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Tribuna:AULA LIBRE
Tribuna
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¿Encrucijada o callejón sin salida?

Puede que haya cundido la sensación de que, en los temas universitarios fundamentales, nos encontramos en una especie de callejón sin salida. Razones para ello no faltan. Yo creo, sin embargo, que lo que estamos es ante una encrucijada, en la que todo consiste en acertar con el camino más adecuado. Si no sabes donde vas, todos los caminos te conducen allí y, por eso, en esta encrucijada del sistema universitario ha llegado el momento de marcar claramente el rumbo en ámbitos tan decisivos como los de la convergencia europea, la investigación, la financiación o la reforma del marco normativo. No es cuestión ya de mirar atrás sino adelante, de pensar en el tiempo perdido sino en el que no se puede perder para que, sin más titubeos ni demoras, éste sea verdaderamente el curso de la Universidad.

Como el cartero que siempre llama dos veces, nos encontramos ahora ante una segunda cita con la LOU que confío que, a diferencia de la primera, se haga con y no contra las universidades, para ampliar y no para recortar su autonomía, con un diálogo en el que no sobre conversación ni falte discurso y con una disposición para alcanzar acuerdos que no resulten ser tan sólo fórmulas de compromiso sino propuestas solventes para el futuro del sistema universitario.

Seguramente porque las segundas partes son siempre deudoras de las primeras, puede parecer insuficiente una propuesta de modificación de la LOU presentada por el Ministerio de Educación que no llega a abordar algunos problemas centrales ni a incorporar elementos innovadores en aspectos tan fundamentales como la organización, la financiación universitaria o la transferencia de conocimiento a la sociedad. Pero quizá haya que huir ahora del maximalismo para no caer en la inoperancia y, enriquecida con propuestas como las que preparamos en la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE), lo que cabe pedir a esta reforma es que dote de mayor flexibilidad al marco legislativo universitario, que fomente la diversidad, la diferenciación y la autonomía de las universidades y que permita superar las principales disfunciones que venimos padeciendo.

Creo, por eso, que habría que proceder con la toda la diligencia, agilidad y sencillez posible en el debate y la tramitación de la reforma, ya que no debemos someter al sistema a incertidumbres y costes como los que derivarían, por ejemplo, tanto de proceder a una nueva convocatoria de pruebas de habilitación como de dejar de hacerlo, en vez de poner en marcha con la mayor prontitud los nuevos mecanismos de acreditación. Y libres ya de la presión de la inmediatez, ha de ser después cuando nos propongamos invertir el signo de una dinámica en que ha habido más legislación que gestión, más normas que pensamiento reflexivo, y cuando dediquemos nuestros principales esfuerzos al diseño de la universidad que queremos y que necesitamos para las próximas décadas.

En la actual encrucijada universitaria, hemos de acertar, además, a elegir entre caminos que no llevan por igual a Bolonia. Se requieren, para ello, algunas señales orientadoras que nos eviten la sensación de conducir mirando por el retrovisor y que nos permitan pasar del diseño a la ejecución y del laboratorio al campo de prácticas. Ha llegado también el momento en que (como me consta que quiere hacer el ministerio) se ha de disponer de propuestas concretas sobre la estructura, organización, composición y directrices de las nuevas titulaciones europeas, para ponerse a trabajar en ellas. Porque no puede repetirse el modo poco ejemplar en que este año han debido tramitarse los posgrados; no puede mantenerse la incógnita de la duración de las enseñanzas, que ahora parece decantarse por el 3+1+1; y no puede prolongarse la incertidumbre respecto a la relación completa de las nuevas titulaciones de grado.

Más que para alcanzar soluciones salomónicas al gusto de todos, que acaben por dejar las cosas como están en una especie de viaje a ninguna parte, para lo que todo eso ha de servir es para plantearse más ambiciosas metas en relación con algunas importantes debilidades de nuestro sistema universitario. Por un lado, para afrontar la imprescindible renovación de los métodos de enseñanza, dignificando el reconocimiento de la función docente y afrontando graves problemas como el de los rendimientos, los abandonos y los retardos en los estudios. Por otro lado, para engarzar mejor los niveles educativos (en particular con la formación profesional superior) y para hacer un esfuerzo serio de acercamiento de las titulaciones a las necesidades sociales y productivas (aunque evitando el riesgo de una indeseable disociación entre títulos académicos y profesionales, como amenaza el proyecto de ley de acceso a la abogacía al que nos hemos opuesto desde la CRUE). Y, finalmente, para afrontar la rigidez, los desajustes y la inadecuación de la actual estructura de titulaciones, que ofrece el balance de un paradójico desequilibrio en que se registran simultáneamente déficit y excesos, plazas sin cubrir y demandas sin atender; donde el principal problema no radica tanto en el número de titulaciones que existen como en el de las que se imparten (más de 2.600); y en la que propósitos como el de reducir el excesivo número de doctorados (más de 2.000) no parecen corresponderse con la tendencia a la proliferación de los nuevos posgrados.

No hay reforma posible sin recursos y la de Bolonia los requiere especialmente. Avanzamos hacia esa nueva encrucijada sin una estimación clara de costes y necesidades de la reforma, aunque con la fundada sospecha de que no serán menores, y no sirven el voluntarismo ni la improvisación para afrontar rigurosamente este importante problema y los riesgos que conlleva.

El primero de esos riesgos se relaciona con los interrogantes, todavía irresueltos, respecto a la financiación de los posgrados donde, para no caer en un monumental autoengaño y preservar la igualdad de oportunidades, alguien debe garantizar la cobertura de la brecha existente entre unos precios que habrán de ser públicos y unos costes que no dejarán de ser de mercado.

El segundo de los riesgos surge del delicado y complejo problema de la propia determinación de los precios de los posgrados, en el que la reflexión y el rigor deberían anteponerse a la ligereza o al apresuramiento. Convendría, a este respecto, que no se confundiese igualdad con equidad, que no se tratase por igual lo que es diferente, que se distinguiese entre las ayudas para todos y las ayudas para quienes las necesitan y que, en el desarrollo de los sistemas de becas y préstamos, se incorporase la perspectiva de los retornos individuales que derivan de la financiación pública de la educación. Porque no resultaría inconsistente, por ejemplo, que se tratasen de una manera diferente la financiación y las tasas de un posgrado de investigación en arameo y las de un máster en odontología, en el que se produce una apropiación privada de los beneficios de la educación a la que el beneficiario podría contribuir en alguna medida.

Y el tercer riesgo deriva de que, si se no dispone de unas garantías de financiación adecuada, no sólo se resentiría la calidad de los programas o se dificultaría el acceso a los postgrados por motivos económicos sino que se podría llegar a una peligrosa segmentación en que las universidades públicas se viesen abocadas a ocuparse casi en exclusiva de los posgrados de más marcado carácter investigador y desplazadas de la oferta de los de mayor demanda y orientación al mercado frente a la competencia de las instituciones que pudiesen garantizar su financiación mediante la aplicación de precios de mercado.

No soy yo de los que creen que el Espacio Europeo vaya a mercantilizar o a privatizar la educación superior, ni mucho menos de los que desee que tal cosa ocurra, sino todo lo contrario. Pero no me parece que ignorar los riesgos sea el mejor modo de sortearlos ni que para evitarlos baste una bienintencionada apariencia de defensa de lo público, que podría desembocar en efectos justamente contrarios a los buscados. Y, como economista, no puedo dejar de recordar el ejemplo paradigmático de hace ya algunos años, cuando la desatención y la deficiente financiación del servicio público de correos propició el surgimiento de todo tipo de mensajerías privadas.

Ha llegado, pues, el momento de echar las cuentas y abordar con la voluntad política que se expresa en los presupuestos el serio problema de la financiación universitaria, si se quiere que los objetivos de calidad no se conviertan en mera retórica y que a base de "legislar barato" se dé al traste con las reformas. Ese es el compromiso que deben alcanzar la Administración central y las comunidades autónomas. La ocasión la tienen en la próxima conferencia de presidentes autonómicos, que debería unir al tema de la investigación el del conjunto de la financiación universitaria. Y el margen lo tiene el presidente del Gobierno en el compromiso electoral de elevar la financiación universitaria hasta un 1,5% del PIB, que muy pronto empezará a quedarse ya corto.

Si se acierta en todo esto, no sólo no estaremos ante una encrucijada sino que habremos logrado salir de ella con éxito. De lo contrario, me temo que, entonces sí, nos encontremos metidos en un verdadero callejón sin salida.

Juan A. Vázquez es presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas y rector de la Universidad de Oviedo

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