Leyenda y desafío
EL PAÍS ofrece el lunes, martes y miércoles tres nuevas entregas de la colección de libro-CD de Mozart por 2,95 euros cada una
Las tres próximas entregas de la serie de discos compactos que EL PAÍS dedica a Mozart -y que se venderán con el diario el lunes, martes y miércoles- recogen aspectos diferentes pero complementarios de su creación. El Réquiem nos conduce a los últimos momentos de su vida, a la realidad de un fin que aparece ya como posible. Las grandes obras para clarinete representan la necesidad de seguir creando contra toda esperanza. Los cuartetos, por su parte, revelan al Mozart más recogido, el que se explaya en la música de cámara como una suerte de espejo en el que ir revisando su propia evolución.
El lunes nos llegará -en versión dirigida por Josef Krips- el Réquiem, esa obra que se mueve en el terreno de la leyenda y que nos muestra un Mozart en el final de sus días, viviendo el amargo licor del olvido, él que fue el músico adorado por la Viena que acabó por ignorarle. El Réquiem lleva implícita su propia leyenda, en buena medida poco creíble. Se trató, en efecto, de un encargo, pero no hay por qué pensar que Mozart fuera consciente de estar escribiendo su propia música fúnebre. La realidad es que el tal encargo resultó ser algo tan prosaico como el deseo de un aristócrata, el conde Wassel-Stuppach, por presumir ante sus amigos de haber escrito una obra a la memoria de su mujer, fallecida recientemente. El caso es que Mozart no pudo concluirlo y sería su fiel discípulo Franz Xaver Süssmayr quien lo completara después de su muerte. El resultado es una pieza sobrecogedora, heredera consciente de la grandeza de Bach y Händel -dos músicos a los que Mozart adoraba- y que, a pesar de sus avatares, refleja al fin una admirable unidad de estilo a la que no es ajeno el trabajo admirativo de Süssmayr.
El martes se nos ofrecen, con Martin Fröst como protagonista, las grandes obras para clarinete del compositor salzburgués, es decir, su Quinteto para clarinete y cuerdas y el Concierto para clarinete y orquesta. Se trata de dos obras de la última época del autor, que coincide con su interés por un instrumento que se asocia fácilmente con la hondura expresiva, sobre todo en el caso del clarinete di bassetto, que es para el que Mozart escribió. Como en otros momentos de su producción, ambas partituras se ligan indefectiblemente a la figura de un intérprete que es, al mismo tiempo, amigo cercano del compositor. Esta vez se trata de Anton Paul Stadler, compañero de logia masónica. Las dos bien pueden ser escuchadas como una confrontación entre la soledad y el fracaso del Mozart de los últimos años y su deseo por seguir trabajando en una creación en la que sólo él -y algunos amigos muy cercanos- parecía, a esas alturas, confiar. Por eso en ellas se entreveran lo trágico y lo optimista, el lirismo y la afirmación.
El miércoles podremos acercarnos a dos muestras magníficas del camerismo mozartiano que, además, surgen de la admiración hacia otro gran maestro de esa forma, Franz Joseph Haydn: los K421 y K465 -la letra K representa el apellido del catalogador de la obra de Mozart, Ludwig von Köchel (1800-1877)- por el Mosaïques. Mozart admiraba a Haydn y éste, 24 años mayor que él, al salzburgués, a quien consideraba el mejor músico vivo. Pero estos cuartetos -seis en total-, terminados en Viena en 1785, no son sólo un homenaje al maestro, sino, y por encima de todo, un desafío para el propio compositor que quiere mostrarse a sí mismo su propia capacidad para dominar una forma a la que Haydn había dado carta de naturaleza. Del K412 se dice que fue escrito mientras Constanza, su mujer, daba a luz a su primer hijo. Del K465 hay que destacar su audacia, que llevó a los musicólogos a pensar en errores que no eran tales y le granjearon el subtítulo De las disonancias.
Babelia
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