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Reportaje:[35] MALOS DE LA HISTORIA

El veneno de la Belladona

Catalina de Médicis, reina de Francia y madre de reyes, fue la instigadora de la masacre de la Noche de San Bartolomé (24 de agosto de 1572), en la que murieron asesinados en París más de 4.000 protestantes. Intrigante y defensora de sus hijos, no dudó en emplear los más potentes venenos contra quien se ponía en su camino.

La florentina Catalina, hija de Lorenzo II, hizo su entrada en la historia en 1533, cuando se casó a los 14 años con Enrique, el segundo hijo del rey de Francia Francisco I, que por su parte contaba con 15. Su educación había sido muy estricta, y cuentan que en una ocasión, a los seis años, como castigo por una falta, fue obligada a presenciar la agonía de sus perros, que habían sido envenenados. Tras la boda, y siguiendo la tradición, fueron acompañados por varios miembros del séquito, incluido el rey y el papa Clemente VII, también un Médicis -tío y tutor de Catalina desde la muerte de su padre-, al lecho nupcial, donde actuaron muy complacidos como testigos de la unión carnal de ambos jóvenes.

Pronto surgieron los problemas en el matrimonio. El motivo no era otro que la relación amorosa que Enrique mantenía con su amante Diana de Poitiers, una cortesana 20 años mayor que él y que también había sido concubina de su padre, por la que estaba completamente subyugado. Además, Diana era mucho más aceptada en la corte e incluso entre la población que la extranjera Catalina, lo que hacía, por ejemplo, que en todos los actos protocolarios la posición y la influencia de la amante real fuese mucho más relevante que la de la esposa legítima. Todo ello la situaba en una clara posición de inferioridad que le provocó constantes humillaciones públicas durante años. Pero aquí surgió el verdadero carácter de Catalina. Consciente del enorme poderío de su rival y de su debilidad, nunca se enfrentó con ella y simuló aceptar la situación de subordinación en que su esposo la había colocado, mientras se ganaba el favor de su suegro y de la misma Diana, con la que se mostraba amable y muy sumisa; no en vano era una consumada lectora de su paisano Maquiavelo, y solía decir que no había que sonreír más que al enemigo. Y así, en la sombra, simulando amistad y afecto hacia su rival, así como aceptación del trío amoroso, fue ganando una asombrosa influencia que la catapultaría más tarde hacia el poder.

Su precoz capacidad intrigante provocó que cuando murió su cuñado, el delfín Francisco, todas las miradas se dirigiesen hacia ella. Oficialmente había muerto por beber un vaso de agua helada después de un sofocante juego de pelota. Pero el hecho de que se lo sirviese un camarero italiano, y que su marido, Enrique, pasase automáticamente a ser el heredero del trono, desató las sospechas de envenenamiento. El rumor no era gratuito. Catalina era una mujer muy refinada en muchos terrenos, y aparte de importar de Italia el tenedor, al que dotó de un mango largo por si el comensal quería aprovechar para rascarse la espalda, también había traído de Italia la moda de los perfumes, por lo que varios reputados perfumistas, como Renato de Florencia, viajaron a Francia y abrieron tienda en París. Pero, por aquel entonces, la alquimia de los buenos aromas estaba íntimamente ligada a la de los venenos, y a ambas químicas se dedicaba Catalina con inusitada afición. Ciertamente, en la Europa del siglo XVI estaban muy de moda los tóxicos, empleándose con frecuencia en los asesinatos políticos debido a lo difícil que era por aquel entonces demostrar su empleo. Así, el mismo Shakespeare recoge en la trama de muchas de sus obras referencias a envenenamientos, lo que demuestra lo común que era su uso en ciertos ambientes. En concreto, sobre Catalina circulaba el rumor de que había difundido en Francia el misterioso "veneno de los Médicis".

Lo que sí es sabido es que Catalina había traído desde su país la belladona (mujer bella, en italiano), una planta que tiene la facultad de dilatar las pupilas haciéndolas más atractivas, y que contiene atropina, una droga aceleradora del ritmo cardiaco y que en altas dosis resulta mortal.

En la corte también se conocía que era aficionada a experimentar sus pócimas con los condenados a muerte, así como sus posibles antídotos, anotando cuidadosamente sus efectos. Este afán experimental lo extendió a una nueva planta recién llegada de América, el tabaco, que el embajador francés en Lisboa, Jean Nicot, le remitió como remedio para combatir las jaquecas. Así, de esta forma, contagió la moda de fumar a toda la corte francesa. El tabaco también se conoció entonces como las "hierbas de Nicot", y su principal alcaloide, como "nicotina", nombre que ha perdurado hasta la actualidad.

Los años pasaban y la pareja no tenía hijos, de modo que Catalina corría el riesgo de ser repudiada. Para remediarlo atacó en dos frentes. Primero procuró que las visitas conyugales fuesen más frecuentes, por lo que cuidó su belleza como nunca: se depiló las cejas, se dilató las pupilas con belladona, se empolvó la cara con polvos de arroz y se pintó los labios. También se dedicó a espiar los encuentros amatorios de su marido con Diana para estudiar las técnicas sexuales de ésta -que, al parecer, la hacían tan irresistible-, y, simulando afecto, hasta llegó a pedirla ayuda para que, por el bien de Francia, empujase a Enrique al lecho conyugal. Por otra parte, acudió a todos los médicos, magos y curanderos, que le proporcionaron todo tipo de brebajes y recetas.

Por fin, en 1543, tuvieron su primer hijo, al que siguieron otros nueve. De tal milagro se atribuyó la responsabilidad al médico y adivino Nostradamus, astrólogo y charlatán al que Catalina incorporó a su círculo íntimo, dada la capacidad de sugestión que, comprobó, ejercía sobre amplios sectores de la corte con sus famosos horóscopos y predicciones ambiguas. De todas formas, parece que fue el cirujano Ambroise Paré el artífice de la cura tras operarla de una malformación vaginal. Catalina, por supuesto, cuidó mucho de apartar a sus hijos de la influencia de Diana, a pesar de que ésta había sido nombrada "aya de los hijos de Francia".

Sin duda, su capacidad intrigante dio un salto cuando en 1547 se convirtió en reina de Francia tras la muerte de su suegro. Lo cierto es que Catalina se había transformado en una hábil política, con una gran capacidad para dominar a su marido y para controlar, en gran parte, la política francesa, aunque siempre su acción estaba presidida por una obsesión: preservar el trono para sus hijos.

Mientras vivió su marido, ella colaboró activamente en la política exterior, que se centraba sobre todo en las guerras contra Carlos V y luego contra Felipe II, llegando a enviar a éste, en plena contienda, un horóscopo elaborado por Nostradamus que, acertadamente, el rey español quemó sin abrir. Pero todo cambió a raíz de firmarse la paz de Cateau-Cabrésis, que establecía, entre otras cosas, la boda entre Felipe II, viudo ya de María Tudor, y de la hija mayor de los reyes de Francia, Isabel de Valois. Con motivo de las celebraciones, Enrique II sufrió un fatal accidente en un torneo: una lanza se rompió y un trozo de la misma le agujereó el yelmo y le atravesó un ojo, alojándose en el cerebro. Catalina rápidamente se hizo cargo de la situación. Tras la cura de urgencia, el rey no mejoraba, y se comprendió que una astilla había quedado dentro de su cabeza. Como no se sabía cómo proceder, la reina ordenó que se reprodujera la herida en 10 condenados a muerte, a los que también se les clavó una astilla en el ojo, tratando los médicos de sanarles, aunque sin éxito. Cuando todos fallecieron al poco tiempo, fueron decapitados para estudiar una solución; pero fue inútil, y Enrique II, en 1559 y con 42 años, acabó muriendo. El único consuelo para Catalina, ya enlutada de por vida, es que a los pocos días pudo por fin perpetrar la venganza tan ansiada: tras la muerte de su marido, Diana de Poitiers era obligada a devolver todas las joyas que su suegro y su marido le habían regalado, y fue confinada para siempre en el campo, lejos de la corte.

Su hijo Francisco ascendió al trono con 16 años. Era enfermizo y débil, por lo que su madre, decidida a preservarle el trono, tomó las riendas del gobierno. En ese momento, Francia estaba amenazada por las tensiones entre los católicos, encabezados por el duque de Guisa, y los hugonotes, cuyo jefe era Gaspar de Coligny. Ambos tenían más poder que el rey y aspiraban a controlarle y manipularle. Catalina comprendió que sólo el equilibrio entre ambas facciones podía salvar el trono a su hijo, y para no caer bajo la influencia de los católicos, los más poderosos en un principio, dio poder a los protestantes, con lo que abrió la puerta a la división religiosa del reino y, con ello, a la guerra civil.

Pero en diciembre de 1560 moría Francisco II, con unos fortísimos dolores de oído provocados al parecer por una meningitis tuberculosa. Le sucedía su hermano Carlos IX con apenas 10 años, y, dada su minoría de edad, Catalina ejerció oficialmente la regencia. Para controlar el poder recurrió a lo que mejor sabía hacer: el espionaje y la intriga. Estableció una red de espías y confidentes en la que destacaban muchas damas de honor, a las que convirtió en amantes de sus potenciales adversarios. Ellas la informaban puntualmente de todo lo que tramaban. No dudó incluso en hacer compartir la misma cortesana a dos nobles a la vez para que se enfrentasen. Se dice que su equipo de jóvenes damas llegó a alcanzar la cifra de 150, y las malas lenguas hablan incluso de que la regente se entregó en numerosas ocasiones a juegos sexuales lésbicos con sus pupilas.

Pero si bien conseguía conservar el trono para su hijo, todas sus estratagemas no impidieron que la guerra civil estallase con violencia, arruinando y sumiendo a Francia en el caos. Durante la misma vio cómo el jefe hugonote Coligny aumentaba peligrosamente la influencia sobre su hijo el rey. Cuando éste alcanzó la mayoría de edad, el líder protestante le propuso reemprender la política agresiva contra España y apoyar a los rebeldes flamencos, cosa que Catalina, dada la ruinosa situación del reino, lo percibió como una acción suicida. Para ella era sumamente urgente librarse de los hugonotes.

La oportunidad se le presentó en agosto de 1572, cuando París recibió a los miles de sus miembros que acudían a la boda de Enrique de Navarra con Margarita, hija de Catalina y hermana del rey. Días antes, Coligny había sido levemente herido en un atentado también instigado por la reina madre. Ella, sin desanimarse por el fracaso, convenció a su hijo de la existencia de un compló por parte de los hugonotes para vengar el ataque contra Coligny, que se concretaría en una sublevación para luego asesinar al rey tras la boda. De esta manera sugirió a su hijo la necesidad de adelantarse y eliminar a los principales cabecillas. Así, tras el apoyo de Carlos IX, al repicar las campanas de la iglesia de Saint-Germain, el nuevo duque de Guisa, Enrique el Acuchillado, encabezó a las turbas, que asesinaron a cerca de 4.000 protestantes en París. A Coligny le sorprendieron en la cama y, tras atravesarle con una lanza, arrojaron su cuerpo por la ventana y el de Guisa lo descuartizó en el patio. Enrique, el nuevo yerno de Catalina, salvó la vida al convertirse repentinamente al catolicismo. La matanza se extendió a otras ciudades de Francia, con similar resultado. Cuentan que Felipe II, por entonces también yerno de la intrigante reina madre francesa, rompió en una sonora carcajada cuando se enteró de la matanza, mientras que en el Vaticano el papa Gregorio XIII mandaba oficiar un tedéum, acuñar una moneda conmemorativa y hacer que el pintor Giorgo Vasari recrease en unas pinturas las escenas de la matanza para su deleite personal.

Catalina había logrado conjurar el peligro hugonote, pero su hijo el rey seguía siendo incapaz de engendrar un heredero. Por ello también le asignó una amante con el fin de despertarle el apetito sexual necesario para procrear del que al parecer carecía. Pero Carlos IX murió a los 24 años sin haber logrado descendencia. Oficialmente murió de tuberculosis, pero muchas crónicas insisten en afirmar que murió envenenado. La autora no habría sido otra que su madre, quien, al parecer, había impregnado las hojas de un libro de cetrería con veneno. El ejemplar estaba destinado a su yerno Enrique, del que temía que pudiese llegar a ocupar el trono en detrimento de sus hijos, como así acabó ocurriendo, y que era muy aficionado a ese tipo de libros. Pero ocurrió que, por accidente, fue su hijo Carlos quien abrió el tomo y lo hojeó, muriendo a los pocos días. La posible responsabilidad de Catalina está bien fundamentada, pues era bien sabido que seguía empleando sus habilidades de envenenadora para deshacerse de sus rivales, como hizo con Juana de Navarra -la madre de Enrique y, por tanto, su consuegra-, una fanática hugonote que murió misteriosamente tras recibir unos hermosos guantes perfumados, como regalo de Catalina, fabricados por un prestigioso artesano italiano. Oficialmente se dictaminó que el óbito había sido causado por una pleuresía fulminante.

Para suceder a Carlos IX, Catalina hizo venir de Polonia a su estrambótico hijo, que reinaría como Enrique III. Éste era su preferido, y siempre se refería a él como "las niñas de mis ojos"; pero pronto su comportamiento abiertamente homosexual le hizo comprender que tampoco de él podría obtener descendencia. Todos sus intentos de apartarle de sus amigos y de tentarle con bellas jovencitas fracasaron. Además se comprobó que el rey había contraído la sífilis, lo que hacía todavía más difícil una posible paternidad. De todas formas, el desinterés casi absoluto de Enrique III por las tareas de gobierno hizo que su madre siguiese controlando las riendas del poder. Mientras tanto, su otro joven hijo varón también moría en una incursión militar.

Durante los últimos años de vida de Catalina, Francia se involucró en la guerra de los Tres Enriques, que enfrentó por el trono al rey, al duque Enrique de Guisa y a Enrique de Navarra. Cuando Enrique III logró asesinar a su rival el duque corrió eufórico junto al lecho de su madre, ya moribunda, para darle cuenta de la noticia. Catalina, escéptica y desengañada, contestó: "No todo consiste en cortar, hijo mío; es preciso también zurcir". Finalmente, Catalina moría a principios de 1589, y sólo meses después el rey de Francia era asesinado.

Era evidente que sus esfuerzos para que sus hijos mantuviesen el trono habían sido baldíos. Fue esposa de rey y madre de tres más, pero ninguno de éstos había dejado herederos. Menos a su hijo Enrique, había visto morir a todos. Era como si el destino se burlase de ella: no sólo habían sido estériles sus maniobras, sus asesinatos, sus espionajes y sus intrigas, sino que los problemas que en su día había tenido para concebir se habían trasladado a sus vástagos varones cual maldición de bruja. Además, aquel a quien había querido eliminar, su yerno Enrique de Navarra, era nombrado heredero del trono por la muerte o la falta de descendencia de todos sus hijos varones. Enrique de Navarra sería el futuro Enrique IV. Sin duda, era una cruel mueca del destino, el castigo perfecto para una mujer calculadora que no reparó en los medios más criminales para conseguir sus fines, pero que al final no pudo evitar que la casa de Valois se extinguiese.

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