Bosnia: diez años sin guerra
Hace 10 años se firmaba el Tratado de Paz de Dayton. Hoy, este país de dos entidades, tres nacionalidades, cuatro religiones, donde 7.000 soldados extranjeros mantienen la paz, intenta olvidar el horror y mirar adelante. Sin embargo, la guerra aún no ha terminado del todo.
El esqueleto del antiguo Parlamento de Bosnia-Herzegovina, machacado por la artillería serbia durante el asedio, es una excepción en Sarajevo, una ciudad en la que la reconstrucción avanza tan rápidamente como la vida después del horror. La guerra terminó hace diez años y quedan cicatrices, impactos de bala o de proyectiles de mortero en las fachadas, pero también edificios relucientes, algunos tan feos como antes (el hotel Holiday Inn), otros todavía más (la sede del diario Slobodenje) y muchos maravillosos, como la Bascarsija, el antiguo barrio turco, con sus mezquitas del siglo XVI, sus bazares cubiertos, sus calles empedradas. A veces, las marcas que dejó el conflicto son sutiles: Grbavica, un barrio que siempre estuvo en poder de los serbios, está lleno de árboles, mientras que en el resto de la ciudad son casi todos muy jóvenes o inexistentes, porque fueron cortados para leña.
La paz se firmó en París el 14 de diciembre de 1995 y se nota. Pero también se percibe que este país quedó roto moral y físicamente. "Bosnia tiene muchas definiciones. La mía es que se trata de un mismo país, con dos entidades, tres nacionalidades, cuatro religiones y cientos de problemas", asegura Jakob Finci, alto funcionario del Gobierno bosnio. En su despacho cuelgan fotos en las que posa con Lady Di, los Clinton o el papa Juan Pablo II. Finci, un judío sefardí heredero de aquella comunidad que encontró refugió en Sarajevo tras la expulsión de 1492, resistió todo el cerco. No era su primer contacto con el horror: es un superviviente del Holocausto, nacido en un campo de concentración italiano en 1942. "Cuando la edad de uno es mayor que su número de zapatos, es muy difícil cambiar de vida. Yo había superado los 50 cuando comenzó el cerco y tengo los pies pequeños, así que decidí quedarme", asegura entre risas. Como muchos otros, Finci se quedó porque creía en una sociedad multiétnica.
La guerra de Bosnia acabó sin vencedores ni vencidos, pero con miles de víctimas: 250.000 muertos (una cifra enorme para una población de 4,5 millones de habitantes) y 1,8 millones de refugiados y desplazados. Durante 43 meses, entre abril de 1992 y diciembre de 1995, se perpetró un genocidio contra los musulmanes bosnios. Jasmina Musabegovic, una novelista y editora de 64 años, recuerda que los ultranacionalistas serbios se cebaron contra los civiles en un cerco contra una ciudad que encarnaba el cruce de civilizaciones, donde en poco menos de un kilómetro cuadrado hay una sinagoga, dos iglesias ortodoxas, una catedral católica y varias mezquitas. "Hace poco leí El lápiz del carpintero, de Manuel Rivas, y, cuando llegué al relato en el que el niño acaba insultando a su mejor maestro cuando le van a fusilar, me quedé de piedra El hombre es un ser terrorífico, podrido; por eso pudo ocurrir aquí una guerra como la que padecimos".
No es una casualidad que la primera y la última víctima de la guerra en Sarajevo fuesen mujeres jóvenes civiles: Suada Dilberovic, una estudiante de medicina abatida por un francotirador el 5 de abril de 1992, y Maja Dovik, que murió a principios de octubre de 1995. Suada falleció en los brazos de Alma Suljevic, profesora de Bellas Artes y Artística. "Aquel día aparecí en televisión con las manos manchadas de sangre gritando que nos disparaban como si no fuésemos seres humanos. Siempre pensé que sus asesinos también habían perdido una madre, una médico, una vida", recuerda.
Durante siglos en Bosnia habían convivido bosniacos (musulmanes, 48,3% de la población), serbios (cristianos ortodoxos, 34%) y croatas (católicos, 15,4%). Aquel día de abril los bosnios celebraban su independencia de Yugoslavia tras un referéndum que los serbios habían boicoteado. En sólo unas semanas, decenas de miles de musulmanes fueron asesinados o expulsados en el este y el noroeste de Bosnia en un genocidio planeado por los radicales serbios con muchos meses de antelación. Mientras tanto, se establecía el cerco sobre Sarajevo, en el que morirían 10.000 personas (1.600 de ellas niños). Las matanzas, las violaciones masivas, las torturas en campos de concentración continuaron durante 43 meses (han aparecido 300 fosas comunes y hubo 28.000 desaparecidos, en un 92% civiles musulmanes). Bajo una enorme presión internacional, el 21 de noviembre de 1995, los presidentes de Bosnia, Alia Izetbegovic; Croacia, Franjo Tudjman, y Serbia, Slobodan Milosevic, firmaron en la base estadounidense de Dayton un acuerdo de paz, ratificado en París el 14 de diciembre, fecha oficial del final de la guerra.
La paz convirtió a Bosnia en un país dividido en dos entidades (la República Serbia y la Federación Croato Musulmana), con una importante presencia militar internacional (quedan todavía 7.000 soldados de Eufor, 500 de ellos españoles) y un alto representante de la comunidad internacional, con enormes poderes. El temor de la islamización no se cumplió; pero Bosnia, que negocia un acuerdo de estabilización con la UE, no ha recuperado su multietnicidad (todas las municipalidades tienen un 90% de la misma etnia). "Nunca se puede pasar de la anarquía a la democracia sin un periodo de transición", asegura Muhamad Durakovic, de 30 años, un superviviente de la matanza de Srebrenica. "Muchos serbios y croatas siguen sin aceptar que pertenecen a Bosnia. Pero vamos avanzando y debemos luchar para construir un solo Estado, porque no hay otra alternativa más que vivir juntos", agrega. Éstas son algunas historias de ese país en construcción.
El general y Muhamed
Cuando el Ejército yugoslavo y los paramilitares comenzaron su campaña contra Bosnia, el general serbio Jovan Divjak tuvo que escoger entre su etnia y la civilización. Eligió la civilización y fue uno de los militares que dirigieron la defensa de Sarajevo. Ahora preside una organización, La educación construye Bosnia-Herzegovina (www.ogbh.com.ba), que proporciona becas a víctimas del conflicto -actualmente las reciben 253 niños y jóvenes-. "Hay un 40% de paro, 400 ministros, 14 constituciones En este país no ha cambiado nada. Los desplazados no han vuelto. Ya no existen las zonas mixtas", explica, antes de aclarar: "Y no soy pesimista, soy realista".
Pero hasta el mismo nombre de su ONG demuestra que no es alguien que se rinda fácilmente: Divjak, de 69 años, cree en un país para todos. Entre otras muchas imágenes, en la pared de su despacho destaca una fotografía en blanco y negro en la que sostiene a un niño en brazos con un muro machacado por la metralla como telón de fondo. "La historia de esta foto se remonta al 9 de junio de 1992, cuando una granada mató a cuatro jóvenes que estaban junto a su casa. Dos de ellos eran hermanos, Fehim, de 17 años, y Mirza, de 13. Como general tuve que ir a comunicar la tragedia a la familia. Cuando llegué encontré a la madre destrozada porque había perdido a todos sus hijos. Durante muchos días le insistí: '¿Por qué no te quedas embarazada de nuevo?'. Ella me respondía que era demasiado mayor". Pero cambió de opinión.
Muhamed nació el 7 de julio de 1995. Es un niño abierto, divertido y simpático, que habla inglés y se defiende en italiano y castellano. "Claro que le he contado la historia de sus hermanos, es algo que tiene que saber", relata Halida Bojadzi, que tuvo a Muhamed con 43 años. El general es su padrino, aunque en realidad la relación es la de un abuelo y un nieto. "La Bosnia actual no es el país por el que luché. Yo quería un Estado justo, en el que todos seamos iguales, sin divisiones étnicas. Y es algo por lo que sigo luchando porque quiero que ese sea el país en el que crezca Muhamed".
Un alambique junto al Drina
El contundente frío de la mañana todavía no se ha desvanecido al mediodía, pero eso no parece importar a un grupo de campesinos que, a orillas del Drina, el río que noveló Ivo Andric, premio Nobel, se dedican a una de las labores más importantes del otoño: la fabricación del Rakia, el aguardiente. El alambique se encuentra junto a un grupo de seis casas a las que retornaron sus habitantes musulmanes en 2000. Pero las operaciones alcohólicas son dirigidas por un serbio, Momir Maric. Es una reunión que muestra el absurdo de la separación étnica: Maric tenía su casa en lo que es ahora la Federación Croato Musulmana, mientras que las familias bosniacas llevaban siglos viviendo en lo que es ahora la República Serbia.
"Lo que hicieron no es humano. Siempre hemos vivido juntos y no hay otro remedio porque estamos mezclados", explica Momic, que, con dos hijos y una pensión de 90 euros, sobrevive de la agricultura y de sus dos vacas. Sus vecinos musulmanes tampoco tienen trabajo y, como él, encuentran el sustento en la tierra. "Cuando llegaron los paramilitares, nos escapamos por los pelos, como decimos aquí, a las doce menos cinco. Todo fue arrasado y hemos tenido que volver a construir desde cero", relata Sulejman Tulek, de 69 años. Aseguran no haber sido acosados desde su regreso, pero la vuelta de los desplazados es un grave problema: un millón de personas no han recuperado sus hogares, mientras que muchos refugiados han vuelto a Bosnia, pero no al lugar del que proceden.
La ciudad más cercana es Foca, de 20.000 habitantes, que ahora parece anclada en el pasado, cubierta por una pátina de tristeza y decadencia. Allí la limpieza étnica fue despiadada: antes de la guerra, el 55% de la población era musulmana, pero diez años después no ha vuelto prácticamente nadie. Ocho mezquitas, una de ellas del siglo XVI, fueron borradas del mapa. "Lo único bueno es que no hay guerra. Pero no tenemos trabajo, ni futuro", explica Radovic Kosta, un comerciante de 46 años, serbio de Sarajevo ahora instalado en Foca. Dragica Curcic, de 54 años, la conservadora del museo local, asegura que sólo salió de la ciudad un mes, precisamente aquel en el que ocurrieron las peores atrocidades (en esta localidad están documentadas las primeras violaciones en grupo de musulmanas, que fueron convertidas en esclavas sexuales de los paramilitares serbios). "Claro que se nota que no están, han dejado un hueco muy profundo", responde Curcic cuando es preguntada sobre la expulsión de los musulmanes. "Eran nuestros vecinos de toda la vida. Ojalá puedan volver". Pero el retorno al lugar del horror no es fácil.
La soledad de la familia Brankovic: "Nadie ha hecho nada por nosotros"
Para la familia Brankovic quizá la guerra haya terminado, pero no ha empezado nada remotamente parecido a la paz. Son siete: la madre, cinco hermanas y un hermano -de edades comprendidas entre los 12 y los 35 años-, pero sin ningún empleo y con un profundo dolor enquistado, como la metralla que los médicos no han logrado sacar del cuerpo de la cabeza de familia. Viven de una pensión de 500 euros, pero el alquiler de una vivienda de tres habitaciones en las colinas que rodean Sarajevo se lleva 300. Proceden del este de Bosnia, no lejos de Foca, y la guerra se llevó al padre y a un hermano, mientras que una hermana sigue desaparecida, y les trajo un horror sin límites del que ni siquiera hoy pueden hablar.
"Nadie ha hecho nada por nosotros", explica Jasmina, estudiante de 29 años, en el minúsculo salón de la casa. "Después de todo lo que hemos sufrido, no nos dan trabajo, y cada vez que intentamos pedir una ayuda nos cubren de papeleo. En este país no respetan los derechos de la gente". Su pueblo, Rakitnica, tenía 80 casas, una mezquita y una escuela: todo fue arrasado. Pero ese no es el motivo por el que no quieren regresar. "¿Cómo vamos a volver si los criminales de guerra siguen allí, paseándose por la calle? No regresaremos hasta que estén entre rejas, pero no creo que eso ocurra nunca".
"La clave del futuro de este país está en la justicia, en que nos enfrentemos a los crímenes que se cometieron y en que los autores sean detenidos, empezando por Karadzic y Mladic", explica el periodista y escritor Emir Suljagic, cuyo libro sobre su experiencia en Srebrenica, Postales desde la tumba, que será publicado en 2006 en castellano, ha sido calificado por The Economist como "una obra destinada a perdurar". "Srebrenica es sólo una parte de un genocidio que comenzó tres años antes. De hecho, la mayoría de los crímenes tuvieron lugar entre abril y mayo de 1992", asegura este periodista de la revista Dani, experto en la búsqueda de Radovan Karadzic, antiguo jefe político de los serbios de Bosnia, y de Ratko Mladic, ex jefe militar, acusados de crímenes contra la humanidad por el Tribunal de La Haya.
Mostar, una ciudad dividida con una estatua de Bruce Lee
Desde hace unos meses Mostar, la capital de Herzegovina, cuenta con varias novedades importantes: el regreso de los turistas, que acuden desde la costa dálmata para ver el barrio turco y el puente viejo, destruido por la artillería croata en noviembre de 1993 y reconstruido el año pasado. La próxima novedad será la inauguración de la primera estatua en el mundo dedicada a Bruce Lee, aunque la relación del rey de las artes marciales con la capital de Herzegovina es muy difusa. Pero las tiendas de recuerdos, los bares de diseño, los grupos de turistas y las terrazas rebosantes a mediados de noviembre no consiguen ocultar que esta ciudad de 80.000 habitantes está partida, dividida por el Bulevar (la calle no tiene nombre para que no haya problemas) entre una parte este de mayoría bosniaca y una parte oeste croata.
"Claro que hay diferentes versiones de la historia", explica Rasim Jakirovic, director de la escuela Número Siete, en el este de Mostar. Como ocurre en todo el país, la enseñanza es diferente para bosniacos, serbios y croatas. "Los sistemas escolares de croatas y serbios no van a enseñar que fueron ellos los culpables de la guerra, no van a decir que fueron los malos. Ésta es la causa de muchos problemas y es algo que tendrá que cambiar", agrega el director. En el Cantón de Sarajevo, donde una parte de los barrios están en la República Serbia y otros en la Federación, la revista Dani narraba hace poco cómo, desde la I Guerra Mundial en adelante, los manuales escolares de historia eran completamente diferentes.
Las diferencias entre un lado y otro son sutiles, pero constantes, desde el color de las placas de las calles hasta sus nombres (la avenida del Cardenal Stepinac sólo puede estar en el oeste). Pero los cruces se hacen cada vez más frecuentes. Justo en la invisible frontera se encuentra la plaza de España y el monumento a los 21 soldados españoles que han muerto desde que, en 1992, llegaron los primeros efectivos (desde entonces han pasado por allí 27 agrupaciones diferentes y más de 30.000 soldados). "La relación de esta ciudad con España es muy profunda", señala el general español Benito Raggio, actualmente al mando de la Task Force Multinacional de la Eufor que se ocupa del sureste de Bosnia-Herzegovina. "Es una ciudad que ha sufrido mucho, en la que los soldados han ido dejando un poso muy importante a la largo de los años".
La lucha de Faruk
El 3 de marzo de 1995, Faruk Sabanovic pudo convertirse en una estadística, en una de las 10.000 víctimas mortales del cerco de Sarajevo cuando un francotirador serbio le abatió. Pero Sabanovic, que entonces tenía 19 años, logró sobrevivir y convertirse en un símbolo. "No puedo odiar. El odio es inútil: aquel al que odias no pierde nada y tú no ganas nada", dijo a la BBC poco después de saber que iba a pasar el resto de su vida en una silla de ruedas. Es una frase con la que, diez años después, sigue estando de acuerdo. Faruk acaba de casarse, es un diseñador gráfico reconocido, y, desde el final de la guerra, ha luchado a través de su asociación para hacer que este país sea accesible para los discapacitados.
"Desde aquel día he tratado siempre de mirar hacia el futuro. No quiero sentirme como una víctima porque las auténticas víctimas son aquellas que murieron. Yo sobreviví", asegura en un café del antiguo barrio turco de Sarajevo, la Bascarsija. Habla con una voz pausada y tenue; pero demuestra la energía que ha marcado su vida cuando se mueve con agilidad por las empinadas calles de la ciudad. "Nunca quise convertirme en un símbolo, sólo he tratado de conseguir derechos para las víctimas de la guerra", señala. Faruk Sabanovic pertenece a una generación de creadores que crecieron bajo la muerte y la metralla y cuya obra está profundamente marcada por aquel horror. "Tiene que pasar mucho tiempo para que podamos hablar de otras cosas, tendrá que ocurrir algo muy fuerte". Mientras, sigue construyendo la memoria de su pueblo y luchando con sus fantasmas: ahora trabaja en una película sobre las mujeres que perdieron a sus familias durante la guerra.
Un espacio de cultura
En una ciudad asediada, entre las bombas y la muerte, se celebraba un festival de cine, Susan Sontag montaba Esperando a Godot, Alma Suljevic recorría siete cruces mortales -aquellos en los que podía ser alcanzada por un francotirador- para labrar su escultura Kentauromahia con los restos de un tranvía destrozado por la artillería, Jasmina Musabegovic seguía escribiendo y dirigiendo una colección de literatura Sarajevo ofreció una resistencia cultura feroz frente a la barbarie ultranacionalista, que destruyó la biblioteca de la ciudad con bombas incendiarias.
"La vida cultural fue muy intensa durante la guerra. Diez años después, esto es un agujero. No tenemos ni victoria, ni Estado y los partidos que estaban en el poder durante el conflicto siguen allí. Y la cultura ha perdido mucho", explica Jasmina Musabegovic. Sin embargo, por lo menos para unos ojos extranjeros, la intensidad de la vida cultural es enorme, y no es una casualidad que el cine bosnio ya tenga un Oscar por Tierra de nadie. "El cine nos ha ayudado a enfrentarnos a nosotros mismos y a la guerra. Y es curioso porque es una industria que se está convirtiendo en una forma de reconciliación para los países de la antigua Yugoslavia, ya que cada vez hay coproducciones, más películas en las que intervienen actores de todas las nacionalidades", afirma Mirsad Purivatra, fundador en el conflicto y todavía director del Festival de Cine de Sarajevo.
"Depende de nosotros, de la gente que se dedica al arte. Nosotros no nos dividimos en estos 15 años, porque para casi todos estaba muy claro que estábamos padeciendo una agresión fascista", asegura Benjamin Filipovic, director de cine de 43 años que acaba de estrenar un filme que ofrece una visión sarcástica de su país, Dobro ustimani mrtvaci, sarajevita por nacimiento y convicción, fanático del Barça y un hombre que cree en un país de ciudadanos, no de nacionalidades. "Soy afortunado al poder decir que Sarajevo es mi casa", le aseguró en los años treinta un judío huido de Alemania a la escritora británica Rebecca West. Quizá este Sarajevo de ahora, pese a las divisiones, ha ido recuperando un cierto sentido de la convivencia. En el resto de Bosnia-Herzegovina la soledad de las hermanas Brankovic todavía será larga.
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