sin embargo, surge de una necesidad apremiante, que el director de HRW, Kenneth Roth, explicita en su prólogo: "El gobierno que era antes el líder de la defensa de los derechos humanos en todo el mundo (...) se ha convertido ahora en el más influyente entre los que los violan".

Su pronunciamiento contra la tortura basta para atender a la señora Blair. Pero además hay que reseñar su aportación al libro, el capítulo Violencia sexual, tortura y justicia internacional, en el que recuerda que el estatuto de la Corte Penal Internacional considera un crimen contra la humanidad la violación y otros delitos conexos como la esclavitud sexual, la prostitución, el embarazo y la esterilización forzadas. Y ésta es la cuestión de actualidad hoy, cuando la diputada holandesa de origen somalí, Ayaan Hirsi Ali, lanza su grito desgarrador sobre la suerte de las mujeres en el mundo islámico y en Asia. En su discurso del Día de la Mujer, que ayer publicó EL PAÍS en sus páginas de Opinión, señala que entre 113 y 200 millones de mujeres están humanamente desaparecidas, y entre un millón y medio y tres millones mueren cada año como resultado de la violencia sexista.

La suya no es una perspectiva jurídica ni académica, sino la de una mujer que ha sufrido en su propia carne la sumisión, la mutilación sexual y ahora la persecución por su combate por la liberación de las mujeres musulmanas. Sus puntos de vista son radicales y polémicos. Cree que la Corte Penal Internacional de La Haya también debiera ocuparse de este holocausto contemporáneo silenciado. Si Cherie Booth considera que la violación ha funcionado tradicionalmente como un arma de guerra, Iris Ali nos dice que lo que sufren estas mujeres forma parte de una guerra del islam contra las mujeres, en la que la violación es parte de la vida en familia. También hace hincapié en los males del relativismo cultural, y en el complejo de superioridad en cuestión de derechos humanos, entendidos como si fueran una exclusiva occidental no exigible a según qué países. Eso es lo que se piensa, al fin y al cabo, en Washington respecto a Egipto, Arabia Saudí o Pakistán. Pero es difícil creer que esta joven -que en su libro Yo acuso. Defensa de la emancipación de las mujeres musulmanas se confiesa atea, partidaria de la libertad sexual y de reconocer la homosexualidad- coincida en su concepto de relativismo cultural con el del papa Ratzinger.

Hay una guerra contra las mujeres, nos dice Ayaan, pero toda guerra es contra las mujeres, asegura Cherie. Por eso recoge en su texto la palabra que utiliza el general Patton en sus memorias sobre la violación en tiempos de guerra: "Inevitable". Lo ilustra de forma fría y desgarrada una tercera mujer, ésta sin nombre, la autora de Una mujer en Berlín. El historiador Anthony Beevor, en su clásico Berlín. La caída. 1945 ya señaló que fueron centenares de miles las alemanas violadas por los rusos, como la Anónima de estos diarios. Lo excepcional para una mujer era escapar a la violación. Fue lo que también ocurrió aquellos mismos años en Corea y China durante la ocupación japonesa. O en Ruanda, Bosnia y estos mismos días en Darfur. Pero nada ha destrozado la moral de los países democráticos como las imágenes de Abu Ghraib, donde violación y tortura, siempre emparentadas, se funden ahora en sangre sobre cuerpos masculinos, y musulmanes.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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