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Manuel Azaña y Cataluña

Hace pocos días, mi buen amigo, profesor y periodista Antonio Domínguez recordaba con oportunidad que en este año de sobrados aniversarios pasara por alto que se cumplían los 65 años del fallecimiento del posiblemente mejor político de nuestra Segunda República, Manuel Azaña. Sabido es que ocurre en la ciudad francesa de Montauban el 3 de noviembre de 1940. Lo hace casi en soledad. Un distinguido miembro de la Iglesia católica con el que sostiene largas conversaciones, sin que se conozca a ciencia cierta el resultado final de las mismas. Su siempre fiel esposa, a la que, por cierto, nuestro actual Rey recibe mucho tiempo después en el exilio. Alguna visita esporádica de compañeros republicanos. Y poco más. Bueno, también su penosa enfermedad plagada de recuerdos, añoranzas, muchas incógnitas sobre el inmediato y algún que otro reproche. En un día de niebla y lluvia decía adiós a la vida y a su vida aquel personaje del que durante mucho tiempo se afirmara aquello de que "la República fue Azaña y Azaña fue la República". La historia, ya en nuestros días, vendría a redimir a quien sus enemigos de entonces y del inmediato después calificaran como "El Monstruo". Y se quejaba mi citado amigo de que todavía haya que desplazarse al vecino país para honrar su figura y su memoria, "sin poder hacerlo en España". Le contesto: el mismo Azaña quiso que así fuera. Como adivinando el trasiego de cadáveres que luego se iba a producir, se anticipó a ello con esta profunda súplica: "Que me dejen donde caiga, y si alguien, un día, cree que mis ideas eran dignas de difundirse, que las difunda. Ésos son los únicos restos de un ser humano que deben ser movidos si lo merecen".

Pues bien, andamos en tiempos de volver a sus ideas en los momentos en que el Estatuto de Cataluña constituye tema principal de discusión entre nuestros políticos. Y ello porque, a no dudarlo, Azaña constituyó el auténtico artífice e impulsor del Estatuto que la República concede a Cataluña el 9 de septiembre de 1932.

La empresa no resultaba nada fácil, ni mucho menos. Ello motivó la muy extensa y hasta cruda discusión en las Cortes republicanas. Se presentaban tres principales obstáculos a superar. En primer lugar, la misma regulación que hacía la Constitución de 1931. Tras la definición del Estado como "integral", evidente fórmula de compromiso entre las corrientes que ocupaban los escaños, no se hablaba de nada más que de posibles regiones con autonomía. Felizmente, los constituyentes de la época no dieron entrada a otros términos o denominaciones. Y lo evitaron sin ningún tipo de reparos. Es decir, no cayeron en lo de "nacionalidades", ambigua expresión que tantos quebraderos de cabeza dio a los constituyentes de 1978. Parece que se trató de una propuesta del diputado Roca como reconocimiento y distinción a aquellas comunidades autónomas que en el pasado, durante la República, habían obtenido ya un Estatuto de autonomía: tendrían un más fácil acceso a una nueva autonomía por un camino corto previsto por el mismo texto constitucional. A mi entender, el término no resultó muy feliz, y prueba de ello ha estado en su no uso posterior. Pero no nos alejemos de la Constitución de 1931. Lo realmente importante es que la Constitución republicana basaba la posibilidad de obtener autonomía para aquellas regiones (y únicamente regiones) que gozarían de un grado mayor o menor de competencias "según su capacidad política, a juicio de las Cortes". Nunca se habló de "hechos diferenciales", sino de "características comunes" entre provincias. Y el título que regulaba el proceso autonómico llevaba la denominación de "Organización Nacional", quedando lo de "Nacionalidad" para señalar quiénes eran españoles. En mi opinión, una regulación mucho más clara y, a la vez, restrictiva que en la actualidad.

En segundo lugar, y casi como derivación de lo anterior, la concesión de Estatutos de autonomía se entendió siempre por la República como una excepción. No como algo "para todos". Se pensaba, y así ocurrió, fundamentalmente para dar una solución al heredado "problema regional", centrado en Cataluña -y no únicamente por los antecedentes históricos existentes-. También por las condiciones establecidas en el famoso Pacto de San Sebastián y, sobre todo, por no existir dudas sobre el republicanismo de aquella entonces región. Por ello, el tema de Cataluña fue prioritario para los grupos de izquierda y centro-izquierda. Frente a esa confianza, el reparo hacia el País Vasco que, tras repetidos intentos, no obtiene su Estatuto hasta ya iniciada la Guerra Civil. El reparo ante este segundo caso lo encontramos en las mismas irónicas palabras de Azaña. Escribe así en 1933: "Fuimos a Guernica. Visitamos el Árbol y la Casa de Juntas, donde hay una porción de cachivaches que pretenden ser antigüedades y reliquias de una tradición". La crueldad en las expresiones constituyó, como en muchos casos lo demuestra, algo que Azaña no evitaba. Claro está que este mismo carácter de excepcionalidad tuvo también y de inmediato el argumento del agravio comparativo con otras regiones por parte de los enemigos del Estatuto. De ahí se derivaron no pocas consecuencias.

Y, por último, acaecía que el PSOE, el partido mejor organizado al llegar la República, nunca se mostró autonomista. Como tampoco los sindicatos de UGT y CNT. Sus apellidos de "internacionalistas" lo impedían de entrada. Por eso costó tanto sacar adelante la aprobación de Estatutos. Bastaría con recordar la famosa expresión de Prieto oponiéndose con fuerza a la creación de un segundo Vaticano en España, al referirse al País Vasco. Aquí, por demás, andaba por medio la desconfianza hacia el PNV y su profundo catolicismo. Superar todas estas circunstancias constituía una batalla de difícil victoria.

Y el triunfo vino de las manos de Azaña. En los debates parlamentarios y en la prensa de la época el tema catalán ocasionó un duro enfrentamiento. A los grupos de la derecha se unieron, a más de los citados, hasta los mismos intelectuales del momento, con Unamuno a la cabeza. Lo que podríamos llamar posición intelectual o filosófica del debate la presentó el mismo Ortega: el problema no tenía solución. Únicamente se podría "conllevar", expresión que pronto pasó a la historia. Y la tarea política y práctica, en los acuerdos de trastienda y, sobre todo, en el debate parlamentario de Manuel Azaña. En el mes de mayo, Azaña había puesto fin al debate sobre la totalidad del proyecto señalando los "intentos de monopolizar el patriotismo y algo de malevolencia política". Y en las semanas siguientes se emplea a fondo tras el auténtico vendaval de votos particulares (sólo el diputado Royo Villanova había presentado nada menos que 29) e interminables enmiendas. Tras el enorme esfuerzo, el Estatuto quedó finalmente aprobado, en votación nominal, el día 8 de septiembre. El apoyo de los socialistas dejó en solitario a los grupos de la derecha, que únicamente consiguieron 24 votos en contra, frente a 314 a favor.

El júbilo fue enorme en Cataluña. El 15 de septiembre se firma el Estatuto en San Sebastián, en un acto presidido por el mismo presidente de la República. Días más tarde, Azaña visitaba Barcelona para recibir el agradecimiento de los catalanes. Sus palabras no pudieron ser más elocuentes: "El hecho que celebramos no es un hecho catalán, sino un hecho español, y más diré: un hecho de la historia universal, y es probable que sea la República española, con sus soluciones autonomistas, la que en adelante señale los caminos a seguir a otros pueblos europeos en situación más o menos semejante a la nuestra". Parecía hablar para el futuro de nuestro propio país. Para el periódico madrileño Ahora, la solución no podía haber sido otra: "La República combinada con la autonomía" (29 de septiembre de 1932).

El artículo primero del Estatuto comenzaba así: "Cataluña se constituye en región autónoma dentro del Estado español, con arreglo a la Constitución de la República y el presente Estatuto". Y en su artículo tercero se podía leer lo que sigue: "Los derechos individuales son los fijados por la Constitución de la República española. La Generalidad de Cataluña no podrá regular ninguna materia con diferencia de trato entre los naturales del país y los demás españoles. Éstos no tendrán nunca en Cataluña menos derechos que los que tengan los catalanes en el resto del territorio de la República". Me parece oportuno el recuerdo de estos dos artículos. Ni en ellos ni en el resto de los no citados aparecen en ningún momento palabras tales como Nación, Nacionalidad, Hecho Diferencial, Soberanía compartida, Estado Asociado, Federalismo Asimétrico, etcétera, ahora tan al uso por el reverdecer de nuestros nacionalismos.

El Estatuto corrió la misma historia de vaivenes por la que atravesó el régimen republicano. Suspendido por el Gobierno Lerroux-Gil Robles en el segundo bienio, vuelto a poner en vigencia por el Frente Popular, derogado y condenado por el sistema autoritario que se implanta en 1939. Y allá, el solitario de la Pobleta, el Manuel Azaña que nunca quiso encabezar el Gobierno cercano a la guerra. Allá, completamente aislado quien había optado, sin condiciones, por la Presidencia de una República cuya vida se extinguía. No había servido su famoso discurso en el mismísimo Ayuntamiento de Barcelona el 18 de julio de 1938, y cuando el resultado bélico era ya previsible, pidiendo, en "nombre de la patria eterna", "Paz, Piedad y Perdón". Poco tiempo después es cuando aparecen sus reproches. La cuestión catalana perdurará "como un manantial de perturbaciones (...) y es la manifestación aguda, muy dolorosa, de una enfermedad crónica del pueblo español". Ahora parece que es Ortega quien habla. Azaña condena la insurrección libertaria y alude al llamado "eje Barcelona-Bilbao" como obstáculo para el triunfo en la guerra. Y es que al que fuera el gran protagonista y el gran hombre de Estado se le había ido de las manos "su República". Y con ella, "su Estatuto". Le quedaba la nostalgia, la sinceridad ante las causas de los acontecimientos y, por encima de todo ello, el inmenso cariño a la España que nunca había dudado en llamar así: "La patria eterna".

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.

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