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COLUMNISTAS
Columna
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Los tiranos del tiroliro

Rosa Montero

Somos muchos pero estamos solos. Abandonados e inermes frente a la enloquecedora perfidia de nuestros enemigos. Ocultas y oscuras sociedades nos torturan despiadadamente todos los días y nosotros no podemos hacer nada para defendernos. ¿Saben ya de quiénes estoy hablando? Sí, naturalmente: de las empresas de telefonía de nuestro país.

De las crecientes dimensiones del problema dan fe las muchas cartas desesperadas que aparecen últimamente en los periódicos. Líneas bloqueadas durante meses, altas sin consentimiento, publicidad engañosa, semanas y semanas de desconexiones y graves disfunciones en el servicio (pero eso sí, nunca se olvidan de cobrar). La Oficina de Atención al Usuario del Ministerio de Industria recibe más de 10.000 quejas al mes por fraudes en los servicios de ADSL. Por no hablar de los móviles, que también tienen sus telenguendengues. Este nivel de abuso no es normal. Todos los logros conseguidos por siglos de heroicas luchas en reivindicación de los derechos humanos quedan fulminados en un segundo por la monumental tiranía de estas empresas. Henos aquí convertidos en esclavos de los nuevos señores feudales tecnológicos.

Hay que reconocer que las operadoras han logrado diseñar un sistema verdaderamente demoniaco para neutralizar la más mínima queja, el más mínimo movimiento defensivo de sus víctimas. Tú llamas al servicio de Atención al Cliente (qué sangrante eufemismo) y, tras esperar no sé cuántos minutos escuchando un irritante tiroliro, consigues hablar con un hombre o una mujer a quien cuentas tu problema con detalle. Le digas lo que le digas, tu interlocutor hace unas cuantas comprobaciones rutinarias (es lo único que le han enseñado a hacer y lo hace siempre) y te comunica que todo está bien (cuando tú sabes que todo está mal) y que tienes que llamar al Servicio Técnico. Así es que telefoneas al nuevo número. Otro rato de espera y más tiroliro. Al fin, una voz humana. Vuelves a contar la larga historia. El del Servicio Técnico (que en realidad no es técnico de nada) también hace sus comprobaciones rutinarias, tiroliro, y vuelve a decirte que todo está bien. Tú insistes en que tienes la certidumbre de que todo está mal. Vamos, que el móvil o la ADSL no funcionan. Entonces te recomiendan volver a llamar a Atención del Cliente. Marcas, aguantas tu ración de tiroliro y repites el rollo, el cual, por cierto, cada vez es más largo, porque siempre caes con un empleado diferente (¿que contesta tal vez desde Marruecos, desde la Patagonia?) y has de ir añadiendo lo que te van diciendo en las llamadas sucesivas, como en esas canciones infantiles que se van alimentando de sí mismas hasta convertirse en algo interminable.

Y así eres peloteado de una a otra oreja indefinidamente, mientras te dicen que ya han dado aviso de la incidencia (otro eufemismo desalentador). Y pasan los días, y se van las semanas, y tú quemas tus horas y tu sangre oyendo tiroliros y hablando con unos pobres tipos que seguro que ni siquiera son empleados fijos y que no tienen ni idea del asunto, unos pringados que sólo saben las cuatro reglas básicas que les han dicho y que imagino escritas ante sus ojos en un folio plastificado. Al décimo tiroliro o así tú ya te encocoras y exiges hablar con un responsable, pero, voilà, aquí llegamos a la idea más genialmente maligna de esta trampa kafkiana: que los responsables simplemente no existen. No hay manera de hablar dos veces con el mismo empleado, no hay forma de conectar con un directivo de la empresa, no hay cabezas visibles, no puedes ir a ninguna oficina para hablar con una persona real, nadie se responsabiliza de un pimiento.

Cualquiera que haya sufrido semejante tormento sabe bien hasta qué punto esta maraña de voces sin sentido y este tapón de plena ineficacia terminan por obsesionarte y enloquecerte. Al cabo de cinco o seis semanas de pesadilla, en fin, un supuesto técnico te telefonea y te comunica que la cosa está solucionada. Temblando de emoción, corres a encender el ordenador. Y compruebas una vez más que no funciona. Esta llamada final es el tiro de gracia, el golpe maestro que acaba por quebrar la resistencia de la víctima. Las consultas psiquiátricas deben de estar llenas de agobiados usuarios con incidencias.

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