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Los difíciles perdones

A primera vista, se diría que todos piensan más o menos lo mismo. La idea de combatir contra la desigualdad, la desocupación, la pobreza, ya no es patrimonio exclusivo de la izquierda. Si un extranjero escucha hablar a Joaquín Lavín por la televisión, puede pensar que ha sido un combatiente social toda su vida. Y podría creer que Sebastián Piñera es el enemigo número uno de la lucha contra la injusta distribución de la riqueza. Son fenómenos que indican, a pesar de todo, que hemos evolucionado mucho, que alguna forma de transición se ha producido, y no sólo en los hechos y las leyes: también en las conciencias. Ni el socialismo de hoy es comparable con el de antes, ni los lenguajes de ahora son parecidos a los del pasado, y tampoco sería justo sostener que la derecha no ha cambiado nada. Pero el tema de los derechos humanos todavía pena y divide al mundo chileno, a pesar de todos los avances que se han conseguido. Estamos mucho más cerca, digamos, que hace una década de la veracidad y de la justicia, pero todavía falta, y se diría que nosotros somos más testarudos, más inflexibles que otros pueblos. Observo a otros países que pasaron por dictaduras y que negociaron salidas más o menos aceptables, de consenso, y compruebo que el contraste con el caso nuestro es importante.

El presidente Lagos esbozó el otro día una explicación. Dijo, si no recuerdo mal, que tenía que pasar una generación completa, que la reconciliación real sólo sería posible cuando los actores principales de la crisis hubieran desaparecido del escenario. Yo no estoy tan seguro: la memoria de los sucesos se transmite de padres a hijos, y una ruptura tan profunda como la que culminó en 1973 podría recordarse durante siglos. ¿Cuánto duró, por ejemplo, en la historia nuestra, la división de carrerinos y o'higginistas? ¿Y cuánto tiempo tendrá que pasar todavía para que solucionemos de verdad, no sólo en los tratados, sino también en las conciencias, el conflicto de la guerra del Pacífico? Uno se queda con la impresión de que somos grandes especialistas en incubar antiguas peleas. No sé si es una condición sólo chilena o si es una enfermedad latinoamericana. A veces pienso que Europa entró con paso firme en el siglo XXI, lo cual implica un sentido de integración hacia el interior del país y hacia fuera, y que nosotros, los de este lado del mundo, seguimos en el siglo XIX, en sus guerras civiles y sus guerras territoriales. ¿Vamos a pasar de una vez por todas al siglo XXI? No siempre tengo una respuesta optimista para esta complicada pregunta. Nos tranquilizamos por un rato, sonreímos frente a las cámaras y nos damos grandes apretones de manos, como si la paz civil hubiera terminado por imponerse; pero después, en el momento menos pensado y menos indicado, reincidimos en los reproches, en las sospechas ofensivas, en los insultos. Que la culpa de todo la tuvo usted. No, que la tuvo usted. Y siempre, detrás del conflicto, la noción arraigada, no extirpada, terca, de que nosotros estamos en el lado de los buenos y de que la culpa la tuvieron los otros. Tenemos una memoria viva de los horrores, de los crímenes que se cometieron. Conocemos el gran "dolor de las cosas que pasaron", como dijo un poeta portugués de siglos pretéritos, pero nuestra capacidad de transitar por el presente y de asomarnos al futuro no es demasiado grande. Nos damos vuelta en cada esquina y nos convertimos en estatuas de sal a cada rato.

La noción de que los actores de la crisis tengan que morirse para que vuelva la paz no está demostrada por la experiencia ajena. He contado algunas veces un episodio de los comienzos de la transición española. El cineasta Jaime Camino hizo una película documental a base de entrevistas a las principales figuras de la Guerra Civil de ambos bandos. Para celebrar la salida de la película, invitó a todos a un almuerzo en un gran restaurante, ya no sé si de Barcelona o de Madrid. Asistieron Enrique Líster, el general comunista, el comandante del famoso Quinto Regimiento; un señor De la Rosa, líder de los falangistas que se sublevaron en Barcelona contra la República; Dolores Ibárruri, Pasionaria, entre muchos otros. En 1976 o 1977, esos testigos privilegiados de los primeros días del conflicto estaban todavía vivos y guardaban una memoria de los hechos enteramente viva, fresca, irreemplazable. Pues bien, como me lo contó después el propio Jaime Camino, el almuerzo, la comida, como dicen allá, se desarrolló con normalidad, con buenas maneras y hasta con sentido del humor, con anécdotas que estallaban en un extremo y otro de la mesa, con una cordialidad creciente. A la salida, Líster y De la Rosa, enemigos jurados de hacía cuarenta años, conversaban en la calle. Y pensar, decía uno, que si te hubiera visto a esta distancia hace treinta años habría sacado una pistola y te habría matado de un tiro. No sabemos exactamente quién dijo esto, porque podría haber sido cualquiera de los dos personajes. Y tampoco sé si la situación podría repetirse ahora, si las condiciones ambientales no se han enrarecido. En esa misma época, uno de los nombres más conocidos de la radiofonía española, estrella de primera magnitud, me hizo una entrevista en su programa. Me habló de mi libro sobre Cuba, Persona non grata, y conectó de repente, sin aviso previo, con alguien que estaba frente a los micrófonos de la misma radio, pero en otra parte, un destacado dirigente del comunismo español. El hombre de la radio trataba de armar una polémica bulliciosa, pero se quedó con los crespos hechos. El dirigente, con la mayor tranquilidad, sin alterarse, dijo que le parecía un libro honesto, lo cual para él no era poco, y que lo había leído con sumo interés. Aquí, en determinados ambientes, todavía, después de un poco más de treinta años, no me perdonan ese mismo libro. De manera que estamos condenados al conflicto, a su veneno, a sus estallidos continuos. ¿Falta de cultura política, exceso de pasión, persistencia de las visiones ideológicas y, además de ideológicas, ideologizadas al extremo, del siglo pasado? No sé. Hay muchas explicaciones posibles, pero no hay ninguna que me convenza del todo.

Una de las que me parece más coherente es que en España hubo violencia y muerte por ambos lados, y aquí no. Las víctimas de derecha en Chile se pueden contar con los dedos de una o dos manos, y las de izquierda fueron demasiadas. El presidente Lagos dijo que la izquierda y la Democracia Cristiana habían hecho una autocrítica infinita, en contraste con la escandalosa falta de autocrítica y de arrepentimiento de la derecha. En general estoy de acuerdo con los enfoques de Ricardo Lagos, pero la verdad es que aquí tengo algunas reservas. De hecho, los partidos de izquierda y la DC hicieron una fuerte autocrítica interna, impuesta por las nuevas realidades políticas, pero el único a quien le escuché una autocrítica abierta, frontal, fue a Luis Guastavino, el intendente de la región de Valparaíso, antiguo parlamentario comunista por esa zona, y la verdad es que esa revisión suya del pasado, franca, de fondo, sin contemplaciones, cayó mal entre sus viejos compañeros de militancia y tampoco llegó a convencer a nadie en la derecha.

En otras palabras, tenemos altas posibilidades de convertirnos en país moderno, democrático, más o menos armónico. Hemos llegado lejos en la transición política, hemos desmantelado prácticamente todos nuestros enclaves autoritarios, el desarrollo económico del país parece sólido, pero tenemos también, en todos los sectores, en un extremo del espectro y en el otro, una fuerte y casi vertiginosa inclinación a perder la paciencia, a dar vuelta al tablero de un manotazo, a estropearlo todo. Quizá en el 91 nos reconciliamos tan rápido porque nos habíamos desangrado en una guerra sin cuartel y habíamos entendido, así, en carne propia, la locura de la guerra. En la década de los setenta no se llegó al enfrentamiento armado, y no se llegó felizmente, ya que en lugar de morir alrededor de tres mil chilenos, habrían muerto, quizá, trescientos mil, pero la falta de una conflagración civil, la existencia, en cambio, de una guerra larvada, medio torcida, medio hipócrita, parece que hace mucho más difícil conseguir después una paz verdadera. Los hombres de Iglesia, en las ceremonias religiosas de las fiestas patrias, fueron claros, pero me temo que los civiles hayan terminado por dar vueltas alrededor de la misma noria. Es un espectáculo extraño y hasta cierto punto deprimente. ¿Será posible que las dos grandes instituciones conservadoras de antaño, la Iglesia católica y el Ejército, usen ahora el lenguaje más conciliador y, en ese preciso sentido, más moderno, más propio del siglo XXI, y que los demás no estemos a la altura? Es una paradoja que tenemos la obligación de mirar de frente. Y un enigma social y político, un enigma cuyas raíces llegan hasta el fondo de nuestra conciencia colectiva, que estamos obligados a resolver. De lo contrario, muchas de nuestras expectativas podrían estancarse. Podríamos quedarnos en el umbral del desarrollo, asomados a las puertas de la modernidad, sin dar el paso decisivo, como ha sucedido en forma cíclica en la historia nuestra.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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