_
_
_
_
Reportaje:LITERATURA Y EXILIO

El exilio de 1939, fuente inagotable

José-Carlos Mainer

El exilio ha sido una de las experiencias capitales en la cultura del siglo XX. Hasta nuestros días nunca se habían confrontado tan llamativamente los dos motivos polares de todo destierro: el fuerte tirón de la identidad (nacional, lingüística, tribal...) y la llamativa internacionalidad de la experiencia cultural (las aventuras universales de la vanguardia y del existencialismo pueden representar a todas las demás). Y nunca tampoco se había sido tan cruel con los vencidos: el exterminio o la expulsión fueron perversos deseos que sólo el siglo XX nos puso en condiciones de realizar por completo.

Aquella sugerente contradicción y esta marca de la violencia han configurado la vivencia del exilio. El desterrado vive una desposesión cultural pero, a la vez, la puede contrastar a diario con los incentivos de una cultura extraña: no es un viajero curioso ni un nómada radical, sino un voluntario ilota cultural. Nadie calificaría de exiliados a Henry James o T. S. Eliot, ni el exilio fue determinante capital en la vida intelectual de Nabokov o Cioran, que más bien son, como quiere George Steiner, extraterritoriales. El exiliado, sin embargo, lo es en cuanto se siente animal territorial y mantiene, contra viento y marea, la identidad cultural y política por la que fue castigado: Sísifo voluntario de una roca a la que ama como cosa propia, decidido a perseverar en el recuerdo de la infamia.

Casi ningún exilio ha sido tan largo como el nuestro y en pocos el culpable sobrevivió a muchas víctimas
Más información
EXPOSICIONES

Entre la requisitoria y la salvación

A la hora de valorar y entender el exilio español de 1939 conviene establecer un mínimo umbral de exiliografía comparada: casi ninguno ha sido tan largo como el nuestro y en muy pocos el culpable sobrevivió a muchas de sus víctimas; pocos también, a cambio, tuvieron como espacio de castigo (no en todos, pero sí en la mayor parte de los casos) un territorio de la misma lengua y de muy parecidas vivencias ideológicas, como fueron aquellos países americanos donde el combate entre modernización y tradición, autoritarismo y libertad, nacionalismo e internacionalización era, en sustancia, el mismo que los desterrados creyeron haber dejado atrás en 1939. El español ha sido un exilio de contumacias y no pocos de sus nombres ilustran las virtudes del empecinamiento: pensemos en la poesía de León Felipe, quizá su más patética expresión, pero también en las rutilantes paradojas cristianas y nihilistas, ácratas y doctrinarias, con que José Bergamín se negó a aceptar haber sido derrotado. A ese bando de los contumaces pertenecen la novela y el teatro de Max Aub, tan obstinadamente vueltos al pasado que cuando su autor tocó de nuevo el país que abandonó se irritaba porque ya no es como era: La gallina ciega, diario de su regreso a España, es -como vio certeramente Ignacio Soldevila- una dramática manifestación del complejo de Rip van Winkle, el personaje del cuento de Washington Irving. Aub quería que los moluscos que tomaba en los bares de la Valencia de 1970 supieran igual que los de 1935, pero su obstinación también sabía que la cultura tiende a ser institución y la suya había sido desmantelada como tal; el joven socialista que en 1936 proponía una reorganización del teatro español era el mismo que, veinte años después, se divertía haciendo imprimir un falso discurso de su ingreso en la Academia Española sobre los resultados de aquel plan. Y, al componer el elenco de los miembros de la docta casa, acertaba a reescribir una historia posible (pero perdida) de las letras españolas sin guerra y sin Franco, con Lorca y Giménez Caballero, Pemán y Alberti, Delibes y Cela, compartiendo sillones académicos.

En otros escritores no cupo, o no fue tan patente, la actitud acusatoria. O la fiebre cursó de otro modo. ¿Cómo no advertirla en el Luis Cernuda de Las nubes (1940), que es un libro de guerra tanto como de exilio y uno de los mejores que se escribieron en el pasado siglo? Hay poemas duramente acusatorios (pensemos en los dedicados a la muerte de Lorca o al recuerdo de Larra), al lado de otros (Noche de luna o Elegía española) que se abrazan compasivamente a la catástrofe, o que buscan un signo de paz (El ruiseñor sobre la piedra), y otros en los que estalla el rencor (Impresión de destierro) y comienza el amargo proceso del desasimiento que años después dictaría Díptico español, en Desolación de la quimera: la única España que vale la pena, pensaba ya Cernuda, es la que pulula en las novelas de Galdós. Y esa idea de que la verdadera España, la España amiga, estaba en las páginas de los mejores libros españoles, canon inigualable de vida, no fue única...

Otros muchos arribaron a la misma idea. Casi más de guerra que de exilio fue un libro (su colofón lo da impreso en México en septiembre de 1939) que argumentó aquella nueva posibilidad de vivir España lejos de España: me refiero a Pensamiento y poesía en la vida española, de María Zambrano, en el que el senequismo y la mística, el realismo de la picaresca y el amor por los seres humanos que respiran las obras de Cervantes y Galdós se convierten, todos juntos, en una nueva manera de entender la realidad: en una razón poética.

Imágenes de la culpa

¿Son estos exorcismos para ahuyentar la culpa, si es que la hubo? Podría pensarse tal cosa al leer la obra de Ramón J. Sender, aquel inmenso solitario que hizo de la culpabilidad y del arraigo perdido sus dos temas esenciales. La esfera es una novela simbólica y ardua que explora lo primero; El lugar de un hombre amalgama con mucho mayor acierto los dos temas. Pero quizá su escenificación más hermosa venga en las páginas de una serie de título feliz que no puede leerse sin emoción: Crónica del alba. Allí, en los cautivadores prefacios de cada volumen, es donde Sender revela su secreto protocolo lustral: dejar de ser Sender, el culpable, para ser Pepe Garcés, que es la encarnación de su inocencia, el infantil Señor del Amor, del Saber y de las Dominaciones, el nuevo Segismundo a las puertas de la felicidad y de la posesión, pero también el hombre que no podrá sobrevivir al campo de refugiados y que murió en 1939. Y Sender nos viene a decir que el Sender que sobrevive vale poco la pena...

¿Culpabilidad?... No la sintió Juan Ramón Jiménez al organizar su obra posterior al destierro como un descubrimiento y una recapitulación enlazadas: Lírica de una Atlántida. Y dentro de su fluir, es difícil negar a Espacio su condición central y explicativa. Puede que sea el mayor poema del exilio español y ya es, de seguro, uno de los mayores de la poesía española: Espacio es el tiempo condensado en forma de espacio, es la multitud de vidas contempladas como Vida única, al igual que el perrillo que ladra al sol poniente en la Florida es el que ladraba en el monturrio de Moguer y cualquier otro que lo haga al crepúsculo. No hay ni identidad ni exilio sino luz que se dilata hacia el infinito, pero es precisamente ese violento deseo el que más nos habla de destierro y de injusticia.

Hubo quien interiorizó uno y otra como razón vital colectiva. El gran libro histórico del destierro fue madrugador: España en su historia, de Américo Castro, vio la luz en 1948, tras largos años de dolorosa gestación. Hasta 1939 el autor creyó haber sido parte de un país europeo, o en vías de serlo; en los años de guerra supo que aquella orgía de violencia se inscribía en un largo y subterráneo proceso que él y sus amigos se habían empeñado en negar. España se fundaba sobre el odio y el recelo, pero, sobre todo, en el autoengaño. Las inmarcesibles páginas de literatura que consolaron la melancolía de Cernuda y de Zambrano fueron para Américo Castro las ardorosas señales de un incendio: escritores que ocultaban el estigma de su ascendencia hebrea, obras que eran encarnaciones del nihilismo más radical o añoranzas de un mundo amable y distinto, textos que se convertían en partituras cifradas de una disidencia. Puede que nada se sustente en la realidad, como suele suceder en todos los informes fiscales, pero nadie fue inmune a su manera de leer el pasado, ni a la fuerza persuasiva de su prosa.

La purga de la lucidez

Ni siquiera lo fue Francisco Ayala, que en 1949 publicaba los cuentos históricos Los usurpadores, con ánimo de alumbrar retazos de una historia en la que todo poder había sido una usurpación. Pero Ayala, el lúcido, tenía otras cosas mucho más claras acerca de la misión de los intelectuales en el mundo posterior a 1945, y en un luminoso artículo de 1948, el año de España en su historia, se preguntó "¿para quién escribimos nosotros?", los exiliados. ¿Había de hacerse en nombre de un público español inexistente? ¿Podría seguirse ignorando la existencia de una literatura española del interior? ¿Tendría que persistirse en las obsesiones del pasado, desconociendo el nuevo mundo de alrededor? En el fondo, los cuentos que compiló en La cabeza del cordero (1949) responden por él. Y dos de ellos, muy en especial: El tajo, cuando la familia de un miliciano muerto teme aceptar los documentos que les devuelve un antiguo oficial nacionalista, que fue su involuntario asesino; El regreso, cuando un desterrado decide volver y descubre, entre los brazos mercenarios de la hermana de su mejor amigo, que fue éste quien le denunció en 1936.

Ya no había regreso posible... Y, sin embargo, triunfó la literatura de la contumacia y un montón de españoles egregios edificaron unas letras imposibles, un dramático mensaje del pasado hacia el futuro. Hoy, cuando la contrarreforma en la noción misma de la Guerra Civil campa por sus respetos (tan estrechamente ligada a la insolencia política de los ocho años del aznarato), leer a los escritores del exilio significa sumergirse en una experiencia humana no apta para simplificadores. Pero significa también tener presente algo de lo mejor de nosotros mismos.

Letras noblemente reivindicativas

LA BIBLIOGRAFÍA sobre el exilio empieza a ser inabarcable. Pero, a menudo, es más noblemente reivindicativa que interpretativa. Disponemos de una luminosa lectura del hecho cultural del exilio en las páginas de un librito de Claudio Guillén, El sol de los desterrados: literatura y exilio (Quaderns Crema. Barcelona, 1995), también refundido en el primer capítulo de Múltiples moradas. Ensayo de literatura comparada (Tusquets. Barcelona, 1998).

Una impagable crónica y recuento de nombres y hechos viene en la serie dirigida por José Luis Abellán, El exilio español de 1939 (seis volúmenes, Taurus. Madrid, 1976-1978,), no superada como síntesis, aunque incremente el volumen de sus datos la serie de actas de los congresos organizados por el grupo GEXEL, dirigido por Manuel Aznar Soler, en 1999.

Este equipo de investigación ha promovido también una importante Biblioteca del Exilio que prevé cien volúmenes, de los que ya ha sobrepasado la primera veintena, impresos por cuenta de un benemérito grupo de editoriales españolas.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_