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Tribuna
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Otra etapa

Creo que entramos en otra etapa política, no en un Gobierno más de la Concertación. No sólo porque el país ha elegido a una mujer para presidente de la República, hecho inédito en la historia de Chile y, salvo una o dos excepciones, de toda Latinoamérica. Había una conciencia difusa, hace ya más de un año, de que la Concertación tenía que renovarse, de que la democracia chilena tenía éxito y de que a la vez, de un modo paradójico, marcaba el paso. Hemos entrado ahora en otro paso, en otro ritmo, y hemos cambiado de género. De acuerdo con los anuncios de Michelle Bachelet, tendría que haber nueve mujeres en el nuevo Gobierno, un número igual al de los ministros masculinos. A primera vista es una condición demasiado rígida, pero quizá no exista otra manera de asegurar la paridad de los sexos. Y la entrada al poder ejecutivo, a nuestro fuerte y machista poder ejecutivo, donde la institución de la "primera dama" ha sido siempre secundaria, discreta, sólo de imagen, de una sensibilidad y de una visión de mujer es un notable desafío. Quizá faltaba, precisamente, esta visión, esta órbita de lo femenino, para que la Concertación, después de sus tres primeros Gobiernos, ingrese en un periodo diferente, más complejo, de posibilidades más abiertas.

Siempre, en forma constante y a veces obsesiva, he reflexionado sobre los orígenes de la coalición política actual. Hemos conseguido hacer una transición extraordinariamente difícil, pero, si se examinan los resultados y la estabilidad de estos 15 años, bien lograda a pesar de las críticas internas y externas, y todo esto deriva de una experiencia dura, dramática, que viene de muy atrás en el siglo pasado. En 1972, en pleno Gobierno de Salvador Allende y de la Unidad Popular, Pablo Neruda, entonces embajador en Francia, me dijo más de una vez lo siguiente: "La situación chilena tiene muchas salidas posibles, pero la única salida política", y subrayaba la palabra política, "es la alianza de la Unidad Popular con la Democracia Cristiana. Las demás salidas", agregaba, "son todas de fuerza, de violencia, de guerra civil o golpe de Estado". Supongo que no era un pensamiento ortodoxo, que habría provocado críticas encendidas de tirios y troyanos, pero era un pensamiento serio, realista, que ha tenido una confirmación en la historia reciente. La alianza que se imaginaba Neruda, en un sueño de poeta, si ustedes quieren, y que a mí también me parecía necesaria, era un claro anuncio de la coalición de partidos que ha gobernado al país desde el fin de la dictadura. Por mucho que digan sus adversarios, es una coalición eficiente, de gran flexibilidad, que supo renovarse durante la última campaña y que concuerda bien con los aires de este siglo XXI, a pesar de tener orígenes muy anteriores o precisamente por eso. La imposibilidad de ceder, de entender el punto de vista del otro, de alcanzar acuerdos amplios, fue una tara del pasado, una especie de enfermedad de la Guerra Fría, y tuvo para nosotros, es decir, para la democracia chilena, un costo enormemente doloroso y alto. Transitamos por el camino más áspero y parecería que aprendimos las lecciones principales.

Conozco muy poco a Michelle Bachelet, pero la observo con gran atención desde hace tiempo, y sobre todo desde los años en que fue ministra de Defensa del Gobierno de Lagos. El hecho de que una mujer socialista, hija, por añadidura, de un general de aviación que había sido víctima del régimen de Pinochet, asumiera ese ministerio, y de que lo asumiera en momentos en que la relación entre el poder civil y el poder militar no estaba todavía renovada, fue ya insólito, sorprendente. La idea de Ricardo Lagos de poner a una mujer así a la cabeza de la defensa nacional me pareció entonces y todavía me parece un golpe de audacia extraordinario. Lo que ocurre es que el hombre de Estado es el que va siempre, en momentos estratégicos, más allá de la pura racionalidad política, del puro cálculo. Es un personaje que confía también en la intuición, en el olfato, incluso en la buena estrella. Por eso se ha hecho con insistencia la distinción entre el simple político, el profesional de la política, y el hombre de Estado. Y habrá que hacerla a partir de ahora, ¿por qué no?, entre la mujer común y corriente y la mujer estadista. En su manejo del Ministerio de Defensa, Bachelet actuó con algo que se podría llamar inteligencia humana. A pesar de ser hija de un militar marginado, torturado, muerto en prisión, y de tener que tratar con personas que habían participado en ese proceso, actuó con prudencia, con sensibilidad, utilizando a su favor el hecho de pertenecer a una familia de militares, y en definitiva consiguió un resultado importante y que no se mide en cifras, ya que contribuyó a una pacificación y a una normalización. Los factores que influyen para que el Ejército de ahora no sea el mismo que el de antes son diversos, en cierto modo contradictorios, a menudo sorprendentes, pero no se puede negar que ella aportó a todo esto una cuota interesante.

Después de algunas vacilaciones en los comienzos de la campaña, Bachelet actuó en la segunda vuelta con mucho más aplomo, con tacto, sin caer a cada rato en la crispación y en la descalificación, sin arrogancia, pero también sin dejarse llevar, y se diría que su intuición del país profundo, de las bases electorales, fue más certera. Ahora me vuelve a la mente la imagen de las señoras gordas, de barrios populares, que se terciaban una banda presidencial de mil pesos, de dos dólares, y que corrían por la Alameda abajo, saltando de felicidad, y siento que era un fenómeno colectivo único. Aquí se manifestaba una democracia moderna, comparable, según la prensa internacional de estos días, a las socialdemocracias europeas, pero también salía a flote un Chile profundo, carnavalesco, un país que encontramos en páginas de José Donoso y hasta de Nicomedes Guzmán y de José Santos González Vera. Uno se pregunta si será posible mantener la ilusión de esas electoras y electores, el sentido de alegría doblado de antiguas utopías que yace debajo de todo. A lo largo de muchas décadas, desde un balcón que daba sobre la Alameda de las Delicias, he visto euforias, carnavales, tiroteos y desastres. Los expertos podrán hacer todas las cábalas, los cálculos y las predicciones que quieran, pero aquí hay movimientos, impulsos, fenómenos subterráneos que escapan de las teorías y de las estadísticas.

Michelle Bachelet se encontrará con una economía en pleno crecimiento, frente a coordenadas económicas sanas y estables, todo lo cual, en sí mismo, es relativamente nuevo en la historia chilena y único en Latinoamérica. Ya veremos, escriben algunos, y parece que se sobaran las manos, dispuestos a verla caer en toda clase de trampas, si es una verdadera estadista o una politiquera de pacotilla, especie humana que abunda tanto en esta parte del mundo. Cité antes a un personaje que ya pertenece al pasado, a Pablo Neruda, y ahora voy a citar a otro todavía más antiguo, al general Charles de Gaulle. De Gaulle le dijo una vez a uno de sus ministros, a propósito del asesinato de John Kennedy, que el auténtico hombre de Estado es capaz de cortar los nudos gordianos, como cuenta la historia clásica a propósito de Alejandro el Grande, y que John Kennedy no había sabido hacerlo, incapacidad que según el general le había costado la vida. ¿Cuáles serán los nudos gordianos que tendría que cortar Michelle Bachelet, y cómo hará para cortarlos, si es que consigue hacerlo? Pienso en problemas como el desempleo, la enorme desigualdad social, la diplomacia en la región, la educación, cuyo complemento indispensable y desdeñado por nuestra clase política es la cultura, es decir, los libros, los museos, los teatros y orquestas nacionales, que ahora languidecen mal financiados o enteramente desfinanciados. Ella tuvo razón en el atardecer del día de las elecciones al anunciar en forma enfática, destacada, que sería la presidenta "de todos los chilenos", lo cual señalaba un contraste notorio con las primeras palabras de un antecesor político suyo, Salvador Allende, al ganar unas elecciones de hace ya un poco más de 35 años. En otras palabras, Bachelet, junto con rendir homenaje a la tradición de la izquierda chilena, doblaba una página y demostraba su adhesión a esta nueva centroizquierda.

Como escriben algunos diarios europeos y norteamericanos, el liderazgo en América Latina tendría que venir en el futuro inmediato del Chile de Michelle Bachelet y no de la palabrería torrencial de Venezuela o de Cuba. Pero las cosas están por verse. La tarea que tiene Bachelet por delante, con escasos cuatro años para realizarla, no es en absoluto fácil. Y nosotros, en la región, caemos siempre, desde la época de José Enrique Rodó y desde mucho antes, en la tentación de la palabrería hueca, en la noción de que debemos aferrarnos al poder para siempre, ya que nos proclamamos como los únicos, los predestinados, los salvadores de las patrias. Esperemos que el modelo chileno resulte, al menos en parte, y que sirva de ejemplo en algún lado. Aunque parece poco, no es poco pedir.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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