De Roger Bacon a las ranas hervidas
1Fui al encantador Museo de la Pesca de Palamós y visité una exposición (Merci, Jules...) que rinde homenaje a Jules Verne, y por poco me entra una hipotermia cuando comencé a decirme que hay una notable exageración al elogiar tanto a Verne por el dudoso mérito de haberse seudoanticipado a la invención de varios medios de transporte.
¿Me estaba dejando llevar por mi fobia a los números redondos, por mi odio a las inagotables y farragosas celebraciones de aniversarios de nacimientos o muertes de artistas célebres? Supongo que sí. Vi toda la elegante exposición bajo el síndrome de mi repulsión a los números redondos y a veces hasta me tapaba la cara para que nadie viera en Palamós que yo estaba viendo otra exposición, estaba recordando al genial Roger Bacon, que en el siglo XIII predijo que la humanidad no tardaría mucho en ver carruajes sin caballos. Lo predijo siete siglos antes de la invención del coche. Eso sí tiene mérito. Deberían rendirle a Bacon, pensaba yo todo el rato, más honores de los que rinden a Verne por un submarino cualquiera.
Roger Bacon tuvo esa visión gracias a los servicios que le prestó el autómata que, en forma humana, se fabricó él mismo para que, agradecido de que le hubiera dado la vida, le revelara los secretos del futuro. Por la creación de su autómata, Bacon fue acusado de brujería y acabó en la cárcel, de donde le tuvo que sacar el papa Clemente IV, que tal vez era un conocedor también de los secretos del futuro y un potencial admirador del venidero papa-móvil...
Salí del encantador Museo de la Pesca de Palamós hecho un lío y diciéndome que a partir de ese momento me guardaré muy mucho de ir a ver exposiciones sobre artistas cuyos rotundos aniversarios se celebren. Ya en casa, abrí el correo electrónico y allí me estaba esperando un mensaje desde Pamplona de mi amigo Martínez-Lage en el que me comunicaba que el doctor Samuel Johnson había dicho en cierta ocasión: "Round numbers are always false", es decir, los números redondos no existen. Quedé descansado. Sentí que no había podido ser más oportuno y alentador ese mensaje, y vi como las cosas volvían a su cauce. Celebré el 791º aniversario del nacimiento de Bacon. Y hasta me reconcilié con Verne.
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A falta de una nueva moda, las catástrofes naturales siguen siendo las reinas de lo más rabiosamente mediático del momento. Parece confirmarse que la realidad está enteramente filtrada por la televisión. Comentaba en Barcelona no hace mucho César Aira (precisamente en la televisión) que de pronto en los informativos argentinos comenzaron a aparecer jovencitos muertos al caerse de los trenes, uno tras otro, dos por día, a lo largo de 15 días. "Y uno se preguntaba si eso no pasaba ya antes y hasta entonces la televisión no lo había tomado como tema de interés. Es posible que, como hace unos días que no estoy en Argentina, ahora se haya tirado una vedette de un balcón de un sexto piso, y entonces ya no se morirá nadie en los trenes y pasaremos a las caídas de los balcones, que es otra de nuestras especialidades".
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¿No será que todo eso de las catástrofes naturales, como dice Aira, ya pasaba antes y sólo ahora la televisión lo ha tomado como tema de máximo interés? ¿Cuál será el próximo tema? ¿La hipotermia? Digo esto seguramente porque he terminado de leer Hipotermia, un brillante libro de relatos del mexicano Álvaro Enrigue que acaba de publicar Anagrama. En él he encontrado un cuento mínimo en el que Enrigue (muy elogiado por el gran Sergio Pitol, que estos días anda por Barcelona) cuenta a su manera su experiencia cuando dejó México DF para vivir en Washington. El breve cuento dice así: "Tres tornados. Una sequía de año y medio. Seis tormentas de hielo. Huracanes Isabel, Cecilia y Laura. Dos desbordes del Potomac por deshielos. Tres cierres totales de la ciudad por nieve. Amenaza de contaminación por ántrax. Un avión bomba estrellado en el Pentágono. Un divorcio".
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O, por el contrario, ¿no será que catástrofes naturales había ya muchas antes, pero últimamente está aumentando sospechosamente su ritmo en medio de nuestra indiferencia, pues nos hemos acostumbrado a ese ritmo y, además, nos parece una simple cadencia televisiva? Me cuenta Juan Villoro que hace unos años coincidió en Calgary con un naturalista canadiense de ascendencia japonesa, el profesor Suzuki. En una extravagante mesa redonda ecológico-literaria, el naturalista se refirió a la indiferencia con que se reciben las noticias sobre tsunamis y otras historias. Los datos que aportó el tal Suzuki, me dice Villoro, hubieran sido tremendos y olvidables de no ser porque el hombre los trabó en una fábula ejemplar, al modo rústico de Esopo.
Contó Suzuki que las ranas pueden distinguir el agua fría de la caliente, pero que, sin embargo, si nadan en una olla donde la temperatura sube poco a poco, son incapaces de advertir cambio alguno. Su organismo no detecta el peligro progresivo y se adapta al desastre que se avecina. En la mente de la rana los cambios paulatinos siempre son perfectos. Pero de pronto ve burbujas por todas partes, última señal de la realidad mundial que le dice que se ha convertido en una rana hervida.
No puede ser más evidente la alegoría de Suzuki: el hombre se adapta demasiado a las catástrofes que surgen poco a poco y se divorcia de la realidad y ni siquiera presta atención al deshielo progresivo en el Potomac o el Ártico. Hasta que un día puede que descubra, demasiado tarde, que algo hierve a su alrededor.
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