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Columna
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Prat de la Riba, en Bocaccio

"Creo que ningún Gobierno ha contraído jamás en España una tan grave responsabilidad como la que contraería el que coadyuvara a la aprobación de ese Estatuto que, tal como se ha presentado a las Cortes, significa la desmembración de la Patria". Las palabras que acabo de transcribir proceden -no es difícil adivinarlo- del diario Abc, y fueron firmadas por su director. Pero no han sido extraídas de una edición de esta semana, ni de la pasada, ni de la anterior. Corresponden al número fechado el 4 de mayo de 1932, y las suscribe don Juan Ignacio Luca de Tena. O sea, que el Gobierno al que se refieren no es el de José Luis Rodríguez Zapatero, sino el de Manuel Azaña; y el Estatuto contra el que cargan no es el proyecto actual, sino el republicano, versión muy rebajada del de Núria y que, tras cuatro meses de intenso debate, acabaría siendo promulgado aquel septiembre.

Durante todo el periodo comprendido entre el verano de 1931 y el de 1932, el diario monárquico madrileño multiplicó los mensajes según los cuales los catalanes no sólo se separaban de España, sino que pretendían imponer a ésta la forma de Estado que mejor interesaba a sus fines particulares. No existía, a juicio de Abc, ningún hecho nacional soberano de Cataluña; los aspectos económicos y financieros del Estatuto eran "incompatibles con los intereses generales del país" y, en definitiva, dicho Estatuto -una "ofensa a España"- no merecía ni siquiera ser tomado en consideración. ¿Les suena?

Pero Abc no estaba solo en su actitud, ni mucho menos. También en mayo de 1932, El Debate, un diario católico muy cercano a la jerarquía episcopal, describía el Estatuto como "un insulto a la Constitución, a las Cortes y a todo el pueblo español, una pieza de separatismo camuflado", aludiendo lúgubremente a "la España balcánica" en ciernes. Los periódicos citados, y aún con mayor ferocidad El Imparcial, explicaban la "sumisión" del presidente Azaña ante las demandas de "la Esquerra" en razón del "precio a pagar por la colaboración revolucionaria que prestaron los separatistas" al cambio de régimen de abril de 1931. ¿Les sigue sonando? Paralelamente, diversas cabeceras de la prensa derechista castellana (La Gaceta Regional de Salamanca, El Adelantado de Segovia, El Correo de Zamora, El Defensor de Cuenca, etcétera...) propugnaban abiertamente el boicoteo a los viajantes y a los productos catalanes. Ya en sede parlamentaria, Antonio Royo Villanova -el exponente más paranoico del anticatalanismo español en la primera mitad del siglo XX- sentenciaba, el 10 de junio de 1932: "Aquí no hay más nación que España".

Cuando todas las ideas y reacciones que acabo de citar o resumir se formularon -hace de ello 73 años, tres generaciones-, España tenía la mitad de habitantes que ahora y era, considerada en su conjunto, uno de los países más pobres y subdesarrollados del Occidente europeo, con zonas de una miseria negra, de un primitivismo ancestral (las Hurdes, Casas Viejas...), con tasas de analfabetismo colosales, con una hemorragia emigratoria de cientos de miles de personas cada década. En esa España, la radio, el teléfono o la educación secundaria constituían lujos burgueses, no digamos el acceso a la Universidad, y millones de hombres y mujeres nacían, vivían y morían sin conocer otros horizontes que los de su pueblo, todo lo más su comarca de origen.

El cambio, en tres cuartos de siglo, ha sido gigantesco, formidable: crecimiento demográfico, inversión de los flujos migratorios, aumento astronómico de los niveles de renta, de consumo, de movilidad humana, universalización de la enseñanza media y masificación de la superior, acceso general e instantáneo a la información y al conocimiento. Ello, por no hablar de los progresos globales de la ciencia y la tecnología, de la medicina y la biología; o de la revolución en las costumbres, los valores, la sexualidad... Y sin embargo, en este país y en esta sociedad que se parecen tan poco a las de 1932, hay algo, una sola cosa al parecer, que permanece incólume, inmutable, granítica: el recelo, la fobia, el rechazo ante las aspiraciones catalanas a obtener su autogobierno o a incrementarlo. Hay -según he tratado de ilustrar más arriba- el mismo fundamentalismo, los mismos adjetivos descalificadores, las mismas amenazas de boicoteo, las mismas interpretaciones conspirativas y paranoicas, los mismos prejuicios; exactamente, literalmente, palabra por palabra... ¿Cómo es posible?

Sí, ¿cómo es posible que el 5 de noviembre de 2005 unos miles de personas juzgasen necesario manifestarse en la Puerta del Sol madrileña con los mismos eslóganes textuales -"¡viva la unidad de España!"- y parecidos argumentos "antiseparatistas" a los que se habían enarbolado allí mismo el 7 de octubre de 1934 como reacción al error cometido la víspera por el presidente Companys? ¿Cómo es posible que la aceptación a trámite del proyecto de Estatuto suscite, siete décadas después, idéntica respuesta que la fracasada aventura del Seis de Octubre? ¿Y qué grado de sectarismo, de ignorancia, de odio y desprecio al otro se requiere para que, en el acto citado, un profesor universitario -el filósofo Gustavo Bueno- dijese que "la llamada nación vasca es el producto de unos dementes", mientras que "la llamada nación catalana es una invención de la izquierda divina"? (obsérvese la patriótica repugnancia del señor Bueno a usar la expresión extranjera gauche divine).

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De modo que toda la culpa es de la gauche divine, que la nación catalana y el subsiguiente nacionalismo surgieron en alguna noche de fiesta con Oriol Bohigas, Teresa Gimpera, Pere Portabella, Serena Vergano, Óscar Tusquets y Colita... ¡Debí haberlo sospechado! De hecho, y ahora que lo pienso, me parece que alguna vez entreví la rechoncha figura de Enric Prat de la Riba, con sus gafas de pinza y su corbata de lazo, sentado a una de las mesas de Bocaccio. Puede que incluso anduviesen por allí Roca i Farreras, Martí i Julià, Rovira i Virgili...; pero no estoy muy seguro porque en el mítico local no sobraba la luz, y yo solía ir algo pasado de copas.

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