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Columna
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Desconciertos

Josep Ramoneda

El concierto es una composición musical para diversos instrumentos en que uno o varios llevan la parte principal, dice el diccionario de María Moliner. Naturalmente, concierto viene de concertar: componer, ordenar, arreglar las partes de una cosa o varias cosas. Pero ¿puede salir buena música del desconcierto? La construcción del Estatuto de Cataluña en el Parlament fue un magnífico ejemplo de desconcierto. En doble sentido: no había uno ni varios de los actores que llevaran la parte principal, sino que era un juego de todos contra todos, y los papeles que cada uno de los actores atribuía a los otros no se correspondieron con la realidad. O sea que la dirección era mala o inexistente, y el proceso partió de un rotundo desconocimiento de las intenciones de unos y otros, lo cual tuvo un efecto escalada que dio como resultado el Estatuto por agregación que ahora está sobre la mesa, manifiestamente falto de la unidad conceptual, literaria y jurídica propia de un trabajo acabado.

Después de 23 años de pujolismo, a los partidos catalanes les ocurrió algo parecido a lo que pasó a determinados líderes europeos que habían vivido toda su carrera en la guerra fría cuando cayó el muro de Berlín: seguían razonando conforme a reflejos adquiridos durante tan largo periodo que en el nuevo mundo eran ya obsoletos. Así, el PSC, convencido de que CiU nunca aceptaría que fuera un presidente de otro partido el que se pudiera poner la medalla de un nuevo Estatut, confió siempre en que los nacionalistas acabarían cargándose el Estatut y asistieron impávidamente a la escalada de propuestas convergentes, pensando que se disolverían por sí solas. Y CiU creyó siempre que el PSC, de obediencia estricta al PSOE, por tanto a los intereses de España, como el pujolismo recordó día a día durante 23 años, diría basta y que para conseguirlo era necesario ir subiendo la apuesta. Ambos estaban equivocados. CiU había calculado que si aparecía como ariete de un estatuto exigente y éste no se aprobaba, tenía programa de agitación política para los próximos 20 años, y el PSC, una vez hecha la opción de meterse de lleno en el terreno ideológico del nacionalismo, se había cerrado la puerta para dar marcha atrás, con lo cual la escalada se consumó. Y cuando unos y otros se dieron cuenta de que el adversario no era como lo esperaban, ya era tarde: ya no tenían otra salida más que el acuerdo.

¿Qué perdió cada cual en este juego de engaños? CiU perdió la imagen de moderación, pero tiempo tendrá para recuperarla, sobre todo con un PP tan faltón a su derecha. El PSC se ha alejado de su territorio ideológico propio y estas dejaciones a menudo tienen costes altos. No se conoce ningún partido que haya ganado unas elecciones sin hacer el pleno del voto de los suyos.

Pero el desconcierto no fue una exclusiva catalana. También en Madrid, los socialistas confiaban en que CiU se levantaría de la mesa y ahorraría a Zapatero el cáliz estatutario, y el PP estaba convencido primero de que el PSOE impediría la escalada y después de que el Estatut provocaría la división en las filas socialistas. Nada de esto ha ocurrido. Y además, para sorpresa de muchos, fue el propio presidente Zapatero el que en los últimos momentos alentó el acuerdo.

¿Qué ha pasado entonces? ¿Cuáles son las causas de este desconcierto? Algunas mentes que lo reducen todo al juego de las sumas y restas dirán que aquí no hay otro misterio que el hecho de que el PSOE necesita el voto de Esquerra Republicana para gobernar y que, por tanto, ésta tiene la sartén por el mango. Es el argumento del PP, que razona coherentemente con su propia actuación: no tuvo ningún problema en 1996 en tirar a la basura el discurso antinacionalista periférico de su campaña electoral para conseguir el poder gracias a un acuerdo con los nacionalistas catalanes y vascos. La obsesión popular en esta cuestión ha tenido el efecto contrario al buscado: en vez de poner en riesgo la mayoría parlamentaria que apoya al Gobierno, ha conseguido que ésta se ensanchara, con CiU y el PNV dispuestos a colaborar con ella.

De modo que hay que buscar otros factores. Y uno de ellos es el estilo difuso de liderazgo de Zapatero, porque es su manera de hacer, y de Maragall, por las circunstancias. Ninguno de los dos lideró el proceso de reforma estatutaria: dejaron que cada cual colocara sus propuestas sobre la mesa, sin definir más que vagamente los límites (que no sea anticonstitucional y que tenga amplio soporte), lo cual dejaba vía abierta a la escalada. Y así ha sido, hasta el punto de que el propio Maragall ha llegado a marcar alguna distancia, diciendo que el Estatut era del Parlament y no suyo.

Pero ha habido también un doble movimiento ideológico de fondo: la visión que Zapatero tiene de la articulación política de España y el desplazamiento del PSC hacia el espacio ideológico nacionalista. Podría decirse que Zapatero tiene una concepción posideológica de España: que la unidad se funda en criterios de funcionalidad y eficiencia más que en cuestiones mitológicas y de principios, y que piensa ya en términos de sociedades definitivamente heterogéneas como es propio de un país de inmigración, lo cual no es forzosamente una buena noticia para los nacionalistas periféricos porque el PSOE de Zapatero no ofrece un pim, pam, pum de retroalimentación ideológica como el PP o el PSOE de Rodríguez Ibarra y José Bono, y al mismo tiempo contrasta con el repliegue del PSC en el espacio nacionalista. Esta novedad tiene dos consecuencias: se rompe el monopolio del nacionalismo, tendiendo a normalizar el país sobre el eje derecha-izquierda, pero se limita sensiblemente el reconocimiento de la complejidad del demos catalán. Y se cultiva la idea de que fuera del nacionalismo no hay salvación. Otra vez los simplistas lo atribuirán a la aritmética electoral. En cualquier caso, cuando el presidente Maragall dice que si España no cambia vendrá la desafección de Cataluña, además de seguir aumentando el mal rollo entre él y Zapatero, asume plenamente la lógica del nacionalismo convencional.

De modo que en el mismo momento en que Artur Mas amplía su panoplia ideológica hacia un cierto liberalismo, consciente de que con la sola bandera no le bastará en el futuro, el presidente Maragall se envuelve en la bandera olvidándose de la renovación ideológica de su partido que era legítimo esperar. ¿Qué hay que entender? ¿Que los cargos imprimen carácter y la presidencia de la Generalitat secuestra a sus presidentes? ¿Que la oposición es mejor sitio que el Gobierno para renovarse? ¿O que CiU y el PSOE han hecho el cambio generacional que el PSC tiene pendiente?

Ahora empieza la negociación en serio en el Parlamento español. Para el bien de todos, y en especial del prestigio de la clase política, sería de agradecer que no nos ofrecieran un vodevil tan malo como el que nos dieron aquí en julio y agosto pasado. Y si tiene que haber acuerdo, y creo que lo habrá, que lo hagan pronto y que nos ahorren el ruido y la comedia. Y que aprendan de la experiencia del Parlament y no esperen que el adversario les resuelva los problemas que cada cual tiene la responsabilidad de afrontar. Los problemas no se evaporan, ni siquiera en el modelo difuso de gobierno.

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