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La identidad de una esquina

Manuel Cruz

En la ciudad de Buenos Aires, en el cruce de la famosa calle Florida con la de Paraguay, se encuentra situada una antigua cafetería llamada Florida Garden. Desayunaba en ella hace pocas semanas cuando me llevé la sorpresa de comprobar que en las pequeñas servilletas de papel que se les ofrecen a los clientes en todas las mesas viene escrito el siguiente texto: "Florida Garden. La identidad de una esquina". Estando como está en estos tiempos cualquier ciudadano de Cataluña, esto es, agobiado por los temas identitarios, no pude por menos que pensar para mis adentros: "Vaya por Dios (es un decir, claro), ¡si ahora va a resultar que hasta las esquinas tienen identidad!".

Quizá a alguien le pueda parecer un punto exagerada aquella reacción mía. Soy consciente de que en los últimos tiempos los más recalcitrantes defensores de los asuntos identitarios en mi comunidad prefieren aparecer revestidos de ropajes pragmáticos. Pero no habría que tener una mirada tan corta. Cuando se inició en Cataluña la larguísima andadura del Estatuto, los temas prioritarios no eran de este segundo tenor, sino del primero, desatadamente simbólico. Fue cuando, por diferentes vías (si no recuerdo mal, le corresponde al secretario general de Comisiones Obreras en Cataluña el mérito de haber dado el pistoletazo de salida crítico), empezó a hacerse público y manifiesto el desinterés de la ciudadanía hacia tales asuntos cuando los representantes políticos partidarios de la reforma del texto decidieron dar un giro a la manera de argumentar la necesidad de dicha reforma, y acuñaron la metáfora (muy boy scout, dicho sea de paso) del abrelatas, esto es, del nuevo marco legal como instrumento necesario para resolver los problemas (vivienda, paro, inmigración...) que efectivamente preocupan a los ciudadanos.

La andadura fue, como decíamos, larga y a ratos fatigosa. Tanto es así que cuando, hacia mediados del pasado septiembre, era dominante la sensación de que el proyecto quedaría embarrancado en Cataluña, por todas partes se repetía la afirmación del enorme descrédito alcanzado por la clase política catalana, la desafección irreversible hacia lo público que ello iba a provocar entre los votantes, etcétera. Por aquellas fechas, con ocasión de una tertulia matutina en una emisora local de Barcelona y al ser preguntado por mi punto de vista al respecto, ya di mi opinión acerca de la más que probable mudanza de dicha percepción, que, a la vista de las experiencias del pasado, era harto probable que virara hacia el fervor patriótico, la unidad frente a los consabidos ataques del centralismo, el memorial de agravios acumulados y otros registros análogos. El vaticinio, bien fácil de hacer por alguien mínimamente atento a la política catalana desde los inicios de la democracia, parece estarse cumpliendo punto por punto.

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Pero antes de que todo ello ocurriera, incluso antes de que los predicadores de la derecha pusieran en marcha su eficaz y poderosa maquinaria de agitación y crispación, hubo un episodio que me llamó la atención y sobre el que me gustaría poner el acento por un instante. Tres días después de haber sido aprobado, por abrumadora mayoría, el nuevo Estatuto, el presidente de la Generalitat declaró en el Parlament que, sin duda, habían hecho mal muchas cosas, que se habían equivocado con el texto finalmente acordado por el 90% de la cámara y que, como consecuencia de todo ello, había que ir al Congreso de los Diputados de Madrid con actitud negociadora. Imagino que, al igual que yo, muchos ciudadanos se debieron preguntar: si tres días después tienen tan sumamente claros sus errores, ¿qué celebraban con ese enorme entusiasmo y alegría tres días antes?

Confieso que no he alcanzado a saber a qué se refería Pasqual Maragall al aludir a las "muchas cosas que hemos hecho mal". El goteo incesante de declaraciones -en más de un caso contradictorias- de unos y de otros no ha conseguido aclarármelo. En algún momento parecía que se aludía al a estas alturas fastidioso asunto de la definición de Cataluña como nación. Representantes de partidos nacionalistas habían llegado a sostener que, precisamente porque el asunto no tenía la menor trascendencia política y era sólo cuestión de palabras, se podía llegar a alguna transacción al respecto. Más tarde vino la intervención de los representantes del Parlament de Cataluña en el pleno del Congreso. La verdad es que conmovía escuchar a dichos representantes, especialmente a los nacionalistas, pronunciar en el Congreso de los Diputados unas declaraciones de simpatía -cuando no de amor- a España que los ciudadanos catalanes jamás escuchamos por aquí de esas mismas bocas.

Pero tampoco debía ser ése el misterioso error porque, días después, los lectores de este periódico nos desayunábamos leyendo en su portada que el susodicho asunto de la definición era innegociable y que en ningún caso alternativas como la de identidad nacional -según parece, propuesta por el propio presidente del Gobierno- resultaban aceptables. Quizá deba iniciar un pequeño rodeo para no quedar varado en el mero estupor. No soy historiador, ni politólogo, ni economista, ni sociólogo, ni, en sentido mínimamente propio, científico social en ninguna de sus variantes. Más aún: no me duelen prendas en confesar públicamente que cuando soy requerido a opinar sobre determinados temas suelo hacer mías las opiniones de los analistas y profesionales que tengo en mayor estima y que son -ellos sí- competentes al respecto. De hecho, durante bastante tiempo hacía míos los análisis de Antoni Puigverd en lo tocante a las posibilidades que abría el proyecto de Maragall de plantear una nueva manera no sólo de pensar las relaciones con el resto de España, sino también en el seno de la propia sociedad catalana (con su sugestiva teoría de la trenza, que aludía a la forma en que, según él, habían empezado a articularse los catalanes de origen y los hijos y nietos de la emigración interior). Hoy, a la vista de la deriva que han ido tomando los acontecimientos (incluyendo en este capítulo no sólo el propio texto del Estatuto, sino la práctica del tripartito en asuntos altamente sensibles), he llegado al convencimiento de que tanto aquellos análisis de Puigverd como los de muchos otros con los que coincidí -además de en las ideas, en alguna plataforma de apoyo a Maragall- han terminado por convertirse en piadosas intenciones que no tienen el más pequeño viso de convertirse en reales.

Ignoro también si puedo ser incluido en el colectivo de los intelectuales convocados por Manuela de Madre y Carod. Supongo que no. En primer lugar, porque sospecho que la convocatoria se dirigía en exclusiva a los partidarios de su misma causa, pero, en segundo, porque se especificaba que iba dirigida a losintelectuales españoles, esto es, de fuera de Cataluña. Probablemente porque daban por descontado que entre los intelectuales catalanes se produce una casi absoluta unanimidad (apenas rota por el pequeño grupo de los de siempre). En todo caso, imagino que, en tanto que ciudadano que ha nacido, crecido y trabajado en Cataluña toda su vida, y que se encuentra preocupado por el futuro de su comunidad, me asiste el derecho a expresar en voz alta alguna modesta consideración.

Quizá para cuando este artículo venga a publicarse habrá amainado la tormenta provocada por el insensato boicot a productos catalanes, las encendidas soflamas de algún periodista radiofónico matutino y demás factores perturbadores. Ojalá sea así. Porque ello permitiría -o al menos, debería permitir- devolver las cosas al lugar del que nunca debieron salir, esto es, el de la crítica política, a ser posible no coyuntural, alejado de esa práctica, en la que parecen sentirse tan cómodamente instalados los políticos de estas latitudes, de atribuir por sistema a algún enemigo exterior la causa de todos nuestros males. Acaso entonces pudieran reconsiderarse de una vez cuestiones que han ido siendo aceptadas, a modo de evidencia indiscutible, y que no es de descartar que estuvieran en el origen de muchos de nuestras dificultades actuales. Estoy pensando, en concreto, en la llamada transversalidad del nacionalismo en Cataluña, en el tópico de que una determinada sensibilidad política, lejos de ser el monopolio de una u otra formación, las atraviesa a todas, no siendo posible a este respecto establecer líneas de demarcación.

Mucho me temo que, por bienintencionada que fuera la idea (esto es, por más que viniera animada por el propósito de neutralizar una posible discriminación entre partidos catalanes y partidos de obediencia exterior), no sólo no ha conseguido su objetivo (los reproches a que algunos reciben órdenes de Madrid arrecian en cuanto el debate político se intensifica lo más mínimo), sino que ha terminado por provocar efectos ciertamente perversos. Como el de regalar la hegemonía ideológica y política a los rivales electorales, cosa que ha quedado sobradamente probada a lo largo de todos estos años. Pero quizá ahora, más importante todavía que eso, sea el efecto homogeneizador que dicha presunta transversalidad provoca. Una homogeneización que impide la crítica. De esto, que es cosa sabida, tuvimos abundantes muestras en el pasado (bastaría recordar que el mismo tipo de asuntos, relacionados con el dinero, que a unos les expulsaba del Gobierno central, a otros en la periferia les proporcionaba plácidas mayorías absolutas), pero, lo que es más grave, la seguimos teniendo en el presente.

Con lo que tal vez esté en condiciones de recuperar mi pregunta de unos párrafos atrás, incorporando nuevos interrogantes. ¿Alguien va a explicar en qué se equivocaron el 90% de representantes del pueblo de Cataluña? ¿Nadie va a hacer un análisis crítico de lo que han significado todos estos años de hegemonía ideológica, social y política del nacionalismo conservador? ¿Alguien estaría dispuesto a hacerse la autocrítica en el supuesto de que todo este proceso terminara significando la derrota de Zapatero? Aunque tal vez esta última interrogación tuviera que adoptar un carácter un poco más amplio: ¿alguien está dispuesto a hacerse la autocrítica por algo? ¿O vamos a continuar por la senda fácil y cómoda de llamar al cierre de filas ante la presunta ofensiva anticatalana de la emisora de los obispos (a la que, por cierto, se le está haciendo una impagable propaganda gratuita)? Quizá el problema tenga algo que ver con el hecho de que muchos -incluso, ¡ay!, quienes menos debieran, viniendo de donde vienen- han terminado interiorizando el discurso de la transversalidad y se han convencido de que, efectivamente, no hay vida política fuera del nacionalismo. De tal manera que no les cabe en la cabeza que pueda haber otros -sospecho que muchos o, en todo caso, bastantes- que pueden ser críticos con ellos, sin, por tal razón, alinearse automáticamente con el nacionalismo de signo opuesto.

En Cataluña se ha abierto una dinámica de confrontación entre nacionalistas de aquí y de allá que está empobreciendo severamente el debate, al tiempo que contribuye a alimentar un irrespirable clima de descalificaciones (a partes desiguales, desde luego). Aunque a alguien le pueda sonar algo duro (o incluso desmesurado), en algún momento he llegado a pensar, a la vista de lo que está ocurriendo, que la versión más actualizada y próxima de aquellas dos Españas machadianas es la que hoy viene representada por esos nacionalismos enfrentados, intransigentes ambos a la hora de admitir que pueda existir una mirada diferente a la que ellos representan, unidos los dos férreamente por la lógica del quien no está conmigo está contra mí. ¿Que hay gente en medio que propone la superación de dicho conflicto? No lo dudo. Pero el conflicto es más serio de lo que parece -no se reduce a una mera disputa teórica entre historiadores o politólogos- desde el momento en que los mismos que cuando viajan a Madrid se suman, entusiastas, a la propuesta de Zapatero de la España plural no están dispuestos ni a oír hablar, cuando vuelven a casa, de la Cataluña plural. En la que quepan sin mayores problemas no sólo las diferentes sensibilidades nacionales (que ya iría siendo hora, por cierto, de que regresaran a la esfera privada y que ahí cada cual se emocionara con la bandera, el himno o el paisaje que le viniera en gana), sino sobre todo los diferentes puntos de vista políticos. Entre ellos los de quienes no nos consideramos nacionalistas de ninguna nación y reivindicamos, sencillamente, nuestro derecho a vivir así, sin patria alguna. En fin. No sé. Qué quieren que les diga. Identidad por identidad, me quedo con la de la cafetería. En realidad, no necesito más.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona e investigador en el Instituto de Filosofía del CSIC.

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