Nación de naciones
CATALUÑA es una nación. Así lo han votado todos los partidos catalanes menos el PP. Y, como era de esperar, se ha producido un gran revuelo en la nube político-mediática que desde Madrid trata de determinar la meteorología ideológica de todo el territorio. Esta reacción confirma que el nacionalismo español tampoco ha hecho todavía la segunda revolución laica.
Hay argumentos para defender que Cataluña es una nación. Sin duda, sería difícil evaluar si Cataluña ejerce el plebiscito cotidiano que Ernest Renan ponía como prueba de la existencia de una nación. Pero hay una continuidad histórica en la voluntad de autogobierno de Cataluña, que en los tiempos recientes pasa por la Mancomunidad, por la Generalitat Republicana y por la restauración de la Generalitat en la transición. Hay una cierta unidad territorial. Hay una tradición cultural. Hay una lengua que ha sobrevivido a diversos intentos de extinción. Y hay una voluntad política expresada por una mayoría de 119 a 15 en el Parlamento catalán. Es probable que no se diera esta misma proporción en una consulta ciudadana. Pero la expresión política de una comunidad pasa por sus representantes electos. Todo proceso de representación es un proceso de restricción. Todo Parlamento genera un espacio de corrección política, que nunca se corresponde con una expresión exacta de la opinión pública y que al mismo tiempo genera territorios de oscuridad. La baja participación habitual en las elecciones autonómicas catalanas confirma un cierto desajuste entre nación y sociedad.
Las objeciones a la definición de Cataluña como nación se legitiman con el argumento constitucional. Para la Constitución, la única nación es España. Lo demás son nacionalidades y regiones. Me parece un argumento tramposo porque los que vivimos el periodo constitucional sabemos perfectamente que se acudió al eufemismo nacionalidades para evitar la palabra nación, en unas negociaciones bajo el fantasma del ruido de sables. Dejemos, por tanto, la Constitución en paz. Porque el problema es otro. El problema es que la idea de nación, sea española o sea catalana, para los nacionalistas es siempre excluyente. Y que, por tanto, no puede haber dos naciones a la vez en un mismo Estado.
Del mismo modo que el sueño último de los nacionalistas catalanes es el Estado propio, los nacionalistas españoles entienden cualquier complejidad nacional como una amenaza inminente de ruptura de la nación y del Estado. Es una concepción clásica, que ha articulado la política durante un par de siglos, que se basa en la correlación entre nación y Estado, pero que se está haciendo obsoleta día a día. En realidad, no sólo abundan los ejemplos de naciones sin Estado (que sería una expresión de que todo orden se construye a costa de alguien), sino que hay muchos ejemplos de Estados sin nación (como todos los que se trazaron a golpe de escuadra y cartabón en los tiempos del colonialismo), y hay ejemplos recientes de los efectos letales de querer imponer el principio "una nación, un estado" fragmentando un Estado multinacional, como ocurrió en Yugoslavia.
El reconocimiento de la realidad plurinacional de un Estado no es en sí ni negativo ni especialmente peligroso. Todo depende de que se sepan construir y mantener las reglas del juego que permitan a dos o más naciones convivir en un espacio común o incluso estar inscritas una en otra. Los nacionalistas españoles que niegan esta posibilidad están en la misma posición que los nacionalistas catalanes que ven en la afirmación de Cataluña como nación la promesa de un Estado. Por eso, en el fondo, se entienden tan bien: se retroalimentan mutuamente.
Pero tarde o temprano, mal que les pese a nacionalistas españoles y a nacionalistas catalanes, acabará imponiéndose la segunda revolución laica. En sociedades que, sometidas a los flujos de la globalización, cada vez son más complejas, la nación homogénea ya no existirá nunca más, salvo que los portadores de las esencias se impongan a sangre y fuego, como en Serbia o en Croacia. Y el poder tendrá que encontrar otras vías de legitimación porque la separación de nación, estado, lengua y cultura es una realidad inevitable y, a mi entender, sumamente deseable. Y pensado así, a nadie debe impresionar que España pueda ser una nación de naciones (inscritas o yuxtapuestas), o que Europa se configure como una forma de Estado -distinta, sin duda, de los Estados tradicionales- que no se sustenta en una nación sino en una suma de naciones.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Archivado En
- VII Legislatura Cataluña
- Opinión
- Reformas estatutarias
- Nacionalismo
- Gobierno autonómico
- Estatutos Autonomía
- Generalitat Cataluña
- Comunidades autónomas
- Parlamentos autonómicos
- Política autonómica
- Administración autonómica
- Actividad legislativa
- Cataluña
- Ideologías
- Parlamento
- España
- Política
- Administración pública
- Estatutos
- Normativa jurídica
- Legislación
- Justicia