El síndrome de Romeo y Julieta
Los trágicos sucesos de Ceuta y Melilla han puesto de actualidad lo que bien podríamos llamar "el tema de nuestro tiempo", que no va a ser tanto el control de la inmigración ilegal como la integración social de los inmigrantes ya regularizados que están alcanzando proporciones cada vez más abultadas. Dada su natural resistencia a la asimilación cultural, su extrañeza puede llegar a cuartear las redes de confianza mutua que constituyen nuestro capital social, introduciendo en su tejido civil cuñas de distinta madera que amenazan con despertar reacciones xenófobas de rechazo. Y para evitarlo es necesario que nuestras sociedades consientan de buen grado la integración de unos inmigrantes cuyo trabajo (y cuyas cotizaciones) tanto necesitamos. Por eso hace falta que desde el fondo de la sociedad civil emerja libremente por generación espontánea un doble contrato social. Ante todo un contrato de convivencia cívica, que reconozca a nuestros "trabajadores invitados" los mismos derechos civiles, políticos y sociales de los que disfrutamos nosotros. Pero también un contrato de convivencia civil, que les reconozca la calidad de conciudadanos a todos los efectos, en tanto que semejantes nuestros con los que podemos anudar relaciones recíprocas de confianza mutua, de tú a tú y de igual a igual.
¿Un desiderátum, una utopía irreal, algo hoy por hoy imposible de alcanzar? Quizá. Pero para saber si esta esperanza de convivencia a la vez cívica y civil es o no alcanzable, puede ser útil considerar el ejemplo que proporciona el llamado "sueño americano" (american dream). Pues, en efecto, las democracias anglosajonas cuyo buque insignia es EE UU (a cuya estela navegan canadienses o australianos) se han conformado históricamente por la asimilación paulatina de sucesivas oleadas de inmigrantes originarios de los cuatro puntos cardinales, atraídos como un imán por la promesa de rápida integración social. La película América, América, de Elia Kazan, es quizá la mejor expresión plástica y narrativa de la fuerza atractora del sueño americano. ¿Pero se trata sólo de un sueño o tiene visos de realidad?
A juzgar por la literatura especializada, puede concluirse que la asimilación norteamericana de inmigrantes es efectiva pero sólo hasta ciertos límites, en definitiva, infranqueables. La mayoría de las minorías étnicas logran integrarse con éxito en dos o tres generaciones, pasando a ser tenidos por conciudadanos a todos los efectos. Los indicadores que los analistas utilizan son los índices de integración o segregación escolar, laboral, residencial y matrimonial, pero la prueba del algodón (si se me permite una expresión tan vulgar) es precisamente la exogamia, es decir, la existencia de matrimonios cruzados. Se considera que una minoría étnica está asimilada cuando su índice de exogamia (casarse con alguien externo al propio grupo étnico) se iguala al del conjunto del melting pot multicultural. Y es que la exogamia es el mejor test de que funciona el contrato de convivencia civil al que antes aludí, pues casarse con un extraño a ti es buena prueba de que tú y los tuyos podéis confiar en él y en los suyos, superando el patológico síndrome de Romeo y Julieta que es la peor fuente de xenofobia.
Pues bien, en Norteamérica todas las minorías étnicas consiguen integrarse (así lo hacen eslavos, turcos, árabes o asiáticos, además de los europeos occidentales) con dos o tres excepciones, que no sobrepasan la prueba de la exogamia. La primera excepción la forman los indígenas aborígenes, que son racistamente excluidos tanto en EE UU y Canadá como en Australia y Nueva Zelanda. La segunda excepción es una exclusiva estadounidense, pues consiste en la imposible integración racial de los afroamericanos descendientes de esclavos, que, a pesar de los esfuerzos desarrollados en medio siglo de lucha por sus derechos civiles, siguen estando segregados en términos tanto escolares y laborales como residenciales y matrimoniales, pues sólo han logrado integrarse en las fuerzas armadas y policiales. Y debe notarse que su exclusión social es de doble dirección, pues no se trata sólo de que el racismo blanco les excluya, ya que son también ellos mismos quienes se resisten con éxito a integrarse practicando una estrategia defensiva de endogamia familiar. Por último, hay autores como Huntington que hacen de los latinos, mayoritarios en ciertas áreas del sur y el suroeste de EE UU, una nueva minoría endogámica que se resiste con éxito a integrarse en el asimilacionismo estadounidense.
Mientras tanto, ¿qué sucede en Europa? A pesar de cuanto se diga, en este aspecto no hay tantas diferencias con Norteamérica. También aquí hemos sabido asimilar exogámicamente a la mayoría de nuestros inmigrantes, como revela la pluralista convivencia multicultural de las grandes ciudades y las regiones turísticas. Incluso los latinoamericanos parecen susceptibles de rápida asimilación, y no digamos los europeos orientales, que enseguida se integran con matrimonios mixtos. Pero como los norteamericanos, también los europeos ponemos barreras infranqueables a nuestra capacidad de asimilación. El equivalente europeo de los indígenas o aborígenes son los judíos y los gitanos, que tras siglos de coexistencia entre nosotros siguen sin integrarse aquí, manteniendo intactas sus defensas endogámicas. Pero en los últimos años ha crecido por toda Europa un nuevo grupo etnocéntricamente irreductible que podría ser el equivalente de los afroamericanos en EE UU, en la medida en que se resisten con éxito a integrarse en el asimilacionismo cultural europeo: son, evidentemente, los musulmanes (turcos en Alemania, paquistaníes en Inglaterra, argelinos en Francia, marroquíes en España), que rechazan su integración social y se recluyen a la defensiva en sus comunidades endogámicas.
¿Qué se puede hacer? La verdad es que no demasiado. Aunque sea posible prohibir el velo islámico en las escuelas públicas, la exogamia en cambio no se puede imponer por decreto ley. Así que habrá que resignarse a la persistencia del síndrome de Romeo y Julieta, recientemente reforzado por el propio Vaticano cuando desaconsejó los matrimonios mixtos entre musulmanes y cristianos. Y con barreras endogámicas no hay posible convivencia civil, pues como ya alegaron Freud o Lévi-Strauss, la exogamia es la reglacultural que constituye el fundamento a priori del contrato social. Pero mientras esta deseable exogamia no emerja espontáneamente, hay que resignarse a aceptar la inevitabilidad de la segregación multiétnica entre endogámicos compartimentos estancos.
Y para evitar que semejante apartheid degenere en un abierto conflicto social, lo único que se puede hacer es tratar de establecer, como propone John Gray, un modus vivendi fundado en la coexistencia pacífica entre comunidades separadas por la endogamia. Ahora bien, para que sea verdaderamente pacífica, tal coexistencia precisa de agentes pacificadores, encargados de actuar como puentes intermediarios transitables en ambas direcciones. Y a juzgar por los precedentes de otras comunidades discriminadas, como la gitana, los mejores agentes mediadores son precisamente aquellos miembros de la comunidad que disponen de experiencia exogámica: que han contraído un matrimonio cruzado o que descienden de una familia mixta. Es verdad que tal condición, la de poseer experiencia exogámica, se da también en muchos activistas de la Yihad casados con cristianas. Pero es que, en realidad, el agente mediador es la contrafigura del terrorista en sentido pacificador: alguien con experiencia transfronteriza, capaz de cruzar en ambos sentidos la barrera étnica que le da su razón de ser. Justo como Romeo y Julieta, disidentes exógamos de sus respectivas comunidades étnicas. Así que, para evitar la xenofobia y el terrorismo de Capuletos y Montescos necesitamos despertar la vocación exogámica de múltiples Romeos y Julietas, dispuestos a actuar de mediadores por amor a esos extraños que son también sus semejantes. Pero no un amor platónico, sino carnal y erótico, capaz de entregarse en cuerpo y alma a la práctica transfronteriza del activismo exogámico.
Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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