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Columna
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El espíritu de Masada

Masada es la Numancia israelí. Fue el último foco de resistencia judía frente a Roma en el año 70 de nuestra era. Cuando las legiones del Imperio habían arrasado Jerusalén, un grupo de celotes se refugió en la escarpada cima de Masada, sobre el Mar Muerto, dispuestos a resistir hasta el final. Cuando Roma ordenó el ataque final y sus legionarios coronaron la montaña sólo encontraron cadáveres. Hombres, mujeres y niños se habían dado muerte para no sufrir el cautiverio romano. Cuando visité Masada en 1982, mi amigo y guía, Aaron Gafni, antiguo embajador israelí en varios países iberoamericanos, me explicó que una de las tradiciones del Ejército de Israel consistía en congregar a los nuevos soldados en la cima de la montaña y recordar el episodio histórico con tres palabras: "¡No más Masadas!". Una evocación que a nadie puede extrañar tras el Holocausto de la II Guerra Mundial y que explica el comportamiento de Israel desde su nacimiento como Estado hace 58 años.

Como a nadie extrañará la contundente respuesta israelí ante las agresiones, ¿hasta cuándo sólo verbales?, del presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, que no sólo califica de "mito" la eliminación de seis millones de judíos en los campos de concentración nazis al tiempo que anuncia la celebración de un congreso internacional sobre el Holocausto, sino que promete "borrar a Israel" del mapa en unos momentos en que su país se dispone a reiniciar el proceso de enriquecimiento de uranio tras haber engañado a la comunidad internacional sobre su programa nuclear en los últimos 18 años.

Las amenazas no constituyen una novedad para Israel. Desde su nacimiento lleva luchando contra los que quieren "arrojar a los judíos al mar", anterior versión árabe de los caritativos deseos actuales expresados por Ahmadineyad. Venció en tres guerras de supervivencia en 1948, 1967 y 1973. Y, hasta ahora, ha conseguido que los deseos de Hamás y Yihad Islámica, contumaces en su empeño de destruir el Estado judío, no se hagan realidad gracias a su poderío militar. Porque los que critican a Israel por armarse hasta los dientes olvidan deliberadamente que, si no fuera por su potencial militar, hace tiempo que la nación israelí hubiera sido borrada del mapa y una nueva diáspora habría comenzado, entre el alborozo generalizado de unos países en manos de dictadores civiles o coronados, incapaces de convertir a sus habitantes en ciudadanos en lugar de súbditos, y a la complacencia de algunos en estas latitudes para quienes, después de todo, la bazofia contenida en Los protocolos de los sabios de Sión no era del todo exagerada.

En los últimos días, tanto el presidente Moshe Katsav como el primer ministro en funciones, Ehud Olmert, han reiterado que Israel no tolerará que Irán consiga "armas de destrucción que pongan en peligro nuestra existencia". Israel se toma en serio las nuevas amenazas iraníes, que tampoco en esta ocasión son demasiado nuevas. En 2001, el presuntamente moderado Akbar Hachemí Rafsanjani presumía de que una sola arma nuclear bastaría para asolar a Israel mientras que Israel sólo podría "dañar" al mundo islámico. Seguramente, Jerusalén esperará al desenlace de la actual crisis antes de tomar una decisión final. Pero, como dijo Olmert el martes, Israel "no se resignará ante esta situación". En 1981, y ante una amenaza similar, la fuerza aérea israelí destruyó las instalaciones nucleares de Sadam Husein en Osirak, vendidas al dictador iraquí por el entonces primer ministro francés, Jacques Chirac, antes de que pudieran fabricar un ingenio atómico. La situación geoestratégica actual es completamente distinta a la de entonces. Pero la amenaza para Israel es mayor. Irán tiene tres veces el número de habitantes que Irak; su Ejército demostró su valía en un enfrentamiento de ocho años con los iraquíes y sus misiles tierra-tierra son capaces de alcanzar territorio israelí. Con el barril de crudo a 65 dólares y subiendo, su control de las rutas petroleras por el estrecho de Ormuz y sus sustanciosos contratos con Rusia y, sobre todo, con China, Irán se siente intocable. Sabe que si, finalmente, el Organismo Internacional de Energía Atómica decide enviar su caso al Consejo de Seguridad, éste tardará mucho en decidirse a aplicar sanciones realmente mordientes. Entretanto, su programa nuclear seguirá adelante con las estratagemas y engaños de antaño. Pero se equivoca si cree que Israel esperará. Osirak ahora se puede llamar Natanz.

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