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Reportaje:

Saltar o morir

El fotógrafo de este reportaje convivió hace unos meses con los inmigrantes en el campamento del Gurugú (Marruecos) durante ocho días. Este testimonio único muestra un mundo que cambia día a día.

"… Hijos del Gurugú, yo os pregunto: ¿confiáis en Dios?

Hijos del Gurugú, yo os pregunto: ¿cuál es el país más poderoso de la Tierra?

Estados Unidos. ¿Por qué? Leed en el billete del dólar.

¿Qué hay escrito? "In God we Trust" ("Confiamos en Dios").

Los americanos confiaron en Dios, y Dios les ayudó a ser poderosos.

Por eso nosotros debemos confiar en Dios, porque sólo con la ayuda de Dios vamos a ser fuertes. Sólo con la ayuda de Dios podremos saltar la barrera

y tener una vida mejor. Al otro lado…".

Extracto del sermón de la misa dominical celebrada en el Gurugú (Marruecos).

Amanece. Por el campamento deambulan dos clases de habitantes. Los que no pueden dormir por el frío y los que regresan derrotados una vez más después de una larga noche intentando saltar la valla.

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La valla. La maldita valla. De la miseria a la prosperidad. El ritual de todos los días se va a repetir invariablemente. Hay que desmontar las tiendas, construidas con palos y plásticos, y esconderlas con las pocas pertenencias en agujeros en el suelo o en las copas de los árboles. A media mañana llegarán los militares marroquíes. Previamente, los vigías advierten su proximidad y el campamento queda vacío. Se internan en el bosque o escapan ladera abajo. Nadie presencia cómo todo es arrasado y quemado sin miramientos.

Cuando, un par de horas después, regresan para reconstruir lo destruido es la hora de comer. Hay que ir al supermercado. O lo que ellos llaman eufemísticamente supermercado, y que, en realidad, es el vertedero próximo. Los camiones descargan regularmente la basura de los pueblos colindantes Farjana y Beni Enzar.

La gente aguarda la llegada formando un círculo. Cuando el volquete vierte el contenido, se lanzan sobre la montaña de basura armados con ganchos metálicos para poder rasgar las bolsas de plástico que encierran el menú del día. El africano que está en la cúspide del montón de desechos encuentra un tetrabrik de leche. Agita el envase, y al comprobar que todavía queda algo dentro, sin pensárselo dos veces se lo bebe.

Otro grupo ha tenido más suerte. Un campesino les ha regalado el cuerpo de un macho cabrío que iba a tirar. Entre todos se organizan para repartirse los pedazos del animal que un matarife improvisado va descuartizando.

Una tarde apareció en las inmediaciones del campamento una tortuga. A la media hora era el ingrediente principal de una sopa para seis.

El agua escasea. Hay que ir a recogerla a un río, a unos cinco kilómetros.

A pesar de la existencia durísima, tienen algo de tiempo para el ocio y el aseo: cortarse el pelo a manos de un peluquero voluntario, jugar al fútbol en el poco terreno llano que hay en el monte, o también echar una partida de lido (nuestro parchís).

Un aspecto fundamental en la convivencia diaria de los subsaharianos es la religión. La mayoría son creyentes de diferentes confesiones. Para los musulmanes han habilitado una pequeña mezquita: un espacio delimitado en el suelo por piedras pintadas de blanco mirando a La Meca.

Los católicos y protestantes tienen servicio religioso a diario, pero el gran día de celebración es el domingo. Feligreses de campamentos vecinos acuden al rito dominical del padre Emanuel -no es exactamente un sacerdote, sino un emigrante más-. Cuando llegó al campamento comprobó la urgente necesidad de un guía espiritual que alimentase de esperanza a sus hermanos, y se ofreció para la tarea. Durante la misa, que se oficia simultáneamente en inglés y francés, todos cantan al ritmo de instrumentos musicales que Emanuel ha ido fabricando con material reciclado del vertedero.

Las escaleras. La labor más importante de cada día es fabricar las escaleras para saltar la valla. Deben ser ligeras para transportarlas sin esfuerzo, pero también resistentes para soportar el peso de varias personas al mismo tiempo.

En el bosque seleccionan las ramas más adecuadas. Largos troncos para los laterales y ramas delgadas para las traviesas.

A los troncos se les despoja de la corteza para aligerarlos. Las piezas se atan con tiras de caucho que cortan con cuchillas de afeitar de las cubiertas de neumáticos. Entre cada escalón hay una separación de 55 centímetros, una distancia que consideran perfecta para la longitud de sus piernas.

Se tarda aproximadamente alrededor de tres horas en fabricar cada una de estas primitivas escaleras. Las hacen de dos medidas diferentes: de 3,5 metros, para sortear la valla corta, y de 6,5 metros, para escalar la valla alta. Cuando están terminadas hay que esconderlas en el bosque para evitar que los militares marroquíes las confisquen en su registro diario.

El asalto. Al anochecer, los que van a intentar saltar la valla bajan del monte hasta el punto de encuentro. Hoy se van a reunir en lo que llaman el campo de los olivos, a unos 500 metros de la frontera española. Al otro lado, las luces del aeropuerto de Melilla les sirven de referencia.

Los cerca de 20 hombres se dividen en dos grupos con dos escaleras, una corta y otra larga. Visten ropa gruesa y guantes de trabajo para minimizar los cortes provocados por el alambre de espino. Los que no han conseguido hacerse con unos guantes se vendan las manos con tiras de tela enrollada.

A medida que se aproximan a la zona de seguridad caminan con mayor sigilo, cada vez más agachados. Saben que la Guardia Civil dispone de visores nocturnos que detectan el calor de un cuerpo en la oscuridad. Afortunadamente para ellos, estos equipos son escasos, caros y se estropean con mucha frecuencia. Como no hay suficientes cámaras térmicas para vigilar toda la frontera a la vez, las patrullas circulan continuamente.

Cuando el primer grupo se ha arrastrado hasta unos 50 metros de la valla, aguardan a que el otro grupo alcance su lugar y el jefe (una especie de coordinador) dé la señal de partida. Durante la espera, alguno reza una plegaria. Un grito lejano rompe el silencio y todos echan a correr. En vanguardia van los que llevan las escaleras. Las apoyan sobre la valla. El primero sube con la destreza de quien lo ha hecho ya muchas veces. Salta al otro lado. El que va detrás cae mal y produce un ruido seco al golpear el suelo de cemento. Le ayudan a incorporarse. Pasan la escalera larga, y cuando ya están a mitad de camino, un todoterreno de la Guardia Civil llega al otro lado frenando en seco. Los guardias descienden y comienzan a disparar pelotas de goma. Los africanos dan media vuelta. Hay que salvar las escaleras.

La accidentada vuelta atrás provoca que a uno de ellos se le quede el pantalón y la chaqueta enganchados al alambre de espino. Se revuelve y, tras unos segundos, consigue liberarse. Dos agentes que han pasado la valla por una puerta auxiliar suben corriendo por el terraplén disparando más pelotas de goma. El grupo huye a esconderse entre la espesura. Antes de desaparecer gritan a los guardias: "¡Racistas!".

Uno de ellos se ha quedado atrás, entre las dos vallas. A los detenidos, unas veces los liberan y otras los entregan a las autoridades marroquíes, que los deportarán a la frontera con Argelia. Los que han logrado escapar esta vez lo seguirán intentando dos veces más esa misma noche sin conseguir burlar la vigilancia. Cuando regresan al campamento está amaneciendo.

Desesperados. Germaine. Tiene 19 años. Se marchó de Camerún hace siete. Su madre murió apuñalada en Chad cuando intentaron robarla a la salida del hotel donde trabajaba. Su padre murió envenenado. Tiene cuatro hermanos. Lleva tres años en el campamento. Ha conseguido saltar la valla 16 veces y llegar a la comisaría en cinco ocasiones, pero la Guardia Civil le esperó a la salida. Le rompió el impreso de la denuncia de ingreso y volvió a expulsarle a territorio marroquí. Si consigue entrar en España quiere trabajar como pintor. Hace unos meses, su primo Joseph Bertrand llegó desde Camerún. Al segundo día consiguió saltar. Ahora vive en Madrid.

Patience. Es la única mujer del sector camerunés. Salió de su país en 1997 dejando atrás una hija, Precious, que ahora tiene 11 años. De los dos años que lleva intentando saltar la valla lo ha logrado ocho veces. Siempre la detuvieron al caer al otro lado. Reconoce que es más difícil para ella porque le falta la fuerza física necesaria para correr y escapar. Sus compañeros la respetan porque ahora es la pareja del pastor Emanuel. Sin embargo, se queja de que, como mujer, cuando los hombres hablan, ella tiene que callar. Dice que lo que peor lleva de vivir allí es tener que comer de la basura. Cuando entre en España quiere trabajar como topógrafa y ganar el dinero suficiente para tener a su hija consigo.

Cyrille. Con 13 años, es el más joven del campamento. Llegó hace siete meses. Se fue de noche de su casa en Douala (Camerún) sin hacer ruido para no despertar a su madre. No se despidió de ella porque nunca le habría dejado marchar. Tardó cuatro meses en recorrer la distancia hasta Marruecos. Sólo en pasar el Sáhara empleó tres semanas viajando en un camión con más africanos, y otras dos, andando. Afirma que la inmensidad del horizonte le daba tanto miedo que se vendó los ojos para no verlo. Ha podido traspasar la valla en tres ocasiones. Dice que los guardias le dieron porrazos en los brazos y las rodillas. Al que iba con él le dispararon balas de goma cuando estaba en lo alto, haciéndole caer al otro lado. Si consigue entrar en España no quiere ir a ningún otro sitio que no sea Barcelona. Cyrille juega muy bien al fútbol y quiere conocer al gran ídolo camerunés, Samuel Eto'o. Si no pudiera ser futbolista estaría contento con ser conductor o mecánico.

Pitagore. Tiene 22 años. Lleva nueve meses en el bosque. De las 24 veces que ha intentado el asalto, ha franqueado la barrera siete veces, pero siempre le cogieron. Cuenta que no está desanimado. No piensa ni por asomo en volver a Camerún porque se sentiría un derrotado. Va a seguir intentándolo el tiempo que sea necesario. Tiene miedo de que le peguen, como le ha pasado a otros compañeros. Quiere entrar entero y sin romperse nada. Desearía trabajar como electricista.

(Al día siguiente de hablar con Pitagore, la policía marroquí le detuvo junto a la valla y le deportaron a Argelia. Está intentando volver a entrar en Marruecos).

Tiene 19 años y quiere trabajar en España como pintor.
Tiene 19 años y quiere trabajar en España como pintor.FRANCIS TSANG

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