Gallos de pelea
El efecto más temible del actual extremismo neofranquista de algunos historiadores es la réplica extremista neoantifranquista. Se alimentan mutuamente y pueden echar a perder parte de un terreno de lucidez ganado poco a poco en el espacio lento y habitualmente pudoroso de los historiadores. La historiografía académica puede estar empezando a sentirse obligada a plegar veles y detener el camino emprendido de comprensión integral del franquismo con grises por todos los sitios, grises de los de verdad y grises de los otros: matices y sutilezas, ajustes y límites, contradicciones y concesiones razonadas. Eso comportaría un asunto mucho más grave: romper la inercia que había consolidado la cultura española para tratar de comprender la complejidad del siglo XX completo. Sobre todo en el ámbito de la historia política, pero no sólo en ella, los profesionales pueden empezar a pensárselo mejor y sentir la tentación de regresar a las viejas posiciones duras, marciales, de la edad de piedra y la lealtad política a los vencidos y derrotados. Por decirlo a la brava: el neofranquismo de Pío Moa está propiciando una nostalgia de las viejas banderas de la izquierda en historiadores profesionales, en articulistas sensatos urgidos de dar respuesta rápida y actual a la irresponsabilidad de profesionales de la propaganda en su sentido duro, el de la propaganda como mercado de la mentira, la propaganda política como maniobra de disolución de la verdad. Existe la tentación de pensar que los neofranquistas de la cuerda de Pío Moa o de César Vidal necesitan un escarmiento, y ese escarmiento consiste en volver a poner las cosas en su sitio y dejarse de monsergas comprensivas para condenar sin paliativos -o con paliativos de poca monta- a quienes anduvieron cerca del régimen, en el núcleo duro, en el blando, en la periferia y aunque llegasen a salirse.
Es un efecto psicológico explicable. Cuando el historiador de una cierta izquierda razonable no maximalista ha hecho el esfuerzo de razonar lo que pasó por las cabezas de quienes nutrieron el franquismo, con sacrificio de la propia querencia instintiva y en favor del decoro historiográfico (y del conocimiento), resulta que llegan los neofranquistas y se suben a la parra del puro desbarre, alimentando de nuevo la legitimación de la guerra y su prolongación política con argumentos estrictamente filofranquistas. De golpe y porrazo volvemos a las andadas de buenos y malos, y desaparece la capacidad de enterarse de veras de cómo funciona un sistema político y cultural complejo, donde una abyecta construcción política sometió a un sinnúmero de personas reales y no sólo súbditos numéricos o figurantes ciegos. Las banderías reaparecen para dejar yermo el espacio de la inteligencia, que no puede conformarse con esa mendacidad interpretativa, porque la inteligencia no maneja banderías.
El efecto de contaminación de esos propagandistas de la momia de Franco se basa en un mecanismo perverso en el que la inteligencia no debería caer, o del que debería precaverse. Aludo al tránsito que emprende la razón desde el ámbito moral hacia la razón política cuando se trata de historiar. Los deberes del historiador pertenecen al campo de la moral, pero el acoso de los sentimientos políticos -y la cólera ante los embustes difundidos masivamente- puede dar al traste con el decoro historiográfico, con la integridad interpretativa. La convicción de fondo es que el contraataque será más efectivo e impedirá ceder ese espacio ponderado donde se mueve la ecuanimidad, el matiz lento y contextualizado, todo ello tan poco ágil y tan poco rentable como gallo de pelea. La inercia general de esa dinámica lleva a un pésimo paso: el de renunciar a la calidad historiográfica en razón de su inutilidad (inutilidad propagandística), sin advertir que nunca va a cumplirse ese efecto real en los lectores de Pío Moa o César Vidal, porque ninguno de ellos va a aprender nada en los libros de Santos Juliá, Enrique Moradiellos o Julián Casanova. De manera que el peldaño último de la escalada de degradación podría ser todavía más insensato e improductivo: perder por el camino de la rebatiña la ansiedad de satisfacer horizontes explicativos más complejos que los de la bandería, perder las ganas de saber mejor y enterarse sin escrúpulos de conciencia (política) de lo bueno y de lo malo, de lo menor y lo mayor, y darle sentido en una interpretación coherente y no banalmente torera.
Porque todavía puede tener un último efecto nocivo entre los historiadores ese estrellato de los neofranquistas de la historia: la deslegitimación implícita de todo aquello que no estuviese en los círculos más duros de la resistencia antifranquista, todo aquello que no cayese en la proximidad del PCE, en las ilusiones armadas del FLP o los ramales más enérgicos del PSOE. Cuanto se movió en unas medias tintas demócrata-cristianas, o socialdemócratas, o vaga y tibiamente liberales, se deslegitima en razón de su blandura, como si de hecho hubiese sido una forma de complicidad franquista, cuando en rigor y sin tapujos, pudo ser una opción política legítima aunque escasamente seducida (y puede que escarmentada) ante los proyectos revolucionarios que animaron las grescas de los jóvenes opositores de los años sesenta y setenta.
Todo junto podría llevar a un resultado catastrófico. No sólo no se habría conseguido arrancar ningún alma de cántaro de las zarpas guerrilleras de Moa o Vidal, sino que se habría arruinado la decencia historiográfica en plena democracia. No sólo habrían obtenido grandes éxitos de difusión, sino que casi podrían jactarse de haber alcanzado sus últimos objetivos militares. Deberíamos ser capaces de aguantar el envite sin miedo y con razón, o mejor, con Ángel González, sin esperanza y con convencimiento.
Jordi Gracia es profesor de Literatura Española de la Universidad de Barcelona y autor de La resistencia silenciosa (2004).
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