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Columna
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Probablemente la mejor

Lluís Bassets

¿Podría alguien imaginar que el Gobierno de Irak regañara a Estados Unidos y al Reino Unido por su escaso respeto por los derechos humanos? Quizás, pero dentro de 60 años, cuando en Bagdad esté instalado un gabinete democrático presidido, a lo mejor, por una mujer. Pues eso, o algo parecido, es lo que acaba de suceder con Rusia y Estados Unidos, a los que la canciller alemana, Angela Merkel, ha afeado en público y sin complejos sus respectivos pecados políticos. A Estados Unidos, por el mantenimiento de Guantánamo y sus prácticas de lucha antiterrorista en flagrante violación de la legislación internacional. A Moscú, por la política de sangre y fuego practicada en Chechenia, las limitaciones a la actuación de las ONG dedicadas a los derechos humanos y las deficiencias democráticas en general de su sistema.

Este doble varapalo no tendría nada de particular si no viniera de un país sometido hasta hace pocos años a un comportamiento prudente y restrictivo en sus relaciones internacionales. La contundencia y la naturalidad con que Angela Merkel ha realizado estas observaciones expresan, de una parte, la fuerza de la nueva canciller a la hora de instalarse en la escena internacional, y de la otra, el regreso imparable de Alemania a la dimensión política que le corresponde. El Gobierno rojo y verde de Gerhard Schröder dio pasos de gigante en esta dirección, principalmente al acordar la participación de tropas alemanas en misiones internacionales. Pero el Gobierno de gran coalición de Angela Merkel acaba de traspasar otra barrera: Alemania es un país normal, una democracia irreprochable, y tiene el derecho a juzgar el comportamiento de otros países en cuestión de derechos humanos y de estándares democráticos.

El peso de Hitler, la catástrofe bélica que desencadenó y, sobre todo, el Holocausto, explican los largos años de mala conciencia alemana, en vivo contraste con la buena conciencia proverbial de Estados Unidos y la escasa conciencia rusa. La onda expansiva de aquel crimen sigue conmocionando todavía en Alemania y en todo el mundo. Y si hay algo que cabe lamentar son las zonas de sombra, en el mundo islámico y también en algunos rincones de Asia, donde sorprenden los destellos de admiración que puede levantar Hitler, o que la polvareda que se mantiene de aquel inmenso crimen sirva para ocultar otros crímenes contra la humanidad de parecido calado, en la Rusia de Stalin o en la China de Mao.

Aleccionadores aleccionados, los gobernantes norteamericanos y rusos no han recibido idéntico trato de la canciller de esta nueva Alemania sin complejos. Está claro que Berlín comparte valores con Washington y que allí lo que falla no es el sistema sino la presidencia. Y también que en Moscú falla todo, el sistema y el Kremlin. Merkel ha intensificado la relación con Estados Unidos y ha aflojado la relación con Rusia, en una modulación atlantista pero sin ruptura de las relaciones exteriores alemanas. Pero respecto a Bush, ha tomado distancias en el asunto de la lucha antiterrorista, incluso por conveniencia interna y ante la posibilidad de que la oposición de Schröder a la guerra de Irak hubiera ido acompañada de una colaboración condenable de sus servicios secretos. Y ha reafirmado la relación estratégica con Rusia, sobre todo en el capítulo energético y en el denostado gaseoducto del Báltico, que sortea las repúblicas bálticas y Polonia. Merkel quiere relaciones directas con Washington sin pasar por Londres o París, pero también relaciones energéticas directas con Moscú sin pedir permiso a sus vecinos. Su contundente toma de posición ante los derechos humanos aparece así como un acto de afirmación alemana y de reivindicación del papel de Alemania en la conducción de la Unión Europea.

Merkel ha sabido situarse en el espacio internacional en relación a dos presidencias imperiales. Una, la mayor, la colosal, del imperio unilateral que quiso cambiar el mundo de un manotazo y ha fracasado rotundamente en su proyecto. Y la otra, la menor, del imperio arruinado que quiere resucitar los viejos laureles autocráticos a lomos del precio del petróleo. Su país no tiene voto en el Consejo de Seguridad, pero su voz ya tiene el volumen de lo que pesa. No es para menos, porque además, pese al pasado insoportable, la República Federal de Alemania, como una famosa marca de cerveza, es probablemente la mejor democracia del mundo.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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