Huellas manuscritas
Escribir es un viaje largo en el que se van dejando huellas de muchas formas y en muchos sitios distintos: cartas, libros con autógrafos, correcciones en unas pruebas de imprenta, firmas, manuscritos... Los siglos se vacían de sus muertos, dijo el poeta Vicente Huidobro, pero no siempre es así porque, a veces, alguien se dedica a reunir esas huellas que ha dejado un autor desaparecido en los papeles que pasaron por sus manos y hace una exposición en la que el visitante parece adentrarse, siguiendo esos pasos, en su protagonista. Por ejemplo, Cortázar adentro, como ocurre ahora en Madrid. La exposición sobre Julio Cortázar se puede ver en el Círculo de Lectores y uno tiene la tentación de pensar que, a partir de ahora, la relación entre el autor de Rayuela y nuestra ciudad se va a volver más estrecha: al fin y al cabo, los manuscritos de un escritor son su parte de adentro, la que en vida sólo pueden conocer los más cercanos, y tener acceso a ellos no deja de ser un modo de intimidad, aunque sea a título póstumo.
Una noche, hace más de veinte años, cené con Cortázar en Madrid y pude ver la sorprendente mano con la que había escrito Un tal Lucas, La vuelta al día en ochenta mundos o los manuscritos que ahora pueden verse en su exposición.
Me había llevado a cenar con él mi maestro Rafael Alberti, y Cortázar se pasó las tres o cuatro horas que estuvimos juntos hablando de poesía y, especialmente, de un libro de Rafael que le fascinaba: Sermones y moradas.
También hablaron mucho de política, un terreno al que Alberti estaba acostumbrado pero al que Cortázar casi acababa de llegar. Es cierto, porque hasta el final de su vida nunca había sido precisamente un militante, pero en esa época se iba a volcar, por ejemplo, con la revolución sandinista y, de hecho, escribió un hermoso libro llamado Nicaragua tan violentamente dulce, que empieza con un poema que se parece mucho a las canciones más comprometidas de Alberti. Ese libro se publicó en 1984, igual que el que reunía entonces su poesía, que se llamó Salvo el crepúsculo, y que también incluía unas páginas manuscritas por su autor. ¿El motivo de su viaje a Madrid pudo ser la presentación de los dos tomos, editado el primero por Muchnik y el segundo por Alfaguara? "La imperfección se cumple rigurosa", dice en uno de los versos de ese libro Cortázar, que es un modo de decir en una sola las dos cosas, lo que han pensado casi todos los escritores que se han visto en la obligación de reunir sus libros: "Un poema no se termina, sólo se abandona", y "bajo toda obra completa yace un impostor". Lo primero lo dijo Paul Valèry y lo segundo Cioran. Aquella noche, de repente, Cortázar aprovechó que Alberti se ausentaba unos minutos de la mesa para preguntarme: "Y vos, ¿también escribes poemas?". Le dije que, al menos, lo intentaba. "Pero ¿y eso se puede hacer a la sombra del gran Polifemo?", dijo, señalando hacia la puerta por la que había salido Rafael. Respondí que en ese sentido, naturalmente, estar a su lado me acobardaba un poco. "Pero no te debés preocupar. Sos un afortunado. Por ahora apilá, apilá no más". Aún lo considero el mejor consejo que me han dado nunca.
Cuando Alberti regresaba a la mesa, Cortázar me agarró el brazo. Era un gesto cómplice y, como todo en él, muy generoso, algo como: ya sabes, que esto quede entre nosotros. Pero hizo que yo notase la sensación de haber sido aferrado por el gran cronopio que era el mayor Julio de la historia de la literatura. Como se sabe, Cortázar sufría esa extraña enfermedad que hace que a quienes la padecen les crezcan de forma desmesurada, sobre todo, las extremidades. No sólo eso, porque todo el esqueleto se les extiende, y ésa es la razón de que cuando murió en París, ese mismo año en que habían salido a la luz Nicaragua tan violentamente dulce y Salvo el crepúsculo, mucha gente nos quedásemos asombrados de la edad que tenía: su piel, tan estirada para poder ajustarse a los huesos que crecían, era la de un hombre quince años más joven.
Pero lo más impresionante eran las manos, interminables, bellísimas y un punto mágicas, como las de un ídolo. En la exposición del Círculo de Lectores recordé esa mano continuamente. Pensé que ahora, por suerte, su huella se puede sentir en Madrid, más profunda que nunca.
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