Una historia real
Hace menos de tres semanas se produjo en Bedfordshire, al sureste de Londres, un suceso terrible y extraordinario, del que dio noticia el diario The Independent, en un reportaje escrito por Ian Herbert North.
Un padre de 35 años se quitó la vida para que su hijo pudiera seguir en la escuela. Obviamente, el señor Manuel Bravo no era británico ni blanco ni de clase razonablemente media, sino un angoleño que tres años atrás consiguió huir a la isla con su esposa y sus dos hijos, dejando atrás una situación de violencia política en la que su propio padre, activista contra el régimen de Dos Santos, así como su madre, habían perecido asesinados. Bravo presentó solicitud de asilo en la tradicionalmente acogedora Britannia (tan orgullosa de su multiculturalismo) y se instaló en Leeds. Transcurrió el tiempo sin que las autoridades británicas le dieran una respuesta, y Manuel Bravo trató de adaptarse a la nueva situación, luchando con las dificultades del idioma en la esperanza de conseguir un permiso para trabajar en lo que sabía, tareas funcionariales. En octubre del año pasado, su mujer y su hija tuvieron que regresar a Angola para hacerse cargo de una sobrina huérfana. La mujer fue detenida; actualmente, cuenta Herberth North, madre e hija se encuentran en otra nación africana, en calidad de refugiadas.
Mientras tanto, en Inglaterra, la multiculturalidad de la que tanto se alardeaba hacía aguas por todas sus costuras. Hace aguas. La barrera invisible se eleva, contundente, entre los blancos y los otros, a su vez divididos por múltiples pequeñas barreras tras las que se protege cada comunidad, irritada por las diferencias y, en muchos casos, aferrada a sus tradiciones como única forma de mantener su dignidad a flote. Los atentados terroristas del 7 de junio pusieron la grieta en evidencia. Pero la grieta no habría sido puesta en evidencia de no haberse producido los atentados del 7 de julio de 2005, y la consiguiente oleada de represalias racistas a cargo de la policía y de los particulares.
Mientras tanto -hay muchos mientras tanto controlados por otros en las vidas de los hombres y mujeres de hoy-, el Gobierno del señor Blair decidió restringir las leyes de asilo, como un paso más en su bastante inútil lucha contra el terrorismo internacional. Fanático de lo preventivo sin ser por ello capaz de prevenir, como su colega Bush jr., Blair vio en los atentados un reforzamiento de su viejo interés por recortar y eliminar las libertades que hicieron la grandeza de Gran Bretaña, por cierto bastante después de que la grandeza de Gran Bretaña, como otros países, se alimentara del producto de sus diversas colonizaciones.
Al señor Bravo le importaba poco este tablero de política e intereses. Esperaba la respuesta a su solicitud. En lugar de ello recibió la visita de la policía, que le internó en el campo de detención de Yarl's Word, uno de los muchos que proliferan en Inglaterra, y en Europa. Si los pudiéramos detectar a vista de avión, comprobaríamos que nuestro viejo continente vuelve a albergar no pocos campos de concentración; se les llame como se les llame. Antonio fue colocado provisionalmente con unos padres de acogida, y siguió yendo al colegio.
Lo siguiente que Manuel Bravo recibió fue una orden de deportación que había de cumplirse en pocos días. Con él tendría que marcharse también su hijo, el depositario del sueño de una vida mejor. Bravo se ahorcó. Antonio niño podrá quedarse hasta los 18 años, momento en el que podrá solicitar asilo, si aún existe tal privilegio.
Esta historia terrible y extraordinaria alumbra muy concretamente a una persona entre la multitud de perdedores. Alguien que actuó contra el sistema utilizando lo único que éste le había dejado: su vida.
Y es terrible también porque en el interesado desorden con que se siembra el miedo a los otros, mezclando inmigración económica con refugiados políticos, en todo caso indeseables todos, la solución del campo de deportación parece resultar aceptable para muchos. Para demasiados. Para la mayoría, tal vez.
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