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Reportaje:JUAN NAVARRO BALDEWEG | ARCO 2006

La mano luminosa

Es un pintor que proyecta edificios y un arquitecto que construye cuadros. Navarro Baldeweg, el protagonista del 'stand' de EL PAÍS en Arco 2006, la Feria de Arte Contemporáneo que cumple en esta edición 25 años, expone lo mejor de sus últimas obras. Una muestra de la complejidad de un artista del siglo XXI.

Jesús Ruiz Mantilla

Cuatro o cinco linternas reposan en la mesita que tiene Juan Navarro Baldeweg en el recibidor de su casa camuflada en Jalón (Alicante). Cuatro o cinco linternas de todos los tamaños, de todas las potencias, con diferentes proyecciones de luz, igual que el puñado de libros de poesía que también saltan a la vista nada más entrar a su casa y que dan idea clara y sin mayores secretos de lo que es este artista transparente, obsesivo e incansable pintor, escultor y arquitecto, invitado este año por EL PAÍS para lucir en su stand de la Feria de Arte Contemporáneo (Arco).

Si a las linternas les unimos esa búsqueda constante de la claridad en los edificios que hace y esa sensación de espectacularidad de dentro hacia fuera que se experimenta cuando entras en algunas de sus construcciones, como el Museo Altamira, en Cantabria, queda claro que a su arte le domina la idea de una persecución: la de la luz. "La arquitectura juega con sombras, trata de controlar lo que para nosotros es una sustancia tangible y moldeable. La luz lo es", dice este hombre al que parece haber alumbrado ya una preclara y contagiosa serenidad, no exenta a veces de indignaciones que le mantienen alerta, difícil de encontrar en el género humano.

"Yo pinto así, sentado y mirando, pensando por dónde dar el paso"
"Los arquitectos jugamos con la luz, la pasamos de una mano a otra"
"La mano para mí es una inspiración directa del arte primitivo"
"Es crucial pensar bien los pasos, un mal trazo puede desequilibrar"
"Creo en los artistas que recorren territorios y descubren cosas"
"Mi obra tiene una unidad, la de la noción del espacio imaginario"
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El arte con El País

Juan Navarro Baldeweg (Santander, 1939) tiene varias vidas, de muchos tamaños y de infinidad de colores. Una para cada medio de expresión. Depende de lo que esté inventando en cada momento. A sus días les guían las líneas que traza en cada aliento creador, bien con un lápiz en su estudio de arquitecto en el Viso madrileño, donde proyecta edificios públicos como el teatro del Canal, ahora en obras, o bien soldando alguna escultura de metal o enfangado con el olor de la pintura repartida por el suelo en recipientes de plástico que forman una paleta a escala humana digna de una canción alucinógena de los Beatles, en su guarida de Jalón, donde se escapa a pintar a solas durante varios días al cabo del mes.

Allí pasa las horas encerrado Juan Navarro después de recorrer la distancia que separa el estudio de su casa, que no se ve desde la carretera porque está cubierta de árboles y maleza y no hay camino asfaltado que conduzca hasta su puerta por pura y tozuda convicción. "Algún día me romperé una pierna, pero no quiero poner más alquitrán y cemento del que existe ya en esta zona. Por mí, que no sea", afirma el arquitecto con su visera y su atuendo campestre, cómodo en mitad de este paisaje de piedras y vegetación salvaje, en el que no han intervenido segadoras ni emuladores de Eduardo Manostijeras para podar lo que le ha dado la real gana parir a la naturaleza. Lo afirma con la aquiescencia de su mujer, Pepa, que le acompaña a menudo en sus retiros y antes de llamar la atención sobre la masacre de construcciones y urbanizaciones que empiezan a ensuciar el entorno natural de una zona de Alicante que se resistía a la especulación que ha apestado la costa levantina, pero que, poco a poco, va cayendo.

"Mira la lepra que le ha salido a ese monte", asegura el arquitecto señalando con el dedo unas casas que cortan una ladera cercana. Para no ver esos paisajes, Navarro suele refugiarse todo el día en su estudio y volver de noche, con las linternas, siguiendo el rastro que a veces dejan unas huellas furtivas de jabalí, que marcan los últimos restos de terreno salvaje en la zona. En el estudio huele a pintura y a huerta, a madera cortada y a restos de viña, a tinta y a colillas de puro habano, porque Navarro Baldeweg es de los pocos que pueden presumir de fumar en su centro de trabajo. Hay lienzos de todos los tamaños, algunos vivos, otros apartados cara a la pared: son los que ha decidido abandonar sin piedad. "Los quemaré para que nadie llegue a verlos", afirma con la severidad del artista demasiado crítico consigo mismo. A las obras grandes, el pintor llega gracias a una escalera con ruedas con la que Navarro se acerca a cada esquina de sus cuadros, parece el tacataca de alguien tocado con la gracia del arte porque le sirve para transgredir el espacio físico y no poner puertas ni límites a su inspiración.

También hay mecedoras y sillas con cojines en cada espacio. "¿Sabes cómo pinto?", pregunta el artista a su visitante. "Yo pinto así, sentado y mirando. Es como se debe trabajar, pensando dónde vas a dar el siguiente paso; si te equivocas, puedes desequilibrar todo el cuadro, es como jugar al ajedrez", dice mientras se coloca en su mecedora de madera y echa un vistazo al último trazo de ayer, todavía fresco y sin secar sobre el lienzo, un rombo que podría ser abstracto, pero al que Navarro ha dado un requiebro y ha colocado una figura leve en medio que lo transforma en figurativo. Quizá por eso algún crítico como Juan Manuel Bonet le ha coronado con uno de esos adjetivos por los que muchos artistas suspiran: "Inclasificable".

Le gustará que le digan eso.

Sí, es algo que me gustó. Además, lo dijo de una forma muy afectiva. Porque ¿qué quiere decir inclasificable? Para mí, es explorar y conseguir frutos de aquí y de allá, no sólo uno. También es aplicable a la arquitectura y a la escultura, son manifestaciones que en el fondo persiguen cosas parecidas, nos conducen a los mismos lugares. El artista debe hacer de todo, probar de todo, como Leonardo da Vinci; trabajar en una máquina, observarla, construir con la mano, ponerla en funcionamiento es similar a mezclar los colores, en todo eso hay un eclecticismo natural, y yo soy ecléctico.

Ya, pero vamos a ir por partes. El eclecticismo también se nos puede ir de las manos.

El eclecticismo es lo contrario al dogmatismo, es complicado. Pero tampoco estoy en contra de quienes no lo son. Defiendo el derecho de quienes explotan la mina que han encontrado. Es normal, si uno cree que ha encontrado oro, que no se quiera mover de donde está.

¿Se puede ser también ecléctico en la arquitectura, con la misma facilidad?

No. En pintura cambias mucho más rápido. Yo, en 10 años, he hecho muchísimas cosas distintas en pintura, pero en arquitectura no, los procesos son mucho más lentos, hay mucha más gente implicada, y desde que se empieza un proyecto hasta que se termina pasan muchos años.

Pero hay obsesiones constantes en su obra, por ejemplo, la luz, que usted busca siempre en abundancia. ¿Le viene precisamente por haber pasado la infancia en un lugar más gris y más oscuro, como Santander en invierno?

No sé si me viene de ahí. Lo que más me maravilló al llegar a Madrid a estudiar con 17 años, fue la luz, tan distinta. Fue como una revelación muy gratificante. Paseaba por la ciudad para disfrutar de ella, del colegio mayor al casón del Buen Retiro. Como aquí, en Alicante, una luz muy bella, matizada, dulce, blanquecina.

Luego pasó a manipularla.

Los arquitectos jugamos con la luz, la pasamos de una mano a otra, jugamos con las sombras. Tenemos la fortuna también de vivir en un país donde hay abundante luz. Es como si vivieras en uno con agua, harías fuentes. La luz la mezclas, la atenúas, trabajas con pérgolas, parras, creas espacios intermedios, sin saltos bruscos; te deleitas con la penumbra. La manejas como una sustancia tangible, moldeable. En la arquitectura reproduces un paisaje, artificial, pero un paisaje, y con la luz, controlándola sobre las paredes, puedes crear una geología artificial.

Otra de sus obsesiones, la naturaleza.

La arquitectura es una especie de naturaleza y tiene mucho que ver con la música también, es una caja de resonancia, consiste en amplificar. Lo mismo que un instrumento musical hace vibrar el aire para conseguir un sonido, la arquitectura debe hacer vibrar la luz.

Como en el Museo de Altamira, en el que vibran los ancestros.

No es una obra espectacular en apariencia, en volumen, pero es espectacular en el sonido y la sensación que produce.

Sobre todo en la entrada a la neocueva, que reproduce la vista que debían tener antes del derrumbamiento que tapó la entrada y que era como mirar a través de una pantalla de cine un paisaje cambiante.

La arquitectura también es una interpretación del espacio y de éste como un campo óptico, eso es algo que no tiene nada que ver con construir formas espectaculares.

¿Qué le atrapó antes? ¿La arquitectura o la pintura?

Siempre he pintado, pero la construcción también me fascina. Tienen cosas similares. Para mí es lo mismo elegir los colores de un cuadro o el vidrio que vamos a colocar en el teatro del Canal. El desafío de hacer algo hasta el final, de manera cotidiana, no sé, me encela. Al final, las dos cosas están llenas de exigencia.

Ya, pero ¿alguna de ellas le electriza más que otra?

He sido siempre más íntimamente pintor. Desde niño. Un niño no es arquitecto. La pintura nunca la he podido abandonar, pero eso ha sido una gran felicidad para mí. En la arquitectura juegan muchas cosas, es como dirigir una película, hay alguien que pone el dinero, alguien que hace el proyecto, alguien que lo construye… En la pintura no. Estás tú solo. La responsabilidad es sólo tuya, igual que el fracaso.

Como la noche y el día.

Hay una dualidad en las dos cosas, el sol y la noche. Pero las dos se entremezclan. La luz y el color es lo mismo. Empleo el color también en la arquitectura.

Pero huye de la arquitectura espectáculo.

Cuidado. Hay arquitectura considerada como espectáculo que me fascina. Como el Guggenheim. Con toda la aparatosidad que han visto algunos en él, yo creo que es algo muy sencillo. No es más que la prolongación de la mano en el espacio. Un garabato en el mejor de los sentidos, una representación de un gesto humano puesto en pie. La proyección directa e inmediata de algo muy apegado al cuerpo. Gehry es un gran artista. Hay algo empático en ese edificio, un sonido humano. Es como un juguete, infantil, no sofisticado. A eso le doy importancia, estoy seducido por la sencillez.

Sin embargo, usted parece que va por otro camino. Su casa de Jalón, sin ir más lejos, está perfectamente integrada en el paisaje, como el Museo Altamira; tiene una especie de obsesión por penetrar en la tierra.

El caso de Altamira es una aspiración de hace tiempo. Una vez, con un amigo, nos retamos a ver quién era capaz de proyectar una caverna. En los jardines y los palacios era muy habitual construir cuevas artificiales y resultaba topológicamente complicado. Otra cosa era la recreación de toda una geología, y eso para algunos no resulta espectacular, pero es buscado, porque no debe existir en ese entorno nada más importante que la cueva original, ella es la protagonista absoluta.

Algunos lo han criticado como simulacro, como un parque temático virtual.

Las críticas pueden hacerse, y con razón. Es cierto, la neocueva es un simulacro, pero eso no tiene nada de malo, las grutas siempre han existido en arquitectura. Repito, que sean simulacros de algo no tiene importancia.

Para alguien que además de arquitecto es pintor, recrear ese templo artístico debió de ser algo especial.

Cierto, y creo que ahora la pintura debería estar más presente en lo que son las actividades y el contenido del museo. La cueva de Altamira es un lugar mágico. Siempre me ha sorprendido comprobar esas analogías que veían los artistas de ese sitio para establecer relación entre las figuras que pintaban y las formas que tenía la propia cueva. Cómo utilizaban eso.

Inventaron el movimiento en pintura.

También, con esos bisontes en carrera. Y la utilización de la mano como una forma de abstracción, porque es la sombra de la mano lo que buscan.

Figuración o abstracción, un dilema en el que también usted se mueve y para la que también ha utilizado manos.

Mi pintura es indiferente ante una y otra. La mano, para mí, representa muchas cosas. Es una inspiración directa del arte primitivo, en el que utilizaban las manos, los pies, como valor reconocible, sencillo, y con ello hacían variaciones como muestras directas de sí mismos, pero también hasta el punto de crear una abstracción.

¿Dónde está la barrera?

No existe. La abstracción también es figuración. La vida es tan abstracta como figurativa, ésa es una definición artificial. Picasso, que es el gran artista de nuestro tiempo, rompe esa barrera, su pintura es tanto una cosa como la otra.

Usted sigue ese camino, con colores llamativos y figuras que se cuelan dentro de lo que puede ser una auténtica abstracción.

Para mí, un cuadro está lleno de actitudes, de representaciones subyacentes. Me interesa el arte así, los artistas libres y los que se acercan a la realidad desde extremos opuestos, como Picasso y Brancusi, por ejemplo. Creo en los artistas que recorren territorios y descubren cosas aquí y allá frente al artista más obcecado.

¿Por eso también pinta en series? ¿Con esa obsesión por buscar?

Trabajo en series desde los años cincuenta. El concepto de variación me da mucha libertad porque puedes dejarte llevar por los tanteos. Pintar sin objeto es parte de la riqueza, la obra se va haciendo a sí misma. Así es como he trabajado en la serie que presento en Arco, son cuadros en principio abstractos, si no fuera por una figura que se ha colado, y diagonales. Están muy inspirados en Matisse, Bacon o Joseph Albers.

La poesía también es parte importante en su vida. Es un insaciable lector de poemas. ¿En qué medida le inspira para todo lo que hace?

Los poetas son los traductores de nuestra emoción. Trabajan con los nombres de las cosas, que son esas grandes estructuras sobre las que descansa todo. Los nombres son metáforas, decía Nietzsche, y nuestras cadenas. No sé hasta qué punto me inspira la poesía, pero la leo sin descanso, desde los clásicos hasta los maestros orientales.

Oriente también le atrae, ¿como un lugar ideal, como refugio?

Como otra manera de mirar. En el fondo, las grandes creaciones no son individuales, son colectivas. Acudo a la cultura de Oriente con el deseo de entender lo que somos.

Es decir, todo lo contrario de una evasión. ¿Más como un espejo?

Sí. Puedes comprender mejor lo tuyo desde una perspectiva completamente opuesta. Es un modo de ampliar la habitación mental de cada uno; del islam al budismo, analizándolos, encaras tu propia realidad de forma diferente. También la vuelta a lo primitivo es un regreso a tu habitación mental, una ampliación de tu espacio imaginario.

¿Y qué podemos aprender yendo allá?

Que todo es relativo.

Si le coge el Papa, le excomulga. ¿No le ha oído eso de la dictadura del relativismo?

Aprender eso y mirar con esa perspectiva las cosas es un deber para nosotros, una obligación, el sentido de la tolerancia. La historia, el arte, la cultura, debe abrirse a todos los fenómenos y vivirlos con la intensidad que en Occidente hemos vivido el Renacimiento y el Barroco, por ejemplo.

El eclecticismo y el relativismo como fin.

Es lo que define nuestra modernidad. El eclecticismo supone aceptar los valores del otro, poner tu propia posición en un lugar relativo en comparación a otros y también aprender a moverse entre los demás. ¿Te molesta si me fumo un puro?

En absoluto. Veo que conserva sus vicios.

Me gusta fumar cuando converso con alguien, me concentro más en lo que digo. Soy poco verbal, lo más difícil de expresar es lo que a mí me resulta vago, todo aquello que es complicado meter en la horma de las palabras, no me dejo llevar por ellas.

Pues a mí me parece que está muy claro lo que dice.

No sé. Envidio a los que tienen capacidad retórica, yo prefiero hacer cosas más que hablar. El trabajo con las manos, crear circuitos, aunque, para conocer mejor el mundo, conviene hablar.

Y cabrearse para ponerle remedio. ¿El enfado es creativo?

Es potencialmente fructífero, como el cansancio. Hay ciertas cosas que salen mejor en esos estados de ánimo. No creo en la exaltación pura de las cosas para crear, pienso que es mejor buscar un equilibrio entre la melancolía y la indignación. Una cosa no es mejor que la otra, sencillamente son distintas.

Pero la reflexión es fundamental. El cálculo. Usted mira mucho, piensa mucho antes de dar el siguiente paso en un cuadro.

Es muy importante la contemplación. Debe haber una parte receptiva y otra creativa. Es crucial pensar bien los pasos, un mal trazo puede desequilibrar la obra entera. Debemos buscar evoluciones, no involuciones. Matisse decía que esos problemas son los que deben ocupar todo tu pensamiento artístico, debemos estar atentos a lo que nos rodea en cada momento del proceso.

¿Ha dado muchos tumbos como artista?

Seguramente bastantes, pero todo ha dado como resultado una unidad coherente e inconsciente también. Mi obra es peculiar, pero tiene una unidad: la de la noción del espacio imaginario, ese lugar desde el que divisas cosas diferentes, diversas y que tiene un carácter de estancia en el sentido que le daba Mallarmé, el de una habitación llena de reflejos. Ésa es la construcción que va llenándote y que te da una idea del valor de tu obra.

Valor, una palabra interesante para un artista. ¿Quién mide el precio?

Me refiero a otro valor.

Ya, pero como valor es de hecho palabra ambivalente, yo me refiero a ése, al económico. ¿Por qué al arte hay que ponerle precio?

No lo tiene. Pero vale en el momento que alguien lo quiere, lo demanda. Su verdadero valor no existe, no se puede medir económicamente.

Y su obra, ¿tiene argumento?

Creo que no. Tiene contenidos, problemas. Sería interesante hacer una historia del arte a través de los contenidos. Por qué, por ejemplo, hay un momento en que las naturalezas muertas pasan a ser un tema recurrente, qué lo convierte en arte. Cuáles son los temas más interesantes para el artista. Si el expresionismo abstracto es un arte del cuerpo, el surgimiento del pop...

El pop no es más que un arte costumbrista, pero con buen 'marketing'.

Es más bien realista, otro paisaje de nuestro tiempo.

Muy diferente a lo suyo.

Planteo una investigación en cada obra, un deseo también, una manera de expresión.

Cuadros con suspense.

Puro suspense. El arte tiene mucho de eso, no sabes nunca hasta dónde puedes llegar.

Ve cómo su obra va a tener argumento.

Mis cuadros son una exploración, ocurren siempre cosas imprevistas. Lo que no busco es que sea conceptual, el mismo planteamiento de las series niega eso. Yo creo en el misterio, creo que el arte tiene razón de ser porque hay zonas inaccesibles.

¿Ocurre eso también en la arquitectura?

También hay un contenido y un argumento, que es el uso de ese espacio. Pero entran otros elementos: la gravedad, la luz, el campo óptico, la expresividad manual. Hay edificios en los que el cuerpo se proyecta.

¿Y las sensaciones al ejecutarlo son parecidas?

Hay algo extraordinario en la arquitectura, el momento en que comienza la construcción genera una adrenalina incomparable con nada.

Veo que la arquitectura le produce descargas físicas que me dan envidia. Sana, por supuesto.

La arquitectura es un arte para el cuerpo. La hacemos para vivir, para estar.

¿Por eso sus edificios provocan más sensaciones dentro que fuera?

Probablemente. Hay que buscar cada vez más la invisibilidad, la arquitectura debería ser imperceptible, como un coche, que te debe proporcionar seguridad y sensaciones por dentro, no por fuera. Ante todo, ser cómodo.

Como sus teatros o sus edificios de congresos, que son funcionales por dentro.

Lo importante en esos casos es siempre lo que ocurre dentro, y hay que proporcionar todas las posibilidades para que funcionen por dentro.

¿Y por qué esa manía en retorcerlos por fuera?

Hay una obsesión por el formalismo. Con el formalismo se pueden hacer muchas cosas, pero acaban por aburrir tantas contorsiones. De todas maneras, es una demanda legítima también en arquitectura, aunque de ahí a poner a bailar todos los ladrillos hay una diferencia, eso es caer en el hiperformalismo.

O en el barroquismo, en lo churrigueresco.

Lo malo es cuando aparece el manierismo, porque hasta en lo barroco hay caminos de investigación interesantes. También hay un valor legítimo en esas construcciones.

No lo es en las ciudades, que nos superan, sobre todo las grandes. ¿Cómo se puede dominar y racionalizar una ciudad como Madrid cuando se nos va de las manos?

Es difícil controlar las energías de una ciudad como Madrid, ése es trabajo para los urbanistas, y a mí me excede. Hay grandes ciudades que me gustan mucho, en las que me gusta estar, como Nueva York, París, incluso Madrid.

Lugares inspiradores.

Lugares reales. Al final creo que el arte debe ser ante todo realista, construir sobre cosas ya organizadas, reconstruir, reelaborar, reciclar. Debemos dejarnos impresionar más por la realidad.

La 25ª edición de Arco se inaugura en el Parque de Exposiciones de Madrid (Ifema) el próximo día 9. Estará abierta hasta el 13.

Éstas es una de las obras que EL PAÍS expondrá en su 'stand' de Arco. 'La mano', pintura seriada en seis paneles.
Éstas es una de las obras que EL PAÍS expondrá en su 'stand' de Arco. 'La mano', pintura seriada en seis paneles.JORDI SOCÍAS

Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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