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COLUMNISTAS
Columna
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El ser y el estar

Reconozco que para algunas cosas soy muy conservadora. Me gusta, por ejemplo, regresar a Londres, proponer acudir a un restaurante sin previa comprobación y que, cinco años después de haberlo descubierto, siga ahí, con el mismo propietario, la misma sonrisa, el mismo estilo. Me encariño con los bares, las librerías, las esquinas, los árboles, ciertos edificios, ciertos escaparates. Que continúen en su sitio me proporciona garantías. Ya es bastante duro haber sobrevivido a la desaparición de los cines de nuestra infancia, y tener que frecuentar una multisala (que en el fondo también me encanta: y lloraré si se esfuma), en donde, hace siglos, estrenaron 2001. Ya es difícil aguantar que en los altillos del ex cine Astoria no se encuentre el bar en donde tanto tertuliamos hasta altas horas, y que el complejo entero, antaño ocupado por la sala y su piso superior, hoy sea un macrorrestaurante y sala de fiestas ante cuya puerta depositan puntualmente a su clientela decenas de autocares de procedencias diversas.

En cierto modo, uno es en la medida que lo otro está todavía, en la seguridad de que lo otro -que forma parte de su circunstancia- aún persiste.

El 'boom' de la tramitación electrónica, de la mensajería cibernética, de la comunicación sin interlocutores visibles ha creado un enorme vacío en dos escenarios que fueron antaño no sólo muy reales, físicamente hablando, sino muy necesarios. Me refiero al colectivo de las y los telefonistas de Telefónica, y al de los empleados de Iberia que nos atendían en numerosas oficinas diseminadas por España. Dos monopolios, cierto; pero dos seguridades, también. Soy perfectamente capaz de darle al teléfono, tecla a tecla, hasta conseguir que me atiendan, e incluso me atiendan bien, cuando hago consultas; pero me fastidia enormemente no poder visualizar a la persona que me ha atendido. Por otra parte, adquiero billetes de avión electrónicamente, cuando no tengo más remedio, a la misma Iberia, que sigue siendo mi compañía favorita (como bien saben las tripulaciones).

Nada puede compararse, sin embargo, al placer de encargar un billete y tener que pasar a recogerlo, porque no vas a estar en casa para que te lo traigan, y porque ese día, precisamente, no te ha dado la gana de entrar en el sistema.

Así fue como peregriné por Barcelona en busca de una oficina de Iberia. Por el camino iba recordando otras. Aquellas colas en Roma, cerca de la plaza Bernini, hasta que conseguía cambiar mi billete camino de Sicilia o de Beirut, según fueran la Mafia o la guerra el objetivo de mi trabajo; aquellas sentadas en la oficina de Buenos Aires, junto al obelisco, y lo alegremente integrado con el paisaje que siempre me ha parecido el cartel de Iberia que luce, como una vela al viento, en la plaza en donde los ensimismados se sientan por las tardes para contemplar Tarifa, barbilla del continente al que quieren emigrar.

Pensaba en todo esto y también en mi amigo Luis, que en Egipto personifica a Iberia con garbo y amabilidad inimitables: personas, sitios, seguridad. Y llegué al número del paseo de Gracia en el que, según mi guía callejera (del año pasado, no es vetusta) tenía que encontrarse una oficina. Chasco: sustituyéndola, disponemos de una elegante tienda Ferragamo.

A ver si la de Gran Vía está abierta, me dije, recordando que había una cerca de la calle Bruch. Caminé hasta allí, y cuando la vi -en carne y hueso, como quien dice- me entraron palpitaciones. Atravesé el umbral devotamente, y creo que los tres empleados, dos señoras y un caballero, que me vieron entrar también sintieron una emoción especial.

Sacar el billete en papel (y eso que ya no tiene los colorines de antaño, es sólo un tique grande) se convirtió en una ceremonia, el ritual de algo en extinción que debíamos celebrar con devoción. La especie de los que van a verse las caras cuando quieren algo te saluda, oh, César de la técnica. Y aunque debamos perder esta faceta de la comunicación (cuanto más tarde, mejor), nunca olvidaremos los tiempos en que podíamos mirarnos a los ojos.

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