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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE | COLUMNISTAS
Columna
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Mafiosos

No hace falta ser Sherlock Holmes para deducir que la política restrictiva y miope que Europa en general practica con la inmigración constituye el tipo de actuación que precisan los traficantes de seres humanos para medrar y perpetuarse con total impunidad. Tal política supone, para ese sucio y sangriento negocio, un aliciente similar al que representa la hipócrita negativa de los Gobiernos a la legalización del consumo de drogas: vía libre para la proliferación de las mafias, magnificación del producto, un mercado cada día mayor y precios (incluido el precio de la muerte) que el narco fija como le viene en gana. Cuando se ha visto la punta de la punta del hilo del tremendo pañuelo, cuando se ha hablado con un par de pequeños traficantes de personas (marroquíes, en Marruecos) para un reportaje, y se les ha visto moverse no ya sin miedo a ser detenidos, sino pavoneándose, entre sus conciudadanos, una puede imaginar (como yo lo hice, lo hago) qué no sentirán quienes engordan en el fondo de sus palacios, de sus casas lustradas con la sangre de los que emigran. Pero los mafiosos están en todas partes. En los países de arrancada, en los de paso, en las fronteras, en los de acogida, en los de más allá de la primera llegada.

Nos han inflado las pupilas con edificantes historias cinematográficas sobre el incorruptible Elliot Ness y sus émulos, y, sin embargo, se ha realizado muy poca pedagogía acerca del motor que dio arranque al fastuoso negocio de la Prohibición: aquellos gobernantes, los necios puritanos (y los que participaron en el negocio) que convirtieron el alcohol en algo maravilloso, por inalcanzable. En pocos años, Estados Unidos (entre otros beneficios, como la matanza de San Valentín, etcétera) se llenó de establecimientos de recuperación para alcohólicos, y éstos, de hijos e hijas de buenas familias que durante lustros practicaron el mete-saca de petaquita con alcohol. Hay muy buena literatura sobre la Prohibición, y el mejor de todos sus cronistas fue también una de sus víctimas, Francis Scott Fitzgerald.

Los alcohólicos inducidos, las víctimas, ahora, no somos nosotros, los acomodados europeos, sino los ciudadanos de los países de África. Cómo no ha de atraerles, en sus condiciones de vida, algo que se les muestra tan inaccesible, tan imposible, tan difícil de conquistar. ¿Por qué no han de pensar que lo nuestro es un Paraíso si, aparte de no existir una política regulada y amplia (tan amplia como les necesitamos: mucho, en este país que se va convirtiendo en un geriátrico), tienen acceso a la televisión por satélite y a toda la mierda consumista que segregamos a través de anuncios y de programas?

No hay nada original en lo que escribo; también es obvio que las cosas se están haciendo mal. Lo primero que tuvo que hacerse, luchar contra las mafias, no se está realizando.

Y cuando digo mafias no me refiero sólo a las grandes corporaciones ocultas, ni siquiera a los jefes intermedios. Hablo también, por supuesto, del empresario europeo que sigue dando trabajos mal pagados a los sin papeles, que hace la vista gorda porque le conviene; y del tipo que tenía una casa en ruinas y la vendió por muchos euros a un inmigrante avispado que hacinará en ella a cuantos compatriotas desdichados pueda, cobrándoles por la litera. Hablo del comportamiento mafioso que se produce desde la base de la pirámide, y que permite que las capas superiores se vayan asentando.

El comportamiento mafioso consiste en aceptar como normal, y como forma de vida, que puedes aprovecharte de otro al margen de la ley. Ni más ni menos. Es una forma de coacción que, en sus aspectos más bellacos, se resume así: "Necesitas comer, necesitas dormir. Y yo voy a vivir de eso".

Contra restricción, acogida inteligente e integración. Y no me vengan con que el multiculturalismo ha fracasado. Siempre fracasa: porque hay que respetar al diferente, pero hay que borrar la diferencia. Y el multiculturalismo es la semilla del gueto; sólo la mezcla nos salva a unos y a otros. Pero éste es otro artículo.

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