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Columna
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Unesco

Siempre había pensado en la Unesco como en una entidad vaga e impersonal de la que dimanan órdenes que uno no consigue entender del todo, como del siniestro castillo de la fábula de Kafka. Supongo que contribuía a esa visión metafísica un texto de Cortázar incluido en su cajón de sastre La vuelta al día en ochenta mundos donde el escritor narra cómo pasó sus años de empleado para dicha institución en sombríos ministerios, velando hasta las tantas de la madrugada en despachos sin calefacción para traducir páginas y páginas de fárragos jurídicos que luego no leería nadie. Aparte de ese testimonio, sólo lograba asociar la Unesco con las cartelas que aparecían desperdigadas acá y allá por los monumentos del mundo, declarando un bloque de yeso o las migajas de una muralla Patrimonio Cultural de la Humanidad: un club lleno de pesadas letras mayúsculas que siempre identificaba con ediciones de lujo, estatuas dentro de vitrinas o catedrales erizadas de puntillas para prevenir el asalto de las palomas. Por eso me he sorprendido esta semana cuando he sabido que aparte del histórico, el artístico y el ecológico, la Unesco reserva uno de sus podios para el Patrimonio Oral de la Humanidad. Está bien: existe todavía mucha gente que debe enterarse de que no todo el arte se encarna en mármol e imprentas, y de que a veces recurre a materiales más fugaces que acaban borrándose en la arena. Es una forma de otorgar categoría de primera división sobre el papel a variantes expresivas que hasta ahora los manuales habían condenado al trastero porque no había forma de acomodarlas en un museo: los tatuajes de los chamanes siberianos no dejan de constituir una exhibición de bárbara belleza por mucho que sus propietarios sean sepultados con ellos, y lo mismo cabe decir de los cuentos que los ancianos de las tribus amazóni-cas ignoran cómo introducir en las bibliotecas.

La cultura oficial andaluza anda escocida estos días porque la Unesco, esa entelequia, no ha tenido a bien declarar el flamenco patrimonio oral de todos los hombres. Lo encuentran un agravio comparativo y un menoscabo, teniendo en cuenta que ejemplos de folclore de otros arrabales del mundo sí han sido admitidos en tan selecta cofradía. En realidad, el desaire parece un tanto gratuito y no creo que importe demasiado: pertenecer a ese patrimonio bajo la rúbrica de un diploma sellado por funcionarios no deja de poseer un valor simbólico, como convertirse en caballero del Imperio Británico o ingresar en la cofradía de la Macarena. Cualquier objeto que cualquier ser humano produzca con el fin de comunicarse con los demás y de influir en el medio social que le rodea es ya, por definición, propiedad y legado de todos sus congéneres; no necesitamos ministros ni corbatas que separen churras de merinas y que decidan arbitrariamente que un trozo de templo griego merece más genuflexiones que una lanza maorí. Por lo demás, basta con acordarse de cómo acabaron los budas de Afganistán o las joyas del museo arqueológico de Bagdad para calibrar el poder exacto de la Unesco y lo que valen sus prédicas: tanto como todo ese montón de papel traducido por Cortázar que un bedel arrojaba a la basura en cuanto comenzaba a amarillear.

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