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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El único hombre de Woodward

Soledad Gallego-Díaz

Ahora que el mundo periodístico se interroga sobre la validez de las fuentes anónimas y los escándalos de periodistas como Judith Miller, conviene releer Todos los hombres del presidente y lo que probablemente debe ser considerado como un añadido, el nuevo libro de Bob Woodward, El hombre secreto, en el que se revela la identidad de Garganta Profunda en el caso Watergate, nada menos que Mark Felt, el entonces director adjunto del FBI.

La lectura de los dos libros sirve para aprender dos lecciones: la primera es que las fuentes anónimas son la única manera de acceder a verdades que no se pueden conocer de otro modo, porque perjudican a los gobiernos o a organismos poderosos, y que esas fuentes nunca hablarán si no están seguras de la confidencialidad de su relación con el periodista. La segunda lección es que el problema no lo constituyen las fuentes anónimas, sino la mala edición, los malos estándares de calidad o las informaciones incompletas. La falta de editores que no necesitan saber la identidad de la fuente, pero que exigen precisión, puntualización, confirmación y profundización. Garganta Profunda fue decisivo para desvelar el Watergate, pero la información tampoco hubiera sido posible sin otras decenas de fuentes, confidenciales o no, y sin un grupo de personas agresivamente comprometidas con un modo de hacer periodismo.

¿Qué mueve a un importante funcionario a proporcionar a un periodista información secreta, a riesgo de perder su empleo y su prestigio? Desde el punto de vista del periodista y del ciudadano que recibe esa información, ése es un dato curioso, pero irrelevante. De hecho, Bob Woodward jamás le preguntó a Garganta Profunda por qué le estaba ayudando a denunciar el caso Watergate y a cavar la fosa del presidente Nixon. Lo único que le importó fue que esa información fuera cierta.

¿Se sintió Mark Felt despechado porque Nixon nombró a otro director como sucesor del repugnante pero carismático Edgar Hoover, pasando por encima de él, un heredero "natural"? ¿Se creyó obligado a mantener la independencia del FBI por encima incluso de las maniobras del presidente de Estados Unidos? Seguramente no tuvo nada que ver con un rechazo a los métodos de espionaje ilegal que utilizó la Casa Blanca, puesto que el propio Felt fue condenado (y perdonado) años después por algo parecido.

La verdad es que 33 años después de que The Washington Post encargara la investigación del caso Watergate a aquellos dos jóvenes reporteros y 31 desde que Nixon dimitiera, da exactamente igual. Lo que importa es que aquella información se publicó, que era cierta de arriba abajo y que el secreto de la identidad de Garganta Profunda se mantuvo todos estos años hasta convertirse en un monumento a la fiabilidad periodística, la demostración incuestionable de que los periodistas eran capaces de mantener el secreto profesional por encima de todo, de presiones y de amenazas e, incluso, de sobornos y vanidades.

De hecho la identidad de Felt

no fue finalmente revelada por Woodward o por Bernstein ni por TWP, sino por su propia hija, en un artículo aparecido en mayo de 2005 en Vanity Fair. Felt padecía ya entonces demencia senil y no podía testimoniar personalmente y su familia sabía que a su muerte los periodistas quedarían relevados de su compromiso. Al adelantarse, obtenían un pequeño beneficio económico.

Poco después, Woodward publicó El hombre secreto, un libro que debería leerse como un capítulo final de Todos los hombres del presidente, el magnífico relato del caso Watergate publicado en 1974. El hombre secreto tiene quizá menos nervio y es posible que se trate, como algunos le han reprochado, de una simple "nota a pie de página". Pero es el capítulo que todos queríamos leer, la nota que permite confirmar la identidad de la fuente anónima más famosa de la historia del periodismo.

Woodward se reprocha ahora "no haberle pedido nunca una explicación más rigurosa de sus motivaciones" y la verdad es que Felt constituye casi un misterio. El libro ofrece más información sobre el propio Woodward que sobre su fuente. Un extraño autorretrato de Woodward, que conoció a Felt cuando era un teniente de Marina de 27 años, a punto de licenciarse y que se dibuja a sí mismo como un joven ambicioso y algo angustiado, a la búsqueda de personas con las que le convenga establecer amistad porque pueden ser útiles para su carrera en el futuro.

El dato más sorprendente es

que la identidad de Felt no fue un secreto que sólo conocieran Woodward y Bernstein. Otras cuatro personas lo supieron siempre y mantuvieron la misma confidencialidad: la esposa de Woodward; el director de TWP en la época, Ben Bradlee; su sucesor, Leonard Downie Jr., y el ayudante del fiscal de derechos civiles, Stanley Pottinger, que descubrió el secreto en 1976 y que mantuvo también la boca cerrada durante 30 años. Todo, si creemos que Katharine Graham, propietaria del TWP, no fue también informada. Hubiera tenido mérito porque Graham se negó a que los dos reporteros entregaran sus notas a un juez e incluso llegó a ofrecerse para guardar ella misma las notas e ir a la cárcel en su lugar. Y un único rasgo imprudente de Woodward: identificaba a su fuente como MF: my friend, decía.

El hombre secreto. Bob Woodward. 188 páginas. 18 euros. Todos los hombres del presidente. Bob Woodward y Carl Bernstein. 432 páginas. 18 euros. Ambos libros están publicados por editorial Inédita. Barcelona, 2005.

Bob Woodward, a la izquierda, y Carl Bernstein, en mayo de 2005.
Bob Woodward, a la izquierda, y Carl Bernstein, en mayo de 2005.AP

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