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Columna
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La España extraterritorial

Con todas las tareas que nos aguardan, después de 30 años de progreso acortando distancias con otros países de nuestro entorno, tras una historia de éxito que ha desconcertado a los hispanistas, siempre dispuestos a establecerse en el hotel Palace como narradores de nuestras guerras civiles, volvemos de nuevo a ensimismarnos de modo unamuniano. Otra vez, España como problema. Llueven los Estatutos pero no en forma de lluvia fina, sino como aguaceros propios de la gota fría. Nunca ha sido regular el curso de nuestros ríos. Lo nuestro es pasar de las inundaciones, que todo lo desbordan y lo arrasan, al estiaje prolongado, que deja sin explicación a nuestros puentes. Vamos de la parálisis a la epilepsia. Y sucede, como en los versos de tío José María Pemán, que mientras se despeña el río / se está secando la huerta.

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Todas las comunidades autónomas tienen guardadas sus cuentas. Cada una elige el momento de pasar al cobro su particular deuda histórica. Soplan vientos de fronda en forma de pensamiento único. Se abre la competencia en el campo fiscal. Se entiende que la manera de ser más atractivas a la inversión consiste en ofrecer mayores exenciones fiscales. Como sostiene un buen amigo, parecería que los ricos deberían dejar de pagar impuestos. Primero, porque son pocos. Segundo, porque conviene tenerlos contentos para evitar que emigren y se deslocalicen, y tercero, porque han dejado de ser onerosos. Cuando enferman van con sus problemas a las clínicas de Estados Unidos. Sus hijos estudian en colegios y universidades extranjeras y han sustituido las pensiones públicas por los blindajes que pagan con toda docilidad los accionistas.

Cada uno de los territorios empieza a mirar con recelo a los restantes. Ninguno quiere contribuir a la prosperidad del otro como si de ahí se derivara un perjuicio propio. Como si la diferencia de partida fuera sin más atribuible a una actitud culpable. De Max Weber, que consideraba el protestantismo como punto de ignición del capitalismo, y de la idea de que la creciente prosperidad en este mundo era un signo de predestinación para el otro, es decir, de atribuir mérito a la riqueza hemos pasado a culpabilizar a los pobres. La riqueza deja de ser un obstáculo para la salvación, pero además la pobreza pasa sin más a ser culpable. Sobre todos los sistemas de atenuación de las diferencias, de protección social, de cohesión, cae una sombra de sospecha, de apuesta por la ineficiencia. Hay un clamor propagado por los Chicago boys para terminar con la sopa boba de los antiguos conventos. Se propugna el darwinismo social. Y cobran cada vez más visibilidad los excluidos, también en el primer mundo, para formar el cuarto mundo.

Habíamos pensado que en la esfera internacional y en la de cada una de las sociedades nacionales, la amenaza estaba residenciada en los más poderosos. Esa era, por ejemplo, la dialéctica de la guerra fría con misiles intercontinentales. Y ahora descubrimos que son los más débiles y los más pobres los que representan mayor amenaza. Es imposible idear un aro detector además de los metales del odio cainita. Contra los nuevos guerreros suicidas es inútil todo blindaje. Y de repente en Francia quienes han superado el umbral de la miseria sumisa pero se ven fuera de la integración en el bienestar desafían a la República. ¿Sorpresa o consecuencia?

Volvamos a España para desolarnos. Porque además de las deudas históricas que cada comunidad presenta, viene otra oleada de derechos históricos. Y traen las cuentas de los agravios del conde duque de Olivares y de Felipe V y del franquismo. Que las paguen quienes se subroguen en semejantes personajes, que antes de emprenderla contra Cataluña o el País Vasco dejaron el resto como un solar esquilmado y desaforado. Claro que escuchar la idea de España que promueve Acebes o la cadena de radio de los obispos es todavía mayor desconsuelo. Apenas nos queda la España extraterritorial de Arturo Soria. Eso sí, en La Moncloa reina la tranquilidad y el presidente Zapatero parece seguro de alcanzar una nueva síntesis hegeliana superadora de todas las contradicciones, invocando en su ayuda la armonía preestablecida de Leibnitz. Vale.

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