Los que rompieron barreras
Owens, Robinson, Tommie Smith, John Carlos, deportistas negros que cambiaron el mundo
Definitivamente, el mito del poder atlético de los salvajes es un timo, viene a decir el Informe Oficial de los Juegos Olímpicos de San Luis, 1904. El relator se extiende a continuación con todo lujo de detalles para explicar las incapacidades para correr, lanzar, saltar o tirar con arco de indios, patagones, negritos, moros, kaffir, africanos, ainu, cocopas o siux. No, no se trataba de que atletas de tan variadas razas hubieran tomado parte, con penosos resultados, en la tercera cita olímpica de los tiempos modernos, sino de la relación de las llamadas Jornadas antropológicas en el estadio, una competición paralela a los Juegos Olímpicos organizadas por el departamento de Antropología de la Exposición Universal. La crónica concluye resaltando la superioridad blanca -como si los factores económicos, sociales, culturales, no fueran más importantes a la hora de practicar deporte que la etnia-, justificando implícitamente que en los verdaderos Juegos Olímpicos sólo participaran deportistas blancos y, en su mayoría, rubios, justificando la segregación.
Tamaña estupidez de la superioridad blanca la destrozó definitivamente Jesse Owens, un negro de Alabama, profundo sur, criado en la indutrial Ohio, que en los mismos bigotes de Hitler derrotó a todos los arios que le pusieron por delante y ganó cuatro medallas de oro -100 y 200 metros, longitud y relevos 4x100- en los Juegos de Berlín en 1936. Se convirtió en un ídolo en la capital alemana de la preguerra, en Nueva York le recibieron como a un héroe, pero pocos días después tuvo que utilizar el ascensor de servicio para asistir a una recepción en su honor en el Waldorf Astoria. Solo, discriminado, pobre de nuevo, sufrió la segregación racial. "Cuando volví a mi país nativo, después de todas las historias con Hitler, no podía viajar en los asientos delanteros del autobús, tenía que entrar por la puerta trasera", contó años más tarde. "No podía vivir donde quería. Hitler se negó a estrechar mi mano, pero tampoco me invitaron nunca a la Casa Blanca para dar la mano a mi presidente".
Pocos años después de la simbólica actuación de Owens en Berlín, en 1942, Jackie Robinson, deportista negro, nacido en Georgia, profundo sur, y criado en Pasadena, California, fue sometido a un consejo de guerra porque, durante su servicio militar en Tejas, se negó a obedecer una orden para sentarse en la parte trasera de un autobús. Robinson, magnífico jugador de béisbol, fue absuelto. Dejó el ejército en 1944 y, cuando quiso empezar a ganarse la vida jugando al béisbol, debió someterse de nuevo a la segregación. Desde comienzos de siglo, las grandes Ligas estaban reservadas a los blancos. Para los demás estaban la Liga de latinos y las de negros. En los Kansas City Monarchs, de las Ligas de negros, estaba jugando Robinson en 1945 cuando recibió la llamada Branch Rickey, el mánager de los Dodgers de Brooklyn, uno de los equipos de las grandes Ligas. Rickey abogaba por la integración racial y buscaba fichar a un jugador capaz de soportar la hostilidad que se preveía. Después de un año de aclimatación en las Ligas menores, en abril de 1947 Jackie Robinson vistió por primera vez el uniforme de los Dodgers, el primer jugador negro de las grandes Ligas. Los primeros años, Robinson aguantó estoico insultos y agresiones. No respondía a nadie. Pero en 1949 empezó a cargar su discurso contra el racismo. Criticó las leyes que imponían la segregación en el sur, promovió la integración en todos los órdenes de la vida. Ganó su batalla. Fue la punta de lanza, abrió la puerta. Derribó la primera barrera.
La integración de los deportistas en el sistema parecía ya un problema del pasado, así que en 1967, cuando Tommie Smith habló de la posibilidad de que los deportistas negros boicotearan los Juegos Olímpicos de México, el problema era otro. "El problema era la injusticia racial en Estados Unidos". Los atletas negros se habían organizado, influidos por el movimiento del Black Power, en el Proyecto Olímpico por los Derechos Humanos. Su declaración de principios era una declaración de guerra: "No podemos permitir durante más tiempo que este país utilice a unos cuantos de los denominados negros para mostrar al mundo cuánto progreso ha hecho en la resolución de sus problemas raciales, cuando resulta que la opresión de los afroamericanos es mayor que nunca (...) Cualquier persona de raza negra que se deje utilizar es un traidor porque les permite a los racistas blancos darse el lujo de estar seguros de que esos negros de los guetos están allí porque allí es donde quieren estar. Por eso preguntamos ¿por qué deberíamos correr en México sólo para arrastrarnos en casa?" El movimiento exigía, a cambio de participar, la devolución del título mundial a Cassius Clay, despojado de él por negarse a combatir en Vietnam; la destitución de Avery Brudage, "conocido supremacista blanco", de la presidencia del Comité Olímpico Internacional, y el veto a Rhodesia y Suráfrica. El COI sólo cedió en el tercer punto. No hubo boicot, pero sí un gesto que forma parte de la mitología desde entonces, una bofetada en la cara de la hipocresía del movimiento olímpico.
Era 1968, el año de la ofensiva del Vietcong en el Tet, el año de la primavera de Praga, del mayo de París, del asesinato de Martin Luther King, de la matanza de estudiantes en la plaza de las Tres Culturas de México. El año también en que Tommie Smith, oro, y John Carlos, bronce, subieron al podio de los 200 metros. Cuando fue a recibir su medalla, Smith, que había batido el récord mundial en la final, sacó dos guantes negros, dio el izquierdo a Carlos y él se enfundó el derecho. Fueron dos puños en alto, dos miradas al suelo, cuando sonó el himno de Estados Unidos. Ambos iban descalzos para denunciar la pobreza de los negros; llevaban un rosario de cuentas para denunciar los linchamientos de negros. El segundo clasificado, el blanco australiano Peter Norman, se solidarizó con ellos pegándose una pegatina de su movimiento en el pecho. Pocas horas después, ambos fueron despojados de sus medallas, expulsados de la Villa Olímpica. Brundage proclamó: "Violaron uno de los principios básicos de los Juegos, que la política no tiene hueco en ellos".
Años después, John Carlos dijo: "Me emocionó la solidaridad de Norman, pero me sorprendió más aún que un blanco pudiera correr tan rápido".
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