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El duque y su cochero

Llámenme ustedes frívolo si quieren pero, de un tiempo a esta parte, percibo cada vez más la vida político-mediática española como un espectáculo fascinante; confuso, demagógico, estridente y zafio, pero fascinante; poblado de pillos, embusteros, obsesos e iluminados, pero capaz de hipnotizar al espectador. Tal vez sea eso lo que me ocurra: que estoy hipnotizado, subyugado ante los pasmosos dichos y hechos que se producen en el escenario público.

Hace unas pocas semanas, verbigracia, supimos por boca de un conspicuo filósofo metido a orador mitinero que la nación catalana era "un invento de la izquierda divina". Ahora acabamos de enterarnos de que no; de que la nación catalana y la aspiración a su reconocimiento son invenciones de ETA. Es ETA, no 100 años de catalanismo ni el 90% del arco parlamentario catalán, sino ETA la que dicta el preámbulo y el artículo 1 del proyecto estatutario. Lo reveló un legionario -de Cristo- metido a fabulador político, el señor Acebes, y lo han corroborado como un solo hombre los señores Astarloa, Rajoy, Piqué, Aznar, Arenas, etcétera. Pero, ya unos días antes de desvelarse la primicia, don Jaime Mayor Oreja había apuntado en la buena dirección: "El Estatuto es fruto de Perpiñán como el plan Ibarretxe de Estella. Todo es lo mismo, es un proceso global: el Estatuto y la negociación con ETA". O sea, que si la banda habla de "nación catalana", este concepto deviene un engendro terrorista, nefando; y si alude a los "derechos colectivos" de Euskadi y Cataluña, entonces la reforma del Estatuto -que algún partido catalán demandaba desde 1980...- es hijo de una conjura etarra; y el cuatripartito catalán -afirma Piqué- debe dar explicaciones por ello. No me digan que, como razonamiento lógico, no es despatarrante.

Pero el espectáculo no termina ahí, ni mucho menos. El pasado viernes, la Asociación de Víctimas del Terrorismo -que ha sido amamantada durante lustros en los generosos pechos del erario público- enviaba a las embajadas extranjeras en Madrid una carta reclamando la expulsión del Estado español tanto de la ONU como de la Unión Europea... porque, a juicio de su sandio o manipulado presidente, aquí ya no rigen las garantías democráticas. Al lunes siguiente, un seudosindicato ultraderechista de nombre Manos Limpias -que no tiene representatividad alguna, pero ha azuzado a fiscales y jueces en acoso de Ibarretxe, de Atutxa y de otros cargos democráticos, y hasta mueve al gobernador del Banco de España a indagar en los créditos de La Caixa- anunciaba una querella ante el Tribunal Supremo contra el ministro José Montilla. El gran Groucho Marx debe de estar retorciéndose de envidia en la tumba porque ni siquiera en su inefable República de Libertonia acontecían gags tan sensacionales.

No sería justo, sin embargo, fijarse sólo en lo que ocurre a la derecha de la escena, porque también en su mitad izquierda suceden cosas realmente notables. A propósito del caso Dreyfus, el filósofo Jean-Paul Sartre escribió (Réflexions sur la qüestion juive, 1946) que en la Francia de finales del siglo XIX el antidreyfusismo "había conciliado al duque con su cochero". Pues bien, en la España de principios del XXI, el antiestatutismo, la hostilidad sin tasa contra la proposición de ley del Parlamento catalán está conciliando de un modo espectacular a los nuevos duques (banqueros, generales, obispos, capitostes del PP o presidentes del Poder Judicial) con los nuevos cocheros (universitarios, intelectuales de rancio abolengo izquierdista, jerarcas del PSOE, sindicalistas...).

De este modo, uno contempla boquiabierto cómo Alfonso Guerra niega que el Estatuto pueda invocar las constituciones históricas catalanas, recopiladas en 1495..., mientras España sigue reclamando Gibraltar en virtud de derechos históricos anteriores a 1713. Y uno se entera, atónito, de que es urgente una "gran coalición" entre el PSOE y el PP para liberar al Estado de derecho de las garras de los nacionalistas (ERC, CiU, BNG, PNV), esas "minorías caciquiles", "minorías oscurantistas e identitarias que desprecian el bien común" (Hermann Tertsch, en EL PAÍS). Y uno lee, desolado, que "la reforma del Estatut ya es un fracaso del Gobierno a todos los efectos", que el "patinazo catalán", "la imprudente aventura catalana" ha deslegitimado a Zapatero, además de contaminar con sus "perversos efectos las demás reformas sociales" (Enrique Gil Calvo, también aquí).

Muy a menudo, los numerosos cruzados contra el Estatuto desde un presunto progresismo se escandalizan -o lo fingen- de que la izquierda catalana reivindique con tanto ahínco la mejora del autogobierno; de que el PSC e Iniciativa-Esquerra Unida -denuncian- se hayan vuelto "nacionalistas"; de que alguien como Manuela de Madre -señalan- haya abrazado la ideología del "enemigo de clase". Pero, ¿acaso ellos no se miran al espejo? ¿No se ven a sí mismos? Los ex comunistas del colmillo retorcido, los antiguos etarras conversos, los federalistas y autodeterministas de boquilla allá por los años setenta, los adversarios implacables del Partido Popular en los ochenta y noventa, ¿no se ven a sí mismos haciéndole ahora el caldo gordo al aznarismo-rajoyismo, parafraseando el discurso apocalíptico de la FAES -¡España se desintegra!-, reproduciendo los tópicos más apolillados de un nacionalismo de cuartel y "revolución pendiente"? ¿No se ven, ejerciendo de serviles cocheros del duque?

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Insisto: puede que me haya vuelto frívolo o cínico. Pero a menudo pienso que sólo por contemplar este magno espectáculo, por ver la caída de tantas máscaras, por comprobar hasta dónde puede llegar la demagogia, ya mereció la pena poner en marcha lo del Estatuto.

Joan B. Culla i Clarà es historiador

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